No Hagas Soñar A Tu Maestro. Stephen Goldin

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No Hagas Soñar A Tu Maestro - Stephen  Goldin

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cohibido mientras andaba con cuidado entre tanta porquería por el suelo. “No tengo mucho tiempo para limpiar, y mi madre no puede hacerlo, por lo que se va amontonando todo...”

      Wayne no hizo comentario alguno mientras seguía a Rondel. A cada segundo, su descontento iba creciendo , y lo único que deseaba es no haber aceptado nunca aquella invitación. Tal como le había dicho DeLong, tenía que aprender a decir “no” un poco más rápido.

      “Vince, ¿eres tú?” dijo una voz chillona desde la parte trasera. “Gracias a Dios que has vuelto. Pensaba que no vendrías más.”

      “Sí, mama. Ahora vengo.”

      “¿Hay alguien contigo? He escuchado como hablabas con alguien.”

      “Sí, mama. Es Wayne Corrigan, compañero de trabajo. Te hablé de él. Me ha llevado hasta casa” dijo dirigiéndose a Wayne. “Perdona un segundo, tengo que ver como está. Regresaré en un instante.”

      Cruzó la mitad del pasillo y desapreció, dejando Wayne solo.

      Algo rozó con su pierna, y casi le arrancó la piel. En una casa como aquella, ¿quién sabe las criaturas que andarían sueltas por ahí? Pero tan solo era un gato, uno de pelo corto gris y blanco, con aspecto delgado y desaliñado. Llevaba algo en la boca, lánzandolo antes de que Wayne pudiera ver de que se trataba. Tras echar un vistazo a su alrededor, Wayne se vio en medio de varios pares de ojos felinos escondidos en las oscuras esquinas de aquella habitación abarrotada de cosas.

      Rondel y su madre estaban hablando en la otra habitación. Discutir sería la palabra. Wayne hizo ver que no escuchaba —la Sra. Rondel decía algo así como “extranjeros en la casa”— y cosas de estilo que resultaron muy evidentes. A Wayne siempre le provocaba no sentirse a gusto siendo un intruso en una disputa familiar, y se vio tentado a dar media vuelta e irse, pero no había forma alguna educada para hacerlo tras aceptar la invitación de Rondel de venir. Tenía que esperar hasta que Rondel regresara y así poder dar una excusa formal.

      La suciedad de la habitación empezaba a sentirse peor cuanto más tiempo permanecía allí dentro. Wayne pudo ver un puñado de pelotas restos de pañuelos entre los papeles del suelo, y creyó ver una enorme cucaracha en una de las esquinas antes de desaparecer por debajo del zócalo. Los platos, que le recordaban a los de Limoges china que tenía su madre, habían sido apilados al azar en las estanterías con todavía restos de comida en ellos, algunos de los cuales ya les salía moho. Junto a uno de los platos había una pequeña pieza de Steuben, una ballena de cristal con su cola levantada en el aire, pero esta estaba rota, y también una de sus aletas. Habían cortinas de encaje en las ventanas, pero mostraban la presencia durante años de gatos. Había una hilera de plantas muertas y marchitadas a lo largo de la repisa de la ventana, y por el estado en el que se encontraban, era imposible saber que tipo de plantas habían sido.

      Junto a la puerta que debía llevar a la cocina, había una bolsa marrón de la compra llena de basura, entre la cual Wayne pudo ver los restos usados de cenas congeladas. De la cocina llegaba un leve olorcillo a agrio a medio camino entre el olor a cloaca y una tumba abierta.

      Si me quedo mucho más tiempo, pensó Wayne, me pondré malo. ¿Cómo puede alguien vivir de esta manera?

      Rondel sacó la cabeza. “Corrigan, ¿tienes un minuto? Me gustaría que conocieras a mi madre.”

      “Bueno, de echo debería irme.”

      “Solamente será un minuto, ya he encontrado ese libro que te dije. Ven.”

