El Retorno. Danilo Clementoni

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El Retorno - Danilo Clementoni

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debido a una colisión épica. Una de las siete lunas orbitantes alrededor de Nibiru impactó en el gigantesco Tiamat, rompiéndolo prácticamente por la mitad y forzando a las dos secciones a moverse en órbitas diferentes. En el cruce sucesivo (el «segundo día» del Génesis), los demás satélites de Nibiru completaron la obra, destruyendo completamente una de las dos partes que se formaron en la primera colisión. Una parte de los detritos generados por los múltiples impactos formaron lo que hoy conocemos como el «cinturón de asteroides» o, como lo llamaban los Sumerios, el «Brazalete Martillado», mientras que otra parte fue absorbida por los planetas vecinos. En concreto, fue Júpiter el que capturó la mayor parte de los detritos, aumentando de forma considerable su masa.

      Los satélites que provocaron el desastre, entre ellos los supervivientes del ex-Tiamat, fueron «lanzados» en su mayoría a órbitas externas, formando lo que hoy conocemos como «cometas». La parte que sobrevivió al segundo cruce se ubicó, sin embargo, en una órbita estable entre Marte y Venus, llevándose el último satélite que quedaba y formando así la que hoy conocemos como la Tierra, junto a su inseparable compañera la Luna.

      La cicatriz provocada por aquel impacto cósmico, que tuvo lugar hace unos 4 millones de años, es aún hoy parcialmente visible. La parte dañada del planeta se encuentra, actualmente, completamente cubierta por las aguas de lo que hoy se denomina Océano Pacífico. Éste ocupa una tercera parte de la superficie terrestre, con una extensión de más de 179 millones de kilómetros cuadrados. En toda esta inmensa superficie no existen prácticamente tierras emergidas, tan solo una gran depresión que se extiende hasta profundidades que superan los diez kilómetros.

      Actualmente, Nibiru posee una conformación muy similar a la de la Tierra. Dos terceras partes están cubiertas de agua, mientras que el resto está ocupado por un único continente, que se extiende de norte a sur y que posee una superficie total que supera los 100 millones de kilómetros cuadrados. Algunos de sus habitantes, desde hace cientos de miles de años y aprovechando la aproximación cíclica de su planeta al nuestro, nos han visitado regularmente, influyendo en cada ocasión en la cultura, el conocimiento, la tecnología e incluso en la evolución misma de la raza humana. Nuestros predecesores los han llamado de muchas formas, pero quizás el nombre que siempre les ha representado mejor es el de «Dioses».

      Azakis estaba cómodamente tumbado en su oscuro sillón autoconformable, aquél que un viejo amigo Artesano, construyéndolo con sus propias manos, quiso regalarle algunos años antes, con motivo de su primera misión interplanetaria.

      Â«Te traerá suerte», le dijo aquel día. «Te ayudará a relajarte y a tomar las decisiones correctas cuando lo necesites».

      Efectivamente, ahí sentado, había tomado muchas decisiones desde entonces y la suerte estuvo a menudo de su parte. Así que se aseguró de llevar consigo aquel preciado recuerdo, sin tener en cuenta muchas de las reglas que impedían su uso, especialmente en una nave estelar de categoría Bousen-1 como en la que se hallaba ahora.

      Una estela azulada de humo se alzaba recta y veloz del cigarro que sostenía entre el pulgar y el índice mientras, con la mirada, intentaba recorrer las 4,2 UA1 que aún lo separaban de su meta. A pesar de que hiciera ya algunos años que realizaba este tipo de viaje, el encanto de la oscuridad del espacio que lo rodeaba y los millones de estrellas que lo salpicaban eran capaces de raptar sus pensamientos. La gran apertura elíptica, justo frente a su posición, le permitía tener una visión completa de la dirección del viaje y siempre se sorprendía de cómo aquel delgadísimo campo de fuerza era capaz de protegerlo del frío sideral del espacio e impedía que el aire saliera repentinamente, succionado por el vacío absoluto del exterior. La muerte sería prácticamente inmediata.

