Un Beso Para Las Reinas . Морган Райс

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Un Beso Para Las Reinas  - Морган Райс Un Trono para Las Hermanas

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que abrían un cofre de armas escondido al lado del río. Un cuervo que estaba cerca del cementerio de la ciudad oyó que unos hombres hablaban de retirarse cuando llegara el ataque, dejando que los nobles se las arreglaran solos.

      Esta parecía una combinación que podría dejar a sus animalitos hambrientos. Él no podía tener eso.

      —Tenemos un trabajo con el que cumplir —dijo a los hombres que esperaban mientras dirigía de nuevo su atención hacia sí mismo—. Seguidme.

      Marcaba el camino a través de la casa, dando por sentado que los otros le seguirían. Los sirvientes se apartaban a toda prisa, pues no deseaban encontrarse en el camino de tantos hombres poderosos mientras bajaban. El Maestro de los Cuervos podía sentir su resentimiento y su miedo, pero no importaba. Solo era la consecuencia inevitable de gobernar.

      En el patio, los gritos se habían disipado en el silencio que solo la muerte puede traer. Incluso las criaturas vivas más silenciosas tenían el suave ruido de la respiración, el agitado golpeteo de un corazón. Ahora, solo el graznido de los cuervos rompía el silencio mientras los cuerpos colgaban flácidos contra sus postes.

      —Debe mantenerse el orden —dijo el Maestro de los Cuervos, mirando hacia el oficial que había mostrado un destello de desagrado—. Somos una máquina de muchas partes, y cada una debe ejercer su papel. Ahora que han traspasado todos sus límites, el papel de estos tres es alimentar a los pájaros carroñeros.

      Ahora volaban hacia abajo en grandes cantidades y se posaban encima de los todavía recientes cadáveres mientras empezaban a darse el festín. El Maestro de los Cuervos ya podía sentir que el poder empezaba a fluir de las muertes a su bandada, junto con los centenares que se extendían por el imperio del Nuevo Ejército en cualquier momento. Incluso había algunos de sus pájaros alimentándose en el reino de la Viuda.

      —Ha llegado el momento de que esto vaya a nuestro favor —dijo, haciendo uso de ese poder y trazando los resquicios de consecuencia dentro de su mente. Cada uno representaba una posibilidad, una opción. El Maestro de los Cuervos no tenía ninguna manera de saber cuál sucedería; él no era la mujer de la fuente u otro de los verdaderos videntes. Sin embargo, podía ver lo suficiente para saber dónde ejercer influencia. Dónde apretar para conseguir los efectos que deseaba.

      Contactó con los pájaros que aleteaban alrededor de Ashton. Su mente buscaba los lugares donde unas palabras bien situadas podrían hacer el máximo, y córvidos de todas clases bajaron del cielo para graznarlas.

      Un cuervo se posó cerca del comandante que estaba a cargo de la vigilancia de la ciudad de Ashton y lo miró fijamente con sus ojos negros.

      —Norteños en el río —graznó cuando el Maestro de los Cuervos pronunció—. Norteños en el río, vestidos de comerciantes.

      No esperó a ver la conmoción del hombre mientras intentaba buscar el sentido a lo que estaba sucediendo. En su lugar, el Maestro de los Cuervos cambió su atención hacia un grajo que había en el cementerio e hizo que se posara encima de una lápida cerca de los conspiradores en potencia que planeaban huir.

      —Sed valientes —graznó su pájaro—. Os vigilan.

      Para compensarlo, mandó otro pájaro a un hombre que estaba al lado de una de las murallas principales e hizo que graznara un augurio de muerte. Sembraba valor y cobardía, decía verdades y contaba mentiras, entrelazándolas en un hechizo de cosas conocidas y medio conocidas.

