El Retorno. Danilo Clementoni

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El Retorno - Danilo Clementoni

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a las “influencias”, había podido tomar posesión y tener el permiso para modificarlo a su gusto.

      La pared sur había sido sustituida completamente por un campo de fuerza parecido al que utilizaba en su nave espacial, de manera que podía admirar, directamente desde su inseparable sillón autoconformable, el maravilloso golfo que se extendía a sus pies. Si era necesario, toda la pared podía transformarse en un gigantesco sistema tridimensional, donde podían visualizarse al mismo tiempo hasta doce transmisiones simultáneas de la Red. En más de una ocasión, este sofisticado sistema de control y gestión le había permitido recoger con mucha antelación información decisiva, permitiéndole así resolver brillantemente algunas crisis de magnitud considerable. No podría renunciar a él.

      Toda un ala del ex-almacén había sido reservada para su colección de “souvenirs” recogidos en cada una de sus misiones hechas durante años alrededor del espacio. Cada uno de ellos le recordaba algo concreto y cada vez que se encontraba en medio de aquel absurdo revoltijo de extrañísimos objetos, no podía parar de dar gracias a su buena suerte y, sobre todo, a su fiel amigo, que más de una vez le había salvado el pellejo.

      Petri, sin embargo, a pesar de haber destacado brillantemente en los estudios, no era un amante de la alta tecnología. Aunque fuera capaz de pilotar sin dificultad prácticamente todo tipo de aeronaves, conociera a la perfección todos los modelos de armas y todos los sistemas de comunicación local e interplanetaria, prefería, a menudo, confiar en su instinto y en sus habilidades manuales para resolver los problemas que se le presentaban. Más de una vez, ante él, lo había visto transformar, en poquísimo tiempo, una masa amorfa de chatarra en un medio de locomoción o en una temible arma de defensa. Era increíble, era capaz de construir cualquier cosa que necesitara. Esto se lo debía en parte a lo que había heredado de su padre, un hábil Artesano, pero, sobre todo, a su gran pasión por las Artes. Desde joven, de hecho, había admirado cómo las habilidades manuales de los Artesanos eran capaces de transformar la materia inerte en objetos de gran utilidad y en tecnología, manteniendo siempre intacta la “belleza” en su interior.

      Un sonido desagradable, intermitente y a un alto volumen, le sobresaltó, devolviéndolo inmediatamente a la realidad. La alarma automática de proximidad se había activado de forma repentina.

      El hotel no era precisamente un “cinco estrellas” pero, para ella, acostumbrada a pasar semanas en una tienda en medio del desierto, la ducha sola podía considerarse un lujo. Elisa dejó que el chorro caliente y restaurador que caía le masajeara el cuello y los hombros. Su cuerpo pareció agradecerlo mucho, y una serie de agradables escalofríos recorrieron varias veces su espalda.

      Te das cuenta de lo importantes que son algunas cosas solo cuando ya no las tienes.

      Después de solo diez minutos, se decidió a salir de la ducha. El vapor había empañado el espejo que estaba mal colgado, claramente torcido. Intentó enderezarlo, pero en cuanto lo soltó, volvió a su posición oblicua original. Decidió ignorarlo. Con el borde de la toalla limpió el agua que se había depositado en él y se admiró. Hacía unos años, le habían propuesto trabajar de modelo e incluso de actriz. Tal vez ahora podría ser una diva del cine o la mujer de un rico jugador de fútbol, pero el dinero nunca le había llamado la atención. Prefería sudar, comer polvo, estudiar textos antiguos y visitar lugares remotos. Siempre había tenido la aventura corriéndole por las venas, y la emoción que le provocaba el descubrimiento de un objeto antiguo, sacar a la luz vestigios de hacía miles de años, no podía compararse con nada más.

      Se acercó al espejo, demasiado, y vio aquellas malditas arrugas a ambos lados de los ojos. La mano se coló automáticamente en el neceser y sacó una de esas cremas que “te quitan diez años en una semana”. Se la untó con cuidado en el rostro y se observó atentamente. ¿Qué pretendía? ¿Un milagro? Después de todo, el efecto era visible solo pasados “siete días”.

      Sonrió por ella y por todas las mujeres que se dejaban embaucar por la publicidad.

      El reloj, colgado en la pared sobre la cama, indicaba las 19:40. Nunca conseguiría estar preparada en solo veinte minutos.

      Se secó lo más rápido posible, dejando ligeramente mojados los largos cabellos rubios y se plantó frente al armario de madera oscura, donde guardaba los pocos vestidos elegantes que había conseguido llevarse. En otro momento, habría sido capaz de pasar horas para elegir el vestido apropiado para la ocasión, pero esa noche la elección debía ser rápida. Optó, sin pensar demasiado, por el vestido negro corto. Era muy elegante, considerablemente sexy, pero sin ser vulgar, con un generoso escote que sin duda realzaba su exuberante talla noventa. Lo cogió y, con un elegante gesto de la mano, lo lanzó a la cama.

      19:50. Aunque fuera una mujer, odiaba llegar tarde.

      Se asomó por la ventana y vio un SUV oscuro, increíblemente brillante, justo delante de la puerta del hotel. El que debía ser el chófer, un chico joven vestido con ropa militar, estaba apoyado en el capó y pasaba la espera fumando tranquilamente un cigarro.

      Hizo todo lo que pudo por realzar sus ojos con lápiz y máscara de pestañas, se pasó rápidamente el carmín por los labios y, mientras intentaba extenderlo uniformemente lanzando besos al vacío, se colocó sus pendientes preferidos, luchando bastante para encontrar los agujeros.

      Efectivamente, hacía ya mucho tiempo que no salía de noche. El trabajo la forzaba a viajar por todo el mundo y no había sido capaz de encontrar una persona para una relación estable, que durara más de unos meses. El instinto maternal innato que toda mujer tiene y que había hábilmente ignorado desde que era adolescente, ahora, al aproximarse la fecha de caducidad biológica, se dejaba notar cada vez más a menudo. Quizás había llegado el momento de formar una familia.

      Eliminó lo más rápidamente posible ese pensamiento. Se puso el vestido, se calzó el único par de zapatos de doce centímetros de tacón que había llevado y, con amplios movimientos, se roció ambos lados del cuello con su perfume preferido. Foulard de seda, gran bolso negro. Estaba lista. Una última comprobación ante el espejo colgado en la pared, cerca de la puerta y manchado en varios puntos, le confirmó la perfección de su atuendo. Giró la cabeza y salió con aire satisfecho.

      El joven chofer, después de recolocar el mentón, que se le había caído al ver a Elisa saliendo con paso de modelo del hotel, en su sitio, tiró el segundo cigarro que acababa de encender y corrió a abrirle la puerta del coche.

      Â«Buenas noches, doctora Hunter. ¿Podemos partir?», preguntó con aire titubeante el militar.

      Â«Buenas noches», respondió ella poniendo a prueba su maravillosa sonrisa. «Estoy lista».

      Â«Gracias por llevarme», añadió mientras subía al coche, sabiendo perfectamente que su falda se levantaría ligeramente y mostraría una parte de sus piernas al avergonzado militar.

      Siempre le había encantado sentirse admirada.

      El sistema O^COM materializó inmediatamente frente a Azakis un

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