Los dioses de cada hombre. Jean Shinoda Bolen

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Los dioses de cada hombre - Jean Shinoda  Bolen Psicología

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vidas de sus hijos, emocional y con frecuencia también físicamente. Sacrifican la posibilidad de estar cerca de sus hijos, de sus trabajos, de sus funciones. Y también sacrifican a su propio “niño interior”, esa parte juguetona, espontánea, confiada y emotiva de ellos mismos.

      La cultura patriarcal es hostil con la inocencia, menosprecia las cualidades infantiles y recompensa a los hombres por su habilidad de ser como Abraham, Agamenón y Darth Vader, que anteponen la obediencia a una autoridad superior y la ambición (o la obediencia a un dios exigente) por encima del amor y la preocupación por un hijo.

       Isaac: el sacrificio del hijo

      Al patriarca del Antiguo Testamento, Abraham, se le mandó que fuera a la tierra de Moriá y allí, en un monte, debía sacrificar a su hijo Isaac en una hoguera para ofrecérselo a Dios. Pienso en el joven Isaac e imagino que estaría encantado de acompañar a su padre en ese viaje, ignorando su propósito. A los tres días llegaron a su destino. Allí Isaac recogió leña gustoso y ayudaba a Abraham a preparar el altar cuando, perplejo, le preguntó: «Mira, ya está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?». A lo cual su padre respondió: «Dios proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío».7

      Imagino que Isaac aceptó esta respuesta y se preguntaba cómo y cuándo se materializaría el cordero. ¿Cuándo, me preguntó yo, se daría cuenta el muchacho de que su padre iba a sacrificarle a él? ¿Fue cuando Abraham le ató? ¿Fue cuando postró a Isaac sobre el altar, sobre la leña? ¿O fue sólo cuando Abraham tomó el cuchillo para degollarle? Puedo imaginar que cuando intuyó que era él quien iba a ser sacrificado, no se lo podía creer, tuvo miedo y se sintió traicionado. Quizás Abraham le explicó que estaba obedeciendo a un dios que exigía la muerte de su único hijo; eso habría ayudado a Abraham a justificar lo que estaba a punto de hacer, pero dudo que eso hubiera reconfortado a Isaac. Lo único que sabía era que con su padre no estaba seguro; éste estaba a punto de matarle.

      Entonces el Señor llamó a Abraham y le dijo: «¡Abraham, Abraham! No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; pues ya veo que temes a Dios, pues no me rehusaste tu hijo, tu único hijo».8 Y entonces Abraham miró hacia el cielo y vio un carnero, trabado en una mata por sus cuernos y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo.

      Abraham fue entonces bendecido por Dios, porque estaba dispuesto a matar a su hijo: «Por cuanto has hecho esto y no me has rehusado a tu hijo, tu único hijo; te llenaré de bendiciones, y multiplicaré abundosamente tu descendencia como las estrellas del cielo y la arena que hay en la orilla del mar».9

       Ifigenia: el sacrificio de la hija

      Otra historia de éxito que depende de la voluntad del padre de sacrificar a sus vástagos es la que se narra en la Ilíada. Esta vez el padre era el rey Agamenón, comandante en jefe de los ejércitos griegos en la guerra de Troya. Agrupó un ejército, se preparó para zarpar con una inmensa flota hacia Troya. Pero no había buenos vientos y, con los barcos parados, los hombres se iban poniendo nerviosos. La gloria, el botín y el poder que serían suyos si sus tropas conquistaban Troya, se perderían a menos que hubiera vientos.

      Agamenón consultó a un vidente, que le dijo que si sacrificaba a su hermosa e inocente hija Ifigenia, los vientos soplarían de nuevo y su flota podría partir hacia Troya.

      Agamenón, entonces, mandó un mensaje a su esposa dicién-dole que le mandara a Ifigenia, para casarla con Aquiles, hijo del rey Peleo y de la diosa del mar Tetis, y el más venerado de todos los héroes griegos. Pueden imaginarse el entusiasmo al oír las noticias de esta unión y cómo se desplazó la joven virgen hasta el campamento de su padre, con su equipaje cargado de hermosos vestidos y objetos, con su mente llena de pensamientos acerca de su supuesto prometido, mientras imaginaba el día de su boda.