      Aspiró una rápida bocanada del largo cigarro y volvió a mirar en el visor holográfico frente a él, donde aparecía el rostro cansado y sin afeitar de Petri, su compañero de viaje que, al otro lado de la nave, estaba reparando el sistema de control de los conductos de descarga. Se entretuvo un rato distorsionando la imagen, soplando el humo apenas aspirado en el centro, creando así un efecto ondulante que le recordaba mucho a los movimientos sinuosos de las sensuales bailarinas, a las que solía ir a ver cuando finalmente regresaba a su ciudad de origen y podía disfrutar de un poco de descanso bien merecido.

      Petri, su amigo y compañero de aventuras, tenía ya casi treinta y dos años y era la cuarta misión de este tipo en la que participaba. Su imponente y maciza complexión inspiraba siempre, a todos aquellos que se lo encontraban, un profundo respeto. Ojos negros como el espacio exterior, cabellos oscuros, largos y desordenados que le llegaban hasta los hombros, casi dos metros treinta de altura, tórax y brazos poderosos capaces de levantar a un Nebir2 adulto sin esfuerzo y, aun así, tenía el espíritu de un niño. Era capaz de emocionarse viendo florecer una flor de Soel3 , podía permanecer horas mirando extasiado las olas del mar mientras rompían en las ebúrneas costas del Golfo de Saraan4 . Una persona increíble, fiel, leal, dispuesta a dar su vida por él sin dudarlo. Nunca habría partido si no hubiera tenido a Petri a su lado. Era el único en el mundo en el que confiaba ciegamente y al que no traicionaría nunca.

      Los motores de la nave, configurados para la navegación dentro del sistema solar, transmitían el clásico y tranquilizador zumbido bifásico. Para sus oídos expertos, ese sonido confirmaba que todo estaba funcionando a la perfección. Con su sensibilidad auditiva habría sido capaz de percibir una variación en las cámaras de intercambio, incluso de tan solo 0,0001 Lasig, mucho antes de que el sofisticadísimo sistema de control automatizado se diera cuenta. Otra razón por la que se le había permitido, desde muy joven, dirigir una nave de categoría Pegasus.

      Muchos de sus compañeros habrían dado un brazo por estar ahí, en su lugar. Pero ahora estaba él.

      El implante intraocular O^COM materializó frente a él la nueva ruta recalculada. Era increíble cómo un objeto de pocas micras podía desempeñar todas aquellas funciones. Introducido directamente en el nervio óptico, era capaz de visualizar todo un puente de control, superponiendo la imagen a la realidad que se tenía delante. Al principio, no había sido fácil acostumbrarse a aquella maldita cosa y más de una vez las náuseas habían intentado tomar el control. Sin embargo, ahora no sería capaz de vivir sin él.

      Todo el sistema solar giraba a su alrededor con su fascinante majestuosidad. El pequeño punto azul, cercano al gigantesco Júpiter, representaba la posición de su nave y la sutil línea roja, ligeramente más curvada que la anterior ya desvanecida, indicaba la nueva trayectoria de aproximación a la Tierra.

      La atracción gravitacional del planeta más grande del sistema era impresionante. Definitivamente, debían mantener una distancia de seguridad y solo la potencia de los dos motores Bousen permitiría a la Theos huir de aquel abrazo mortal.

      Â«Azakis», graznó al comunicador portátil apoyado en la consola ante él, «tenemos que comprobar el estado de las juntas del compartimento seis».

      Â«Â¿Aún no lo has hecho?», respondió con tono divertido, convencido de que iba a hacer enfadar a su amigo.

      Â«Â¡Tira ese apestoso cigarro y ven a echarme una mano!», gritó Petri.

      Lo sabía.

      Había

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