Los dioses de cada hombre. Jean Shinoda Bolen
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La identificación con el agresor
Desde una perspectiva psicológica, el problema no es que el padre tenga autoridad y la ejercite. Los niños adquieren confianza y seguridad cuando hay una autoridad que establece límites apropiados y firmes. Pero las necesidades de firmeza del niño no se ven satisfechas si, bajo el disfraz de la autoridad paternal, el padre está expresando sus celos de ser sustituido emocionalmente o está reaccionando a su necesidad de demostrarle a su hijo quién es el que manda.
El padre está representando, pues, el papel de un enfurecido y distante padre celestial, que ve a su hijo como una amenaza para su posición. Dado que su rabia es irracional, el hijo inicialmente se siente confundido y herido. Esta situación se transforma en un resentimiento mutuo y un distanciamiento; paradójicamente también ayuda a que el hijo se comporte como el padre cuando sea mayor.
En el plano fisiológico, esta paradoja surge porque el hijo se “identifica con el agresor” en lugar de hacerlo con la víctima que en realidad es. Llega a rechazar las cualidades que él posee, que son las que provocaron la ira de su padre, aunque éstas no fueran malas.
Aunque a un hijo pueda desagradarle su padre que le critica, le amedrenta y descarga su ira sobre él, lo que sucede es que acaba odiando todavía más ese sentimiento de debilidad, incompetencia, temor, impotencia y humillación. Llega a odiar su propia vulnerabilidad por ser el blanco de la crítica punitiva y de la ira de su padre. Lo mal que se ha sentido y la idea de “maldad” se mezclan, confusión que la cultura patriarcal refuerza equiparando la conciencia de la vulnerabilidad a la debilidad, la cobardía y el no “tener agallas”. El amor hacia las cosas bellas, la sensualidad y la espontaneidad emocional son igualmente rasgos no masculinos que se han de ocultar o enterrar tan profundamente que nadie pueda percibirlos.
Los muchachos y los hombres han aprendido que demostrar compasión hacia una víctima puede ser peligroso en un patriarcado, que se arriesgan a la pérdida de su propia posición ventajosa. El riesgo es especialmente elevado cuando un grupo de hombres ejerce poder sobre otros y atormentan, golpean o incluso violan a una persona más débil o hacen daño a un animal. En mi práctica como terapeuta un hombre recordó las burlas y el ridículo al que tuvo que hacer frente cuando era pequeño al objetar y detener la tortura a la que un grupo de niños estaba sometiendo a un gatito. El precio que tuvo que pagar por su acción fue que siempre se metieran con él.
Otros me han hablado de su sentido de culpa y vergüenza por faltarles el valor para hablar e intervenir. Dicen: «no moví un dedo», y de ese modo dieron su consentimiento tácito a lo que un grupo de hombres del que ellos formaban parte hicieron a una mujer, a un homosexual, a un judío, a un asiático, mejicano o negro. Estos hombres procedían de familias en las que no habían sido victimizados y por lo tanto no se identificaban con el agresor de la misma manera que un muchacho que ha recibido malos tratos podría hacerlo más tarde. Sin embargo participaron en lo que estaba sucediendo, que es lo que según parece suelen hacer los hombres cuando están en grupo.
Cuando un muchacho que ha sufrido intimidaciones se hace mayor y adquiere poder, y se encuentra en la posición de ser capaz de hacerle lo mismo a alguien que sea más pequeño y menos fuerte, por lo general lo hace (por suerte hay excepciones). Las pruebas iniciáticas para entrar en una fraternidad de estudiantes, con sus azotes y otras cosas peores, y el agotador ritmo al que están sometidos los médicos residentes*** en los Estados Unidos, dura prueba a la que han de sobrevivir, y el modo como son tratados los “plebeyos”**** en la academia militar de West Point son iniciaciones hostiles perpetradas a la nueva generación por parte de la anterior que ya ha sufrido los mismos abusos.
