El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos. Margarita Rodríguez
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En la América portuguesa, la ejecución de la orden de expulsión11. se complicaba por las vastas distancias y las distintas propiedades que la Compañía poseía diseminadas por todo el territorio brasileño. A grandes rasgos, el procedimiento a seguir fue muy similar al practicado en la metrópoli desde la promulgación de la carta regia de 19 de enero de 1759, puesto que los jesuitas debían ser concentrados en las principales residencias de cada región, poniéndose al servicio de tal medida el aparato administrativo y militar. Al igual que sucedió en la metrópoli, también se fomentaron las deserciones, sobre todo entre los novicios, un proceso que culminó con el embarque de los regulares, entre 1759 y 176712, que tendrían como destino primero Lisboa y después los Estados pontificios. Los jesuitas de Brasil y Maranhão fueron hospedados en un primer momento en Roma, en el palacio de Sora, cerca del puente de Sant’Angelo, y en el palacio inglés. En 1762, la Compañía compró un palacete en el barrio del Trastevere para dar acomodo a parte de los exiliados, pero a partir de 1768 se produjo una diáspora y los jesuitas se diseminaron por el territorio italiano (Russo & Trigueiros, 2013, pp. 15-16).
3. Los jesuitas españoles y el tratado de límites
Los acontecimientos derivados del tratado de límites también afectaron a los jesuitas españoles, aunque no compartieron de forma inmediata las mismas consecuencias que sus correligionarios portugueses. Si bien Carvalho nunca fue partidario del tratado de límites (Brandão, 1970, p. 7), su política antijesuita saldría reforzada si la monarquía española respaldaba las acusaciones contra la Compañía de Jesús que contenía la Relação abreviada, cuya traducción castellana apareció al mismo tiempo que la original portuguesa.
El embajador portugués en Madrid, Antonio Saldanha, fue el encargado de convencer a Fernando VI y a su gobierno sobre los desórdenes cometidos por los regulares en las misiones, cuyas pruebas estaban contenidas en el opúsculo pombalino. La misión de Saldanha se vio facilitada porque el Secretario de Estado, Ricardo Wall, adscrito a la facción antijesuita por su defensa de la política regalista, estaba al tanto de los asuntos del tratado demarcatorio. Tras la sublevación indígena, se habían dado instrucciones para iniciar una investigación que esclareciese los hechos: el dictamen del gobernador de Buenos Aires, José de Andoanegui, fue que los padres del Paraguay habían instigado la rebelión. Por tanto, a principios de 1756, Wall, convencido de que los jesuitas de Paraguay «habían incurrido en el desagrado Real», procedió a enviar a Pedro de Cevallos como nuevo gobernador de Buenos Aires para sofocar el levantamiento y esclarecer definitivamente la situación (Alarcia, 2012, p. 145). En mayo de 1758, el embajador Saldanha presentó un nuevo plan de portugués para relanzar la puesta en marcha del tratado fronterizo, colapsado desde la guerra guaranítica y por las reticencias del comisario portugués Gomes Freire de Andrade a entregar Sacramento, arguyendo que la evacuación de los siete pueblos no se había completado. A grandes rasgos, la propuesta portuguesa proponía que los indios de las siete reducciones se mantuvieran en ellas, pero lo más llamativo era que conminaba a Fernando VI a sustituir a todos los jesuitas de la dirección espiritual y temporal de las misiones, imitando la ley portuguesa de 175513. Ricardo Wall ajustó las condiciones de Pombal con los intereses españoles en un contraproyecto presentado a Saldanha en junio de 1758, que aceptaba eliminar a los jesuitas de las misiones pero priorizaba el canje de territorios tras la evacuación de las siete misiones y la transmigración de los indios a territorio español antes de llevar a cabo la sustitución de los jesuitas por párrocos seculares14.
