Los dioses de cada hombre. Jean Shinoda Bolen

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Los dioses de cada hombre - Jean Shinoda  Bolen Psicología

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si se trata de un niño, y la ira contra su esposa, que le ha “abandonado” por un bebé, son sentimientos que quizás ni tan siquiera lleguen a alcanzar el plano consciente. Cuando en la terapia se desvelan estos sentimientos de cólera, por lo general suelen encubrir miedos aún más profundos al abandono y a sentirse insignificante.

      Puede entonces que un padre inflija castigo corporal, verbal o ridiculice a sus hijos varones, en nombre de la disciplina o de “ayudar a que los niños se hagan hombres”. Puede que busque la lucha en todos los juegos para pegar a su hijo. Esos juegos que empiezan con risas y acaban siempre con un niño llorando, que además es humillado por llorar. El niño de cuatro a seis años que dice: «no quiero que papá vuelva a casa», puede tener verdadero miedo a la competitividad y la ira de su padre, y no estar sólo verificando la teoría de Edipo.

      El hijo que puede llegar a sustituir a su padre en el afecto de su madre y cosechar el fruto de los celos paternos, llegará a tener poder como adulto a medida que el poder de su padre se vaya reduciendo. Al igual que la mitología de los dioses padre celestiales griegos, a menos que su hijo sea anulado de alguna manera, algún día éste se encontrará en una posición que pueda desafiar el poder de su padre y derrotar su autoridad.

      Las doctrinas del pecado original y la insistencia del psicoanálisis en que todos los hijos quieren matar a sus padres y casarse con sus madres, son teorías que justifican la hostilidad que los padres celestiales resentidos demuestran con sus hijos. La “necesidad de” disciplina se ve apoyada por refranes como “quien bien te quiera te hará llorar”.

      Los hijos se vuelven primero desconfiados, luego temerosos, después hostiles hacia los padres que los ven como malos o malcriados desde que son unos bebés y les tratan como tales. Sin embargo, esto no sucede así cuando el padre da de comer a su hijo, juega con él, le hace de mentor y supone un modelo positivo para él. Entonces el hijo puede incluso sentirse más próximo a su padre que a su madre, o unas veces preferir estar con la madre y otras con el padre.

      En muchas ocasiones un niño tiene un padre celestial distante no agresivo, sino que tan sólo está ausente sentimental y físicamente. Esta experiencia paterna es bastante común entre mis pacientes masculinos, que me hablan de infancias en las que el hijo anhelaba la atención y aprobación de su distante padre (más que ser hostil como implica la teoría de Edipo). En sus infancias, estos hijos no tuvieron a sus padres que tanto habían idealizado.

      Mientras un hijo espere que su padre le preste atención y lo reivindique como suyo, los sentimientos predominantes serán el anhelo y la tristeza. La ira hacia el padre llega después, cuando el hijo abandona sus esperanzas y expectativas de ser acogido por su padre; cuando abandona el deseo de que su padre le ame. El enojo también puede surgir de la desilusión, si el padre distante resulta no estar a la altura de su idealización.

      La relación entre los padres celestiales emocionalmente distantes de sus hijos adolescentes y adultos, suele adoptar una cualidad de rutina o incluso ritualista. Cuando padre e hijo están juntos, tienen una conversación predecible, una serie de preguntas y respuestas en las que ninguna de ellas delata algo verdaderamente personal, quizás empezando por un “¿cómo te va?”. Vista psicológicamente, semejante relación entre un padre celestial y su hijo adopta la forma de un distanciamiento aparentemente confortable. Sin embargo, la decepción puede hallarse justo debajo de la superficie.

      También puede surgir la hostilidad directa cuando el hijo siente que lo único que significa para su padre es una extensión de su orgullo. Cuando el hijo percibe que su padre no se preocupa de él como persona y, sin embargo, alardea de sus logros, el distancia-miento aumenta. Los hijos atléticos son especialmente susceptibles de sentirse utilizados de este modo.

      Bruce Ogilvie, psicólogo y autor de Problem Athletes, que fue el primer experto en el campo de la psicología de los deportes, describe a un joven que fue a verle, que había sido un excelente catcher y un número uno en potencia que probó suerte en las ligas profesionales, y cuya actuación se vio frustrada cuando fue examinado por los principales entrenadores de la liga.