El lema para justificar estos ritos de iniciación suele ser: «lo que me han hecho a mí, ahora yo te lo hago a ti», lo cual indica una clara identificación con el agresor. Las pruebas iniciáticas de fraternidad repiten la experiencia que muchos hombres tuvieron como hermanos pequeños en manos de sus furiosos hermanos mayores. El hermano pequeño es el receptor de la hostilidad y se encuentra en la misma relación de víctima predilecta de su hermano mayor, como éste lo fue para su padre. Esta repetición subyacente del patrón «lo que me han hecho a mí, ahora yo te lo hago a ti» no suele ser consciente, sino que actúa de forma automática.
La identificación con otros hombres
Es notable el hecho de que haya algún hombre que llegue a amar y a confiar en otro, en una cultura que propicia el distancia-miento y la competitividad entre los hombres. Tal como indican los informes sobre el estado psicológico de los hombres, la mayoría no se encuentra en ese caso.
Hay excepciones, momentos en que los hombres están verdaderamente unidos, generalmente cuando “están en el mismo barco” y la subcultura privada en la que viven temporalmente es igualitaria en lugar de ser patriarcal y compuesta sólo de hombres. Por algunos hombres, que ahora son profesionales con carrera, oigo hablar de una era dorada de compañeros de la infancia vinculada a haberse educado en barrios de clase trabajadora, a haber pasado veranos en los que nadie se marchaba de vacaciones y el grupo de amigos podía estar junto prácticamente en cualquier momento de vigilia. Eso era antes de que las chicas fueran importantes para ellos y antes de que fueran divididos en ganadores y perdedores. Más tarde, tuvieron que seguir caminos distintos, pero esta experiencia sentó la base para buscar la amistad con otros hombres. De igual modo, los hombres de clase alta que en la adolescencia partieron de sus hogares para estudiar en escuelas privadas, a veces hablan de haber formado parte de un grupo de amigos muy unido, a través del cual desarrollaron la capacidad de la amistad que se ha mantenido durante el resto de sus vidas. Los hombres que se alistan en el ejército y que llegan a depender el uno del otro en el campo de batalla también hablan de haber forjado estrechos vínculos con sus compañeros.
Aunque todas estas situaciones difieran, los muchachos o los hombres sentían que “estamos juntos en esto”. Compartieron situaciones y sus semejanzas les ayudaron a identificarse los unos con los otros. Se encontraban en una situación de “hermano igual” que por el momento disolvía la invisible, divisiva y jerárquica influencia del patriarcado, que suele separar y aislar a los hombres.
Luke Skywalker y “su destino”
Justo antes del momento álgido de El retorno del Jedi, la tercera entrega de La guerra de las galaxias, Darth Vader mantiene una significativa conversación con su amo, el emperador, que le dice: «el joven Skywalker será uno de los nuestros». Y en la lucha a vida o muerte entre Luke Skywalker y Darth Vader, Luke está tentado a responder con miedo y odio, y caer en rendirse a la mortífera ira –y, con ello, identificarse con el agresor–, lo cual, tal como le dice el emperador, es “inevitablemente tu destino”.10
Luke Skywalker no se hace ilusiones respecto al emperador ni a la Estrella de la Muerte. No quiere formar parte de un imperio que busca conseguir el poder sobre todos los demás, reprimir la libertad y exigir una obediencia ciega –que son valores exagerados del patriarcado– aun cuando se le ha prometido un puesto de mando.
Puesto que no le seduce la promesa de poder, ni le vence el temor de ser un estúpido y de que se encuentra en una situación sin salida, Luke puede resistirse a su “inevitable destino”. Por consiguiente, no cede ni se convierte en un hombre sin sentimientos que da y recibe órdenes, como su padre. No canjea el amor por el poder, ni la lealtad a los demás por una posición segura, ni renuncia a su propia creencia en un tipo de sistema