      No todos los pájaros salían victoriosos. Mandó a un mirlo volando en dirección a la ventana del Príncipe Ruperto y se encontró con que tenía unas rejas. Mandó a un cuerpo volando hacia los barcos que esperaban en el puerto, volando en círculo cada vez más bajo por encima del buque insignia de Ishjemme, y un hombre que miraba hacia arriba llamó su atención. El Maestro de los Cuervos conocía a ese hombre. Era el que le había clavado una espada en Ishjemme. Ahora miraba fijamente al pájaro y se llevó la mano al cinturón, del que sacó pistola tan rápido que casi no parecía humana…

      —¡Maldita sea! —gruñó el Maestro de los Cuervos mientras apartaba de golpe su atención del pájaro justo a tiempo.

      Se olvidó de la flota. En su lugar, concentró su atención en la ciudad, donde encontró pequeñas cosas que podrían dar valor a los hombres o quitárselo, que podrían avivar su rabia o volverlos descuidados. Hizo que una urraca le robara el anillo de casado a una mujer mientras estaba lavaba unos vasos y que lo tirara a los pies del soldado con el que estaba casada. Sin ninguna duda el hombre pasaría la batalla preguntándose por qué no estaba en su dedo, y si él debería estar en casa. Hizo que un cuervo levantara una vela encendida y la tirara a un grupo de edificios abandonados por donde las llamas treparían.

      —Dejémoslos que elijan si quieren salvar sus casas de los invasores o del fuego —dijo.

      Unos cien pájaros más salieron con otros encargos, cada uno de ellos llevándose un destello de poder, pero cada uno de ellos era una inversión en el caos que derivaría de ello. Algunos hablaban con los soldados, otros con los hombres y mujeres que él había enviado para este momento, que estaban allí para contar historias de los horrores de Ishjemme a aquellos que escuchaban, o insinuar una rebelión violenta contra el linaje de la Viuda, o ambas cosas.

      El Maestro de los Cuervos tomó una batalla que debería haber sido una victoria fácil para los invasores y la transformó en algo más complejo, peligroso y mortífero.

      Para cuando volvió a sí mismo, estaba sonriendo por lo que había conseguido. Los hombres pensaban en las grandes obras de la magia y pensaban en símbolos y libros antiguos, pero él había conseguido algo mucho más grande, con mucho menos. Echó un vistazo a sus oficiales, que observaban todavía con miradas obedientes a los cuervos que mordisqueaban a los muertos.

      —Mañana el enemigo tendrá su batalla por Ashton —dijo—. Será violenta, con muchos muertos en todos los bandos.

      No podía evitar sentir un punto de satisfacción en ello. Al fin y al cabo, él era la principal razón de que murieran tantos.

      —¿Cuándo atacamos, mi señor? —preguntó uno de los comandantes de su flota—. ¿Tiene órdenes para nosotros?

      —¿Estás ansioso por atacar? —preguntó el Maestro de los Cuervos.

      —Lo estoy, mi señor —dijo el hombre. Se golpeó la mano con el puño—. Quiero aplastarlos por la humillación que causaron la última vez que estuvieron por aquí.

      —Yo también —dijo un general—. Quiero que sepan que el Nuevo Ejército es más fuerte.

      Le siguió un coro de asentimiento, cada hombre parecía esforzarse más que el último por demostrar lo comprometido que estaba en reparar los fracasos del ataque al reino de la Viuda. Tal vez se trataba de eso. Quizá cada uno de ellos deseaba demostrar que podían ser mejores. Quizá pensaban que se jugaban el pellejo si fracasaban de nuevo.

      No se equivocaban del todo. Aun así, el Maestro de los Cuervos levantó una mano para pedir calma—. Tened paciencia. Volved a vuestros hombres y a vuestros barcos. Aseguraos que todo está listo para un ataque. Os diré el momento para ello.

      Se marcharon en grupo, cada uno de ellos apresurándose para prepararse. El Maestro de los Cuervos los dejó ir. Por ahora, su atención estaba en el rojo sangriento del atardecer y lo que este presagiaba. No tenía ninguna duda de que por la mañana habría sangre en abundancia. Gracias a los esfuerzos de sus criaturas, habría una matanza a un nivel que haría que el río de Ashton se volviera rojo.

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