      Había salido a recoger, para mostrar sus habilidades a los entrenadores, cuando de pronto dejó escapar diez pelotas seguidas o más. Yo dije: «Un momento, quiero que revivas toda la experiencia conmigo…», así que prosiguió, describiendo cada pelota que paraba con éxito, hasta que me dijo: «¡Jesús, si es ese hijo de perra! ¡Ahí está mi padre, fisgando en las gradas de la derecha!». Su padre nunca se había relacionado con él salvo en lo que respectaba a su rendimiento en el deporte. Cuando hubimos terminado de revivir la situación pudo ver que si alcanzaba sus ambiciones también habría satisfecho las necesidades de su padre, y eso él no podía soportarlo. Podría explicar miles de historias similares. Tengo una historia de padre para cada una de las ciudades americanas.6

      A este atleta en particular le importaba que su actuación fuera lo único que le interesaba de él a su padre y no podía soportar la idea de satisfacer las ambiciones o la necesidad de gloria reflejada de su padre. Éste es el papel que los hijos, especialmente los primeros, han de desempeñar y la razón por la que son tan valiosos cuando nacen (más que las hijas). El orgulloso padre, repartiendo puros, anuncia que ahora tiene un “hijo y un heredero”, que se espera que lleve su nombre (y sus ambiciones) y que, por el mero hecho de haber nacido varón, pruebe la masculinidad de su padre. El mero nacimiento de un varón en un patriarcado satisface la necesidad del padre de tener un hijo. Luego viene la necesidad de que ese hijo cumpla con lo que su padre espera de él, en lugar de que éste venga al mundo con sus dones y talentos particulares, con sus necesidades emocionales, con sus defectos y rasgos de la personalidad, y posiblemente incluso con un propósito personal que cumplir.

       El sacrificio de los hijos

      Además de la mitología griega, que con pequeños cambios se transformó en mitología romana, el Antiguo y el Nuevo Testamento son las principales fuentes de la historia familiar en la civilización occidental. Existen muchos paralelismos entre ambos. Los indoeuropeos que invadieron la península griega y los israelitas, que procedían de Egipto en dirección hacia su tierra prometida, llegaron ambos como invasores e inmigrantes a una zona que ya estaba poblada y en donde lo normal era la adoración a la diosa. Ambos pueblos invasores tenían dioses padre celestiales, con cualidades guerreras, que gobernaban desde arriba y se comunicaban desde las montañas. Y en ambos hay una evolución en la figura del dios celestial, un cambio desde ser menos hostil con sus hijos a ser más paternal. En la mitología griega el cambio tuvo lugar a través de una serie de dioses padre celestiales, con Zeus como figura central. Aunque el dios de la Biblia es considerado como una sola entidad, recibe varios nombres: Yahveh y Elohim en el lenguaje original del Antiguo Testamento. Con el paso del tiempo, el dios celestial bíblico cambió y se volvió menos punitivo y más colaborador con sus “hijos” humanos.

      Contempladas como historias familiares y vistas desde una perspectiva psicológica, los paralelismos continúan. Los temas griegos del padre celestial que se siente amenazado por el nacimiento o el crecimiento de sus hijos, su intento de engullirlos o de mantenerlos controlados dentro de sus límites y la hostilidad hacia ellos también están presentes en la Biblia, aunque disfrazados bajo aspectos de obediencia y sacrificio.

      Para cumplir la voluntad del dios celestial se ha de sacrificar a los hijos. Así Yahveh probó a Abraham ordenándole que ofreciera a su único hijo Isaac, a quien tanto amaba, para que lo ofreciera en holocausto sobre una montaña. El hecho de que estuviera dispuesto a matar a su hijo significaba que había pasado la prueba. (Así mismo, Agamenón, cuando dirigió a los guerreros griegos contra Troya, descubrió que sus barcos estaban inmóviles en un mar de calma chicha en Áulide. Para conseguir Buenos vientos tenía que sacrificar a su hija Ifigenia, a lo cual tuvo que acceder.)

      Aunque los niños contemporáneos no se sacrifican literalmente en el altar, para que sus padres puedan pasar sus pruebas

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