El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos. Margarita Rodríguez

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El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos - Margarita  Rodríguez

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con la expulsión de los jesuitas era la defensa del reino y de los territorios ultramarinos10. De hecho, en la ley de extrañamiento, el rey D. José I declaraba que los regulares estaban «corrompidos, deploravelmente alienados do seu Santo Instituto, e manifestamente indispostos com tantos, tão inveterados e tão incorrigíveis vícios, [...] notórios rebeldes, traidores, adversários e agressores, que têm sido e são actualmente, contra a minha Real pessoa e Estados, contra a paz pública dos meus reinos e domínios, e contra o bem comum dos meus fiéis vassalos». La suerte de los jesuitas estaba decidida y el destino de los desterrados fueron los Estados pontificios, carentes de cualquier tipo de manutención económica por parte de la monarquía portuguesa, pues los jesuitas como «desnaturalizados, proscritos e exterminados», habían dejado de ser vasallos del rey Fidelísimo. No obstante, hay que señalar que los jesuitas que habían sido confesores de la familia, los que ostentaron cargos importantes, todos los extranjeros y muchos de los procedentes de ultramar fueron confinados en presidios portugueses.

      3. Los jesuitas españoles y el tratado de límites

      Los acontecimientos derivados del tratado de límites también afectaron a los jesuitas españoles, aunque no compartieron de forma inmediata las mismas consecuencias que sus correligionarios portugueses. Si bien Carvalho nunca fue partidario del tratado de límites (Brandão, 1970, p. 7), su política antijesuita saldría reforzada si la monarquía española respaldaba las acusaciones contra la Compañía de Jesús que contenía la Relação abreviada, cuya traducción castellana apareció al mismo tiempo que la original portuguesa.

      No obstante, el ministerio portugués nunca contestó a la propuesta, una postura dilatoria que favorecieron la muerte de la reina española, Bárbara de Braganza, el atentado a D. José I y la enfermedad de Fernando VI que desembocó en su muerte en agosto de 1759. Estos eventos propiciaron que los asuntos de Estado más importantes quedasen relegados hasta la llegada de Carlos III a la Corte en diciembre de 1759. Una vez reiniciadas las negociaciones en abril de 1760 por parte española, la decisión de expulsar a los jesuitas de las misiones españolas fue descartada, pues su ejecución retardaría la aplicación del acuerdo fronterizo. Además, a Madrid ya había llegado el informe del gobernador Cevallos sobre el proceso incoado para dilucidar la intervención de los jesuitas en la guerra guaranítica, cuyo dictamen exoneraba a los regulares del cargo de instigadores (Kratz, 1954, p. 209).

      La tibia postura española en relación a los jesuitas, refrendada incluso con el cambio en el trono español, no cumplía las expectativas del conde de Oeiras, cuya respuesta fue mantener un prolongado silencio, hasta que Carlos III, exasperado por la conducta dilatoria portuguesa, el desarrollo de la Guerra de los Siete Años y la inutilidad del tratado, determinó su anulación en septiembre de 1760, refrendada por ambas monarquías en el Tratado de El Pardo, firmado el 12 de febrero de 1762 (García Arenas, 2013c, pp. 290-297).

      4. El proceso de expulsión de los jesuitas españoles

      Si bien la anulación del tratado de límites podía significar una victoria para los intereses de los jesuitas y una nueva coyuntura favorable bajo el nuevo reinado de Carlos III, lo cierto fue que la corriente antijesuita iba cobrando cada vez más fuerza en amplios círculos integrados por ministros, funcionarios, nobles, eclesiásticos y eruditos. Además, tras el relevo de Ricardo Wall en 1763, los cargos más relevantes de la corona española fueron ocupados gradualmente por sujetos contrarios a la Compañía de Jesús y defensores de la corriente regalista (Alcaraz Gómez, 1995, p. 711).

      El principio del fin de los jesuitas españoles fue el estallido del Motín de Esquilache, el 23 de marzo de 1766. Para dilucidar cómo se llevó a cabo la gestación del estallido popular, sus inductores y los sujetos que participaron en la revuelta, Carlos III designó al conde de Aranda como nuevo presidente del Consejo de Castilla, y las investigaciones fueron efectuadas por el fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes, cuyos resultados fueron reunidos en la llamada «pesquisa secreta», que inculpaba a los jesuitas como instigadores de los motines. Una vez examinadas las pruebas aportadas por la investigación secreta, el fiscal elaboró su dictamen fiscal, presentado el 31 de diciembre de 1766 al Consejo Extraordinario.

      Las acusaciones contra las misiones de los jesuitas españoles fueron muy graves. En primer lugar, se puso el acento en el tesoro de los jesuitas, una Orden dedicada a una intensa acumulación de riquezas, conseguida con «mil artificios» y «rapiñas» y cuyos filones más importantes estaban en las misiones americanas, pues allí «el decantado celo de las misiones se esmera más en acumular los bienes temporales que en inspirar la fidelidad y la religión» (Rodríguez de Campomanes, 1977, p. 23). Por tanto, el fiscal fue desgranando el poder económico que los jesuitas acumulaban en las misiones. En la provincia jesuítica de Nueva España, el fiscal apuntaba que una de las razones de las exorbitantes rentas radicaba en que la Compañía, para sufragar las misiones de California, había conseguido recaudar impuestos en la península, tanto en el reino de Castilla como en el antiguo reino de Valencia. A estas rentas se sumaba el «sínodo», un pago que la Real Hacienda abonaba a los misioneros en virtud de su trabajo evangelizador para la Corona. La disposición de un continuado caudal de capitales había permitido a los jesuitas novohispanos crear y mantener una flota comercial que operaba «entre la costa

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