      ¿En qué momento se dio cuenta Ifigenia de que algo no iba bien? ¿Cuánto tiempo le hizo creer su padre que iba a casarse? ¿Cuándo se enteró de que la había hecho venir para sacrificarla? ¿Llevaba ya puesto su traje de novia? ¿Se dirigió hacia el lugar donde iba a ser sacrificada creyendo que era el lugar donde se iba a realizar la ceremonia nupcial? En algún momento debió darse cuenta de que su padre la había engañado y de que la muerte la estaba esperando. Cuando se enteró de lo que le iba a pasar, se debió haber sentido traicionada, abandonada y atemorizada.

      Agamenón la ofreció en sacrificio y los vientos regresaron, su flota zarpó hacia Troya para librar una lucha que duraría diez años. En otra versión de la historia, Ifigenia fue salvada por la diosa Artemisa, que en el último momento la subtituyó por una cierva.

      Agamenón fue, pues, otro padre recompensado por su voluntad de sacrificar a su hija. Si lo observamos bajo el prisma psicológico, el padre que viola la confianza de una hija y acaba con su inocencia, destruye esa misma parte dentro de sí mismo. Simbólicamente, la hija puede representar el ánima de su padre (término descriptivo de Jung para el aspecto femenino de un hombre); al igual que puede hacerlo su esposa, que representa su otra mitad (a la que coloquialmente se hace referencia como su “mejor mitad”), a la que en estas historias no se consulta o es engañada y carece de poder para defender a su hijo o hija.

      Dudo que Abraham le dijera a Sara que se despidiera para siempre de su hijo Isaac, cuando partían hacia Moriá. Dudo que Abraham le dijera que pensaba obedecer a Dios y sacrificar a Isaac en un holocausto. De haber sabido su madre lo que iba a pasar, suponemos que habría intentado detenerle. Si ella hubiera tenido el poder de evitarlo, Isaac se habría quedado en casa. Lo mismo habría sucedido con Ifigenia si su madre hubiera sabido lo que pretendía Agamenón cuando mandó llamar a su hija a Áulide bajo falsas excusas.

      Para ser un soldado o un comandante en jefe despiadado o incluso un ejecutivo moderno o un empresario, un hombre (o una mujer, que ahora también puede desempeñar ese papel) generalmente ha de estar dispuesto a matar o a reprimir sus sentimientos más tiernos, a anteponer su búsqueda de aprobación o de éxito en el mundo a sus vínculos familiares. En el campamento militar o en el equivalente contemporáneo del mundo comercial no hay lugar para la vulnerabilidad, la ternura y la inocencia. Tampoco hay lugar para la empatía ni la compasión por los enemigos, en un entorno de “mata o te matarán” o para competidores y rivales en los que uno gana y el otro pierde. Estos atributos son vistos como debilidades que se han de sacrificar.

      Los mitos que narran las historias de los hombres que estuvieron dispuestos a acabar con sus hijos y cómo fueron recompensados, son comentarios muy significativos. Nos hablan de lo que se valora en una cultura patriarcal: has de obedecer a la autoridad y has de hacer lo que necesitas para conservar la autoridad que ya tienes.

      Este sistema de valores tiene consecuencias negativas directas en la relación entre padres e hijos. Los padres autoritarios reaccionan con ira ante lo que perciben como insubordinación y desobediencia, castigando a sus hijos (e hijas) por no hacer, por la causa que sea, lo que ellos les han dicho o lo que ellos esperaban.

      La necesidad de mantener una postura de autoridad contribuye en el “peor de los casos” a situaciones de padres agresivos. Un hombre puede entonces enfurecerse con un bebé que no deja de llorar o con un niño de dos años que aún se encuentra en una etapa de desarrollo muy incipiente, y percibirlo como un insubordinado o que se está riendo de su autoridad (y no es por casualidad que este hecho también le haga sentir su propia impotencia para controlar lo que sucede). Esta reacción se considera paranoica. El padre no ve a su propio hijo como un niño que está manifestándose tal como es, que está haciendo lo que hacen los bebés y los niños de esa edad, sino que reacciona a lo que está percibiendo y abusa del niño.

      Lo más frecuente es que el niño incite la cólera de un padre autoritario cuando se hace mayor. Puede que no haga lo que se le ha dicho, cuestionarse las

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