EL MISTERIO DE LA BELLEZA EXACTA. Sergey Baksheev

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EL MISTERIO DE LA BELLEZA EXACTA - Sergey Baksheev

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para Uds. —

      – Uds. viven con lujo y nuestros niños mueren de hambre. Ustedes no saben lo que es trabajar y, nosotros, descansar, solamente en sueños.

      A Pitágoras le pareció esa voz y esa agresividad vagamente conocidas.

      El matemático quiso objetar, pero él estaba acostumbrado a trabajar con cifras exactas y afirmaciones claras, las cuales se necesitaba demostrar o contradecir. Por eso sólo sonrió.

      – Dices disparates. Nosotros también trabajamos. —

      – Ajá! – Se oyeron carcajadas entre la turba – Miren, él trabaja!

      – Muéstranos los callos en tus manos!

      – Nosotros producimos lo más importante. Conocimientos! – Precipitadamente gritó Pitágoras.

      El que dirigía el populacho agarró la palabra en el aire. Las antorchas dejaron ver su rostro distorsionado por la maldad.

      – Uds. convierten sus conocimientos en misterio! Son altivos y se escabullen. Ninguno de nosotros sabe que hacen detrás de esas paredes. Su hermandad se aisló del mundo. Como utilizan los misterios conseguidos? Que ritos realizan? A que dioses veneran? Exigimos respuesta! —

      – Respuesta! Respuesta! – gritó la muchedumbre.

      Cientos de ojos resentidos taladraron a Pitágoras. Se les veía con impaciencia codiciosa, como si vieran manjares a través de una reja.

      – Al número – exhaló el matemático, y viendo, que, no lo escucharon, con pasión gritó.

      – Nosotros veneramos al Número!

      Quiso explicar la grandeza y el poder de la más exacta majestad, pero la muchedumbre lo calló.

      – No hay tal Dios! —

      – Se burla de nosotros! —

      – Aprendió a contar, para robarnos! —

      – Silencio! – Agitó con sus manos el rufián que dirigía. Se sentía que, de toda la chusma reunida, era el único que sabía exactamente que quería.

      – En la última salida de nuestro ejército, con su propia sangre, obtuvieron una dura victoria. —

      – Los ciudadanos los apoyaron con lo que pudieron. Regresaron con un gran botín. Y donde están estas riquezas?

      El maleante, con la mano levantada, se volvió hacia la muchedumbre callada.

      La gente, sin respirar, esperaba la respuesta. Haciendo una pausa, levantando un dedo, con ira, y apuntándolo hacia el matemático.

      – Lo tomaron todo y lo dividieron entre el gobernante de la ciudad y la hermandad de Pitágoras. Y a la gente sencilla la dejaron otra vez, sin nada. Es justo?

      – No! – gritaron cientos de voces.

      – Quién es el culpable? —

      – Él! —

      – Que se debe hacer? —

      – Que muera! Que muera! —

      La gente, agitando amenazadoramente las antorchas, se acercaba a las paredes del edificio. El ruido de la muchedumbre no dejaba responderle. Pitágoras se dirigió a uno de los estudiantes

      – Abandone el balcón, alumno. Usted sólo los enfurece más. —

      Pitágoras se metió en la habitación. El rufián con túnica y adornos plateados lo siguió con la mirada triunfante.

      – Quién es el que dirige a los locos? – preguntó el matemático.

      – Silón. Hace muchos años usted no lo recibió en la hermandad. Él desarrolló odio hacia usted. —

      – La envidia negra es capaz de convertir un muchacho con mala suerte en un malhechor vengativo. – Sacudió la cabeza con tristeza Pitágoras.

      – Donde está el gobernador? Por qué no viene a nuestra ayuda? —

      – Se fue en la mañana con sus guardias. En el palacio sólo queda la servidumbre. —

      Gritos aislados afuera se fusionaban en un zumbido iracundo de un mar que se levantaba. En el balcón cayó una antorcha prendida. El más joven de los alumnos rápidamente la tiró de nuevo a la calle y volvió con Pitágoras. Sus bellos ojos estaban horrorizados.

      – Están prendiendo las paredes del edificio. – Con miedo informó el joven.

      Con una mirada triste el matemático dijo pensativamente:

      – Lástima que no lo lograré. —

      – Maestro! Nuestra casa se incendia. —

      Pitágoras miró lentamente al asustado joven y con palmadas paternales en el antebrazo le dijo:

      – El pánico es mal consejero, amigo mío. Vamos donde los hermanos. —

      Por la ancha escalera bajó Pitágoras hacia la cómoda sala grande donde lo esperaban más de una veintena de alumnos preocupados. Entre ellos había tanto jóvenes de quijada lampiña como hombres maduros con tupida barba. Por muchos años Pitágoras escogió a los más talentosos y los introdujo al maravilloso y misterioso mundo de los números. Ellos vivieron como hermanos y obtuvieron resultados excelentes pero fueron incapaces de llevar esos conocimientos afuera de la escuela. La belleza descubierta y lo grandioso del mundo matemático lo guardaban como objetos invalorables en el santo altar de la ciencia. Con ayuda de los resultados obtenidos construyeron un modelo del mundo circundante y no quisieron presentar al público un trabajo inconcluso. Sin embargo hoy se destruía ese sistema.

      El matemático se detuvo en el penúltimo escalón. Desde ahí el sería visto y oído mejor.

      – Hermanos – Pitágoras se dirigió a los presentes. – muchos años nos hemos inclinado a su majestad El Número. Y gracias a nuestra perseverancia y paciencia hemos descubierto no pocos y asombrosos misterios. Entre ellos hay grandes, y con los cuales se puede mejorar el mundo que nos rodea. Cuidadosamente los guardamos y sólo los trasmitimos entre nosotros. Muchos envidian nuestros conocimientos. La envidia se traga sus pequeñas almas, nos temen, y por eso nos quieren destruir. Ustedes escuchan como arden las paredes de esta buena casa que siempre nos ha resguardado. Aquí nos ha visitado la iluminación. Aquí construimos una atmósfera donde el mismo aire estaba lleno de números y fórmulas. Los respiramos y nos deleitábamos con ellos. Pero hoy les ordeno que abandonen esta casa para siempre. Traten de salvar nuestros manuscritos, salvarse ustedes mismos y dispersarse por todos los rincones de la gran Grecia. Llegó el momento de compartir nuestros conocimientos con la sociedad. De ahora en adelante Uds. no son alumnos sino maestros. Nuestros éxitos en las matemáticas no deben ser destruidos! —

      Se oyó un murmullo de preocupación en la hermandad.

      – Maestro, con quién se irá Ud. —

      – Ya estoy viejo y me quedo aquí. —

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