No obstante, el ministerio portugués nunca contestó a la propuesta, una postura dilatoria que favorecieron la muerte de la reina española, Bárbara de Braganza, el atentado a D. José I y la enfermedad de Fernando VI que desembocó en su muerte en agosto de 1759. Estos eventos propiciaron que los asuntos de Estado más importantes quedasen relegados hasta la llegada de Carlos III a la Corte en diciembre de 1759. Una vez reiniciadas las negociaciones en abril de 1760 por parte española, la decisión de expulsar a los jesuitas de las misiones españolas fue descartada, pues su ejecución retardaría la aplicación del acuerdo fronterizo. Además, a Madrid ya había llegado el informe del gobernador Cevallos sobre el proceso incoado para dilucidar la intervención de los jesuitas en la guerra guaranítica, cuyo dictamen exoneraba a los regulares del cargo de instigadores (Kratz, 1954, p. 209).
La tibia postura española en relación a los jesuitas, refrendada incluso con el cambio en el trono español, no cumplía las expectativas del conde de Oeiras, cuya respuesta fue mantener un prolongado silencio, hasta que Carlos III, exasperado por la conducta dilatoria portuguesa, el desarrollo de la Guerra de los Siete Años y la inutilidad del tratado, determinó su anulación en septiembre de 1760, refrendada por ambas monarquías en el Tratado de El Pardo, firmado el 12 de febrero de 1762 (García Arenas, 2013c, pp. 290-297).
4. El proceso de expulsión de los jesuitas españoles
Si bien la anulación del tratado de límites podía significar una victoria para los intereses de los jesuitas y una nueva coyuntura favorable bajo el nuevo reinado de Carlos III, lo cierto fue que la corriente antijesuita iba cobrando cada vez más fuerza en amplios círculos integrados por ministros, funcionarios, nobles, eclesiásticos y eruditos. Además, tras el relevo de Ricardo Wall en 1763, los cargos más relevantes de la corona española fueron ocupados gradualmente por sujetos contrarios a la Compañía de Jesús y defensores de la corriente regalista (Alcaraz Gómez, 1995, p. 711).
El principio del fin de los jesuitas españoles fue el estallido del Motín de Esquilache, el 23 de marzo de 1766. Para dilucidar cómo se llevó a cabo la gestación del estallido popular, sus inductores y los sujetos que participaron en la revuelta, Carlos III designó al conde de Aranda como nuevo presidente del Consejo de Castilla, y las investigaciones fueron efectuadas por el fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes, cuyos resultados fueron reunidos en la llamada «pesquisa secreta», que inculpaba a los jesuitas como instigadores de los motines. Una vez examinadas las pruebas aportadas por la investigación secreta, el fiscal elaboró su dictamen fiscal, presentado el 31 de diciembre de 1766 al Consejo Extraordinario.
Las acusaciones contra las misiones de los jesuitas españoles fueron muy graves. En primer lugar, se puso el acento en el tesoro de los jesuitas, una Orden dedicada a una intensa acumulación de riquezas, conseguida con «mil artificios» y «rapiñas» y cuyos filones más importantes estaban en las misiones americanas, pues allí «el decantado celo de las misiones se esmera más en acumular los bienes temporales que en inspirar la fidelidad y la religión» (Rodríguez de Campomanes, 1977, p. 23). Por tanto, el fiscal fue desgranando el poder económico que los jesuitas acumulaban en las misiones. En la provincia jesuítica de Nueva España, el fiscal apuntaba que una de las razones de las exorbitantes rentas radicaba en que la Compañía, para sufragar las misiones de California, había conseguido recaudar impuestos en la península, tanto en el reino de Castilla como en el antiguo reino de Valencia. A estas rentas se sumaba el «sínodo», un pago que la Real Hacienda abonaba a los misioneros en virtud de su trabajo evangelizador para la Corona. La disposición de un continuado caudal de capitales había permitido a los jesuitas novohispanos crear y mantener una flota comercial que operaba «entre la costa