El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos. Margarita Rodríguez
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Los hermanos jesuitas se distinguieron por sus contribuciones a la arquitectura en los pueblos, pero los artesanos guaraníes añadieron sus propios diseños. Entre los dos se dio origen a una especie de arte barroco-guaraní. Un misionero jesuita recién llegado, Antonio de Betschon, de origen suizo, expresó su admiración por esta mezcla de la cultura europea y guaraní al describir como él fue recibido en una de las misiones: «Cuando estábamos ya cerca de la reducción de Santa Cruz, donde residen el P. Sepp, nos salieron al encuentro algunos indios a caballo […]. Luego, por enramados arcos de triunfo, fuimos acompañados hasta la puerta de la iglesia, donde fuimos saludados en alemán, latín, castellano y guaraní por un grupo de niños, monaguillos y cantores de iglesia» (Matthei, 1970, p. 235).
De muchas maneras, los jesuitas llegaron a ser para los indios «héroes culturales»: la frase es de la historiadora Lucía Gálvez. Los jesuitas enseñaron nuevas técnicas de arte, formaron coros, presidieron ritos religiosos artísticamente bien preparados y escribieron libros en las misiones. Los guaraníes nunca habían visto tal combinación de talento en los antiguos chamanes (Gálvez, 1995, pp. 213-238).
4.5. Las milicias guaraníes
Las misiones ofrecieron protección a los guaraníes de los encomenderos y paulistas (o «mamelucos»). Pero los paulistas seguían incursionando en el territorio de las misiones, llevando a los indios a la esclavitud. En respuesta, los jesuitas pidieron autorización al rey para armar a los indios y formar milicias indígenas. En Mainas también había milicias nativas, pero no tuvieron el mismo papel preponderante que en Paraguay. En 1641, por la confluencia de los ríos Mbororé y Uruguay los milicianos guaraníes ensayaron por primera vez sus armas y su nueva disciplina aprendida de algunos jesuitas que habían sido soldados o de soldados españoles, y derrotaron decisivamente a los paulistas (Armani, 1996, p. 86). Los paulistas nunca lograron montar otra invasión grande, aunque volvían en pequeños grupos. En adelante, cada pueblo tenía su propia compañía de milicianos (generalmente entre 100 y 150), que en la vida diaria se dedicaban a la agricultura o a la artesanía en los talleres. En 1679 el rey dio autorización permanente para que los indios llevasen armas. Las milicias tenían sus rangos, sus insignias y uniformes, y realizaban ensayos semanales. También, los domingos y otros días feriados desfilaban delante del pueblo. La importancia de estas milicias se puede juzgar por el hecho de que entre 1644 y 1766 fueron llamadas más de setenta veces para apoyar a las tropas regulares en la defensa de Paraguay (Armani, 1996, p. 113). En un censo del año 1647, de una población de 28 714 en las misiones, un total de 9180 figuran como «guerreros» (p. 111).
Las milicias guaraníes no solo defendían las misiones de los paulistas, sino también de los propios españoles y criollos que buscaban someterles a la encomienda. Entre 1721 y 1723, José de Antequera se convirtió en el dirigente de una rebelión de los comuneros contra la Corona. Antequera, un criollo, derrocó al gobernador en Asunción y asumió el mando. Los criollos se organizaron e invadieron las misiones con el propósito de terminar de una vez por siempre con el sistema misional, pero fueron rechazados y expulsados por un ejército de 6000 milicianos guaraníes. En 1733, otra vez los criollos intentaron invadir las misiones. Esta vez, un ejército de 12 000 guaraníes los empujó fuera y volvieron a Asunción. Finalmente, un nuevo gobernador enviado desde Buenos Aires, Bruno de Zavala, con soldados regulares apoyados por milicianos guaraníes, derrotó al ejército criollo por el río Tebicuary. El poder real se había impuesto sobre los rebeldes, pero a un precio muy grande para los jesuitas y los guaníes: de este momento en adelante los criollos vieron a las misiones como territorio enemigo.