      Tras preguntarse porque permitió terminar atrapado en todo aquello, Wayne se hizo camino entre toda aquella porquería, intentando no pisar el gato o cualquier cosa desagradable que viviera en el suelo de aquella habitación. El salón estaba libre de papeles, proporcionando a Wayne la visión de unos cigarrillos que habían terminado en el suelo quemando la madera. Las colillas habían sido retiradas hasta una de las esquinas, donde formaron una especie de pirámide.

      Una de las puertas que daban al pasillo estaba entreabierta. La habitación era muy simple. Simples suelos de madera, una cama doble forjada en hierro cuidadosamente acabada, un cartel religioso en la pared que decía “El Señor es mi pastor”. La habitación era una isla de limpieza en el montón de estiércol que era aquella casa. Wayne se preguntó si era la habitación de Rondel, ya que era un hombre muy limpio en lo personal. Pero la habitación estaba vacía, por lo que Wayne siguió andando.

      Pudo saber cual era la habitación de la madre antes de entrar en él. El hedor no dejaba apenas dudas. El aire estaba tan cargado con el olor a perfume barato Devon que anulaba el del humo de los cigarros y la orina. Cualquier de los olores serían insoportables, pero la combinación de todo aquello creaba un efecto desagradable. Wayne tuvo que detenerse antes de entrar y hacer un esfuerzo para no vomitar la cena que tomó en la cadena. No quería vomitar allí, delante de Rondel, incluso sabiendo que quizás no notaría el olor.

      El dormitorio de la Sra. Rondel no defraudó. La cómoda de nogal rematado con mármol estaba manchado de marcas de café y de restos de cigarrillos, y los lados mostraban profundos arañazos de gatos. Un biombo de Coromandel estaba en una de las esquinas, una vez tuvo que ser muy valioso, pero la mayor parte de su relieve había desaparecido hace mucho tiempo. Ropa, ninguna muy limpia, estaba tirada por el suelo y en sillas. En las paredes habían fotos de mujeres atractivas —pero ninguna se le parecía a la Sra. Rondel.

      En el centro de la habitación, junto a la pared que quedaba más lejos, estaba la cama de la Sra. Rondel. Era de tamaño grande, con esquinas de madera que sustentaban lo que quedaba de un viejo baldaquín. Harapos de encaje colgaban como si se tratasen de recuerdos de tiempos gloriosos que no regresaran más. La colcha brocada oriental también recordaba tiempos mejores. Ahora estaba desteñida, rasgada y cubierta de gran cantidad de manchas. Alrededor de la cama, montones de colillas parecían estar ignoradas.

      La Sra. Rondel estaba sentada, apoyada por una montaña de cojines. Era una mujer grande con una cara redonda con unos ojos oscuros y voraces. Su piel estaba moteada con muchas manchas, y su pelo blanco estaba lleno de rulos, y su rostro estaba cubierto de una espesa capa de maquillaje, como si fuera un payaso. Había una lóbrega mancha gris sobre su garganta, que Wayne pensó tratarse de otro de sus gatos, y que terminó siendo un collar sucio de marabú, un ornamento que alguna vez debió ser de algún color, pero ahora no se atrevía a saber de cuál se trataba.

      “Esta es mi madre” dijo Rondel de una manera decepcionante.

      La Sra. Rondel hizo un ruido asqueroso con su garganta y tiró algo de flema sobre un pañuelo de papel, el cual lanzó contra una de las esquinas. Miró a Wayne con una mirada analítica y dijo, “Corrigan, ¿no? ¿Eres irlandés?”

      “Soy americano. Desde hace cuatro generaciones.”

      “¿Católico?”

      “No mucho”. Wayne estaba sin duda bajo un interrogatorio de segundo grado.

      La Sra. Rondel miró a su hijo. “¿Ya has mostrado al chico el camino hacia Nuestro Señor?”

      Rondel estaba claramente avergonzado. “Mama, casi no lo conozco.”

      “Eso no importa. Todos los hombres son hermanos para Dios.” Volvió a dirigirse a Wayne. “¿Quieres ser salvado?”

      Mirándola, Wayne sintió no estar muy seguro de ello. “No es algo por el que esté muy preocupado. Y francamente, Sra. Rondel, no creo que sea de su incumbencia.”

      La

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