Un Beso Para Las Reinas . Морган Райс

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Un Beso Para Las Reinas  - Морган Райс Un Trono para Las Hermanas

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—le preguntó Angelica.

      Ruperto asintió, a pesar de que ahora mismo el dolor que había en su interior era demasiado grande como para ni tan solo estar reprimido. Nunca estaría preparado para el momento de dejar marchar a su madre.

      Entraron juntos al templo. Lo habían preparado para un funeral de estado con una prisa que parecía casi improcedente, unas ricas cortinas con tonalidades oscuras llenaban el espacio de dentro, cortado por todas partes por la cimera real. Los bancos estaban llenos de plañideras, todos los nobles de Ashton y de kilómetros a la redonda habían acudido, junto con comerciantes y soldados, el clero y demás. Ruperto se había asegurado de ello.

      —Todos están aquí —dijo, mirando alrededor.

      —Todos los que vinieron —respondió Angelica.

      —Los que no lo hicieron son traidores —espetó Ruperto en respuesta—. Haré que los maten.

      —Por supuesto —dijo Angelica—. Pero después de la invasión.

      Era extraño que hubiera encontrado a alguien tan dispuesto a estar de acuerdo con todas las cosas que había que hacer. A su manera, hermosa e inteligente, era tan despiadada como lo era él. También estaba allí para esto, a su lado, y conseguía que incluso el negro del funeral pareciera precioso, estaba allí para apoyar a Ruperto mientras hacia su camino a través del templo, hacia el lugar donde se encontraba el ataúd de su madre, con la corona colocada encima, a la espera del sepelio.

      Un coro empezó a cantar un réquiem mientras se dirigían hacia allí y la suma sacerdotisa rezaba a la diosa con un tono monótono. Nada de esto era original. No había habido tiempo para eso. Aun así, cuando todo esto hubiera acabado Ruperto contrataría a un compositor. Levantaría estatuas en honor a su madre. Haría…

      —Hemos llegado, Ruperto —dijo Angelica, guiándolo hasta su asiento en la fila de delante. Allí había espacio de sobra, a pesar de que el edificio estaba abarrotado. Quizá los guardas que estaban allí para hacer que se cumpliera tenían algo que ver con eso.

      —Nos hemos reunido para dar testimonio del deceso de una gran personalidad entre nosotros —dijo la sacerdotisa en un tono monótono mientras Ruperto ocupaba su lugar—. La Reina Viuda María de la Casa Flamberg se ha ido detrás de la máscara de la muerte, a los brazos de la diosa. Lamentamos su deceso.

      Ruperto lo lamentaba, la pena crecía en su interior mientras la sacerdotisa hablaba sobre la gran gobernante que había sido su madre, lo importante que había sido su papel en la unidad del reino. La vieja sacerdotisa dio un largo sermón acerca de las virtudes que se encuentran en los textos sagrados de las que su madre había sido un ejemplo y, a continuación, algunos hombres y algunas mujeres subieron a hablar sobre su grandeza, su amabilidad, su humildad.

      —Parece que estén hablando de otra persona —le susurró Ruperto a Angelica.

      —Es lo que se espera que digan en un funeral —respondió ella.

      Ruperto negó con la cabeza.

      —No, esto no es así. No es así para nada.

      Se levantó y se dirigió a la parte delantera del templo, sin importarle que todavía había un señor ocupado dando vueltas a aquella vez que se había encontrado con la Reina Viuda en un elogio fúnebre. El hombre retrocedió al acercarse Ruperto y se quedó callado.

      —Estáis diciendo tonterías —dijo Ruperto, la voz le salía con facilidad—. ¡Estáis hablando de mi madre e ignoráis cómo era realmente! ¿Decís que era buena, amable y generosa? ¡No era ninguna de estas cosas! Era severa. Era despiadada. Podía ser cruel. —Hizo un movimiento circular con la mano—. ¿Hay alguien aquí a quien no hiciera daño? A mí me hizo daño a menudo. Me trataba como si apenas fuera digno de ser su hijo.

      Podía oír los susurros entre los que estaban allí. Ya podían susurrar. Ahora él era su rey. Lo que ellos pensaran no importaba.

      —Pero fue fuerte, sin embargo —dijo Ruperto—. Es gracias a ella que tenéis un país. Gracias a ella los traidores de esta tierra han sido expulsados y su magia reprimida.

      Le vino un pensamiento.

      —Yo seré igual de fuerte. Haré lo que haga falta.

      Andando a largos pasos, se dirigió al ataúd y levantó la corona. Pensó en lo que Angelica había dicho acerca de la Asamblea de los Nobles y de que Ruperto no necesitaba en absoluto su permiso. La cogió y se la colocó en la frente, ignorando los susurros de los que estaban allí.

      —Enterraremos a mi madre como la persona que fue —dijo Ruperto—, ¡no según vuestras mentiras! ¡Os lo ordeno como vuestro rey!

      Entonces Angelica se levantó, fue corriendo hacia él y le tomó la mano.

      —Ruperto, ¿estás bien?

      —Estoy bien —replicó. Le vino otro impulso y miró a la multitud—. Todos conocéis a Milady d’Angelica —dijo Ruperto—. Bien, tenemos que anunciaros algo. Esta noche la tomaré como mi esposa. Todos vosotros estáis obligados a asistir. Quien no lo haga será colgado por ello.

      Esta vez no hubo susurros. Tal vez ya no podían sorprenderse. Tal vez ya habían pasado por todo esto. Ruperto fue hasta el ataúd.

      —Bueno, Madre —dijo—. Tengo tu corona. Voy a casarme y, mañana, voy a salvar tu reino. Te basta con esto, ¿verdad?

      Una parte de Ruperto esperaba alguna respuesta, alguna señal. No hubo nada. Nada excepto el silencio de la multitud que observaba, y de la profunda culpa que todavía se arrastraba en su interior.

      CAPÍTULO SEIS

      Desde el balcón de una casa de Carrick, el Maestro de los Cuervos observaba cómo se reunían sus ejércitos, vigilando a través de los ojos de sus criaturas. Sonreía para sí mismo mientras lo hacía y una sensación de satisfacción se apoderaba de él.

      —Las piezas están en su lugar —dijo, mientras sus cuervos le mostrabas cómo se iban reuniendo los barcos y los soldados se apresuraban a construir barricadas—. Ahora vamos a ver cómo caen.

      El atardecer sangriento coincidía con su estado de ánimo de hoy, como hacían los gritos procedentes del patio de debajo de su balcón. Las ejecuciones del día proseguían sin cesar: dos hombres atrapados intentando desertar, un ladrón potencial, una mujer que había apuñalado a su marido. Estaban atados a unos postes mientras los ejecutores se hacían con unas espadas y cuerda para estrangular.

      Los cuervos se les echaron encima. Probablemente había quien pensaba que él disfrutaba la violencia de momentos como estos. Lo cierto era que a él solo le importaba el poder que esas muertes traían a través de sus animalitos, fuera como fuera.

      El Maestro de los Cuervos echó un vistazo a los comandantes que esperaban sus instrucciones, para ver si alguno se encogía de miedo o apartaba la mirada de las escenas de allá abajo. La mayoría no lo hicieron, porque habían aprendido lo que se esperaba de ellos. Pero un oficial más joven tragó saliva mientras miraba. Seguramente tendría que vigilarlo.

      Durante uno o dos instantes, el Maestro de los Cuervos dirigió de nuevo su atención a las criaturas que daban vueltas por encima de Ashton. Mientras giraban y daban vueltas, le mostraban

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