Un Beso Para Las Reinas . Морган Райс
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Sebastián se abría camino por palacio, esquivando cada vez que pensaba que podría venir un guardia, en dirección a sus aposentos. Entró, cogió una espada de repuesto, se cambió de ropa, cogió una bolsa y la llenó con todas las provisiones que pudo. Salió de nuevo a palacio…
… y casi de inmediato se encontró cara a cara con una sirviente, que empezó a alejarse, con el miedo grabado en la cara, como si pensara que podía matarla.
—¡No te preocupes! —dijo Sebastián—. No te haré daño. Solo estoy aquí para…
—¡Está aquí! —exclamó la sirvienta—. ¡El Príncipe Sebastián está aquí!
Casi de inmediato, siguió el ruido de unos pies enfundados en botas. Sebastián dio la vuelta y corrió hacia el vestíbulo, yendo a toda prisa por los pasillos por los que había andado casi toda su vida. Fue hacia la izquierda, después hacia la derecha, para intentar perder a los hombres que ahora corrían tras él, gritándole que parara.
Más adelante había más hombres. Sebastián echó un vistazo alrededor y entró de golpe en una habitación que había por allí cerca, con la esperanza de que por lo menos hubiera una puerta adyacente o un lugar donde esconderse. No había ninguna de las dos cosas.
Los guardias se amontonaron en la habitación. Sebastián pensó en sus opciones, pensó en la paliza que había recibido a manos de los hombres de Ruperto y desenfundó su espada casi por instinto.
—Baje la espada, su alteza —ordenó el cabecilla de los guardias. Ahora había hombres a ambos lados de Sebastián y, ante su sorpresa, algunos apuntaban con sus mosquetes. ¿Qué clase de hombres se arriesgarían a enojar a su madre amenazando de muerte a uno de sus hijos de esa manera? Normalmente, solo se atrevían con una reprimenda. Eso era en parte la razón por la que Ruperto se había escapado de tantas cosas a lo largo de los años.
Pero Sebastián no era Ruperto y no era tan estúpido como para considerar luchar contra un grupo de hombres armados como ese. Bajó su espada, pero no la soltó.
—¿Qué significa esto? —exigió. Había una carta que podía jugar que no le convenía mucho, pero que podría ser su mejor opción para mantenerse a salvo—. Soy el heredero al trono de mi madre y vosotros me estáis amenazando. ¡Bajad vuestras armas de inmediato!
—¿Por eso lo hizo? —preguntó el cabecilla de los guardias, en un tono que contenía más odio del que Sebastián había oído en toda su vida—. ¿Quería ser su heredero?
—¿Es por eso que hice qué? —replicó Sebastián—. ¿Qué está pasando aquí? Cuando mi madre se entere de esto…
—No tiene sentido que se haga el inocente —dijo el capitán de los guardias—. sabemos que es usted quien mató a la Viuda.
—Mató… —Fue como si el mundo se detuviera en ese momento. Sebastián se quedó quieto con la boca abierta, su espada cayó de sus débiles dedos al suelo por el impacto. ¿Alguien había matado a la Viuda? ¿¡Su madre estaba muerta!?
El dolor fluyó en su interior, el puro horror de lo que había sucedido lo llenaba. ¿Su madre había muerto? No podía ser. Ella siempre había estado allí, tan inamovible como una roca, y ahora… ya no estaba, había desaparecido en un instante.
Al instante, unos hombres entraron a toda prisa para atraparlo, unos brazos sujetaron los suyos desde ambos lados. Sebastián estaba demasiado bloqueado como para pelear. No podía creerlo. Él pensaba que su madre sobreviviría a todos en el reino. Pensaba que era tan fuerte y tan astuta que nada podría acabar con ella. Ahora alguien la había asesinado.
No, alguien no. Solo había una persona que pudiera ser.
—Lo hizo Ruperto —dijo Sebastián—. Ruperto es quien…
—No diga más mentiras —dijo el cabecilla de los guardias—. ¿Debo creer que es una coincidencia que lo hayamos encontrado corriendo armado por palacio tan seguido de la muerte de su madre? Príncipe Sebastián de la Casa de Flamberg, le arresto por el asesinato de su madre. Llevadlo a una de las torres, chicos. Supongo que querrán juzgarlo por esto antes de ejecutarlo como el traidor que es.
CAPÍTULO DOS
Angelica estaba delicadamente sentada en el salón de la casa señorial de Ruperto, arreglada con la misma perfección que las flores que había encima de la chimenea, escuchando cómo el príncipe primogénito del reino entraba en pánico mientras intentaba no mostrar nada de su menosprecio.
—¡La maté! —gritaba, abriendo sus brazos en cruz mientras andaba de un lado a otro—. La maté de verdad.
—Grita un poco más, mi príncipe —dijo Angelica, incapaz de evitar que se colara al menos un poco del desprecio que sentía—. Creo que algunos de los del edificio de al lado pueden no haberte oído.
—¡No te rías de mí! —dijo Ruperto, señalándola con el dedo—. Tú… tú me incitaste a esto.
Un débil chorrito de miedo creció en el interior de Angelica al oírlo. No deseaba para nada ser el blanco de la ira de Ruperto.
—Aun así, el que está manchado con la sangre de la Viuda eres tú —dijo Angelica, con un ligero toque de indignación. No por el asesinato; la vieja bruja lo tenía merecido. Era sencillamente repulsión por la falta de elegancia en todo aquello y por la estupidez de su futuro marido.
La expresión de Ruperto mostró ira, pero bajó la vista como si viera por primera vez la sangre que había en su camisa y que la manchaba de un carmesí que hacía juego con su capa. Su expresión volvió a algo parecido al desconsuelo al hacerlo. ¡Qué raro! , pensó Angelica, ¿Era posible que hubieran encontrado a una persona a la que Ruperto realmente se arrepintiera de hacer daño?
—Me matarán por ello —dijo Ruperto—. Maté a mi madre. Caminé por palacio manchado con su sangre. Me vieron.
Probablemente lo vio medio Ashton, dado la manera en la que seguramente había ido por las calles con ella. Lo único que lo salvaba era que durante esa parte del camino iba envuelto con una capa. En cuanto a lo demás… bueno, Angelica se encargaría de ello.
—Quítate la camisa —ordenó.
—¡Tú a mí no me das órdenes! —dijo Ruperto, atacándola verbalmente.
Angelica se mantuvo firme, pero suavizó un poco el tono, para intentar tranquilizar a Ruperto de la manera que evidentemente quería—. Quítate la camisa, Ruperto. Tienes que lavarte.
Lo hizo y también tiró su capa. Angelica le dio unos toques a las manchas de sangre que quedaban con un pañuelo y un cuenco de agua y borró lo que pudo de los restos de la violencia. Tocó una pequeña campana y una camarera entró con ropa limpia y se llevó la vieja.
—Ya está —dijo Angelica mientras Ruperto se vestía—, ¿no te sientes mejor?
Ante su sorpresa, Ruperto negó con la cabeza.