Las milicias guaraníes cumplieron otra función importante más allá de la de proteger a las misiones. También se constituyeron en un espacio (o una «válvula de escape») donde un joven guaraní podía gozar de cierta libertad y ganar prestigio. Con sus uniformes, insignias y banderas, las milicias desfilaron los días domingos y otros días feriados en los pueblos. Con frecuencia, un capitán guaraní se preparaba para la muerte vistiéndose con su uniforme. Fue sobre todo en la milicia donde los guaraníes se sentían dueños de sus propias comunidades. A veces, los superiores jesuitas se quejaban por el hecho de que los propios misioneros estaban demasiados involucrados en asuntos de la guerra. En 1745 había ocho jesuitas encargados de comprar o buscar armas, ropa y alimentos para las milicias (Caraman, 1990, p. 105). También, los misioneros notaron que cuando no había supervisión, los milicianos muy pronto perdían la disciplina necesaria para ser eficaces. Sin embargo, a pesar de estos problemas, no había nada comparable en América Latina a las milicias guaraníes, que constituían la defensa principal para toda una región.
4.6. Prosperidad
La prosperidad económica de las reducciones de Paraguay es un tema muy conocido. Esa prosperidad se debía, en buena medida, al hecho de que la economía fue planificada y los bienes se repartían de una forma equitativa. En este sentido, las misiones de Paraguay no se distinguían sustancialmente de las misiones jesuitas en otras partes de América Latina. En las misiones había dos tipos de propiedad: la común y la familiar. Cada familia tenía su propio huerto para sus necesidades inmediatas. Esta práctica, que se acerca al concepto de la propiedad privada, era de los jesuitas, que buscaban inculcar en los guaraníes un sentido de responsabilidad. Al mismo tiempo, todos los hombres entre los dieciocho y cincuenta años trabajaban dos veces a la semana en las tierras comunales para beneficio de toda la comunidad, especialmente para viudas y huérfanos. Los alimentos se guardaban en almacenes bajo la vigilancia de los misioneros; las mujeres se dedicaron a hilar y producir ropa. Algunas tierras se dedicaron especialmente al cultivo de la hierba mate, que se vendía en Buenos Aires y en Europa, y con las ganancias de esas ventas se pagaban los impuestos de las misiones y se compraban bienes especiales para estas. También se criaban vacas, ovejas y caballos. A diferencia de las misiones en Nueva España, el sistema económico en Paraguay fue bastante integrado. Aunque cada misión debía sostenerse a sí misma, de hecho, algunas misiones se especializaban: algunas en la producción del algodón, otras en la crianza de ciertos animales, y otras en el cultivo de la hierba mate (Popescu, 1967, pp. 141-155). Así, se facilitaba el intercambio entre los pueblos. Si un pueblo experimentaba una escasez, podía recurrir a otro pueblo para ayuda. Hay abundantes testimonios acerca de la prosperidad de las misiones. Antonio Sepp, el jesuita tirolés, declaró: «un pueblo que no tenga de tres a cuatro mil caballos se considera pobre» (Gálvez, 1995, p. 266).
5. La decadencia de las misiones
En 1750 España transfirió siete de las treinta misiones a Portugal. Entre 1754 y 1756, los guaraníes lucharon para defender su territorio, pero finalmente fueron derrotados. En 1759 España se dio cuenta de que había cometido un gran error al entregar estas misiones a los portugueses, porque no había recibido nada a cambio, por lo que desconoció el Tratado de 1750 y recuperó las siete misiones. Sin embargo, debido a la guerra y a los saqueos realizados por los portugueses, las misiones habían caído en la ruina. En 1767 los jesuitas fueron expulsados de la América española y todas las misiones fueron puestas directamente bajo el gobernador de Buenos Aires. Según los estudios de Ernesto Maeder, las misiones decayeron no a causa del supuesto paternalismo de los misioneros, sino principalmente debido a la corrupción y la mala administración de los nuevos administradores nombrados por el gobernador. En cuestión de pocos años ya había signos de descuido: almacenes vacíos, bibliotecas sin libros, casas y edificios sin reparar, etcétera. Muchos guaraníes abandonaron las misiones buscando trabajo en las ciudades. Los que habían aprendido un oficio en las misiones tenían una evidente ventaja. Según Maeder, la población de las misiones en el momento de la expulsión fue de 88 828. Por el año 1803, esa población había descendido a 38 430 (Santos Hernández, 1992, p. 54). El golpe final se dio cuando en 1848 el presidente Carlos López abolió el concepto de «misión» y declaró que todos los indios eran en adelante ciudadanos, iguales a todos los demás. Pero esa «igualdad» significaba que ya no podía existir la propiedad comunal, los guaraníes tenían que pagar impuestos como todos los demás y cumplir el servicio militar. Otras misiones, sobre todo las de