LA RANA VIAJERA. Julio Camba
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Yo quiero puntualizar:
–Digamos a las cinco.
–¿A las cinco? Muy bien. A las cinco… Es decir, de cinco a cinco y media… Uno no es un tren, ¡qué diablo! Supóngase usted que me rompo una pierna…
–Pues citémonos para las cinco y media—propongo yo.
Entonces, a mi amigo se le ocurre una idea genial.
–¿Por qué no citarnos a la hora del aperitivo?—sugiere.
Hay una nueva discusión para fijar en términos de reloj la hora del aperitivo. Por último, quedamos en reunirnos de siete a ocho. Al día siguiente dan las ocho, y claro está, mi amigo no comparece. Llega a las ocho y media echando el bofe, y el camarero le dice que yo me he marchado.
–No hay derecho—exclama días después al encontrarme en la calle—. Me hace usted fijar una hora, me hace usted correr, y resulta que no me aguarda usted ni diez minutos. A las ocho y media en punto yo estaba en el café.
Y lo más curioso es que la indignación de mi amigo es auténtica. Eso de que dos hombres que se citan a las ocho tengan que reunirse a las ocho, le parece algo completamente absurdo.
Lo lógico, para él, es que se vean media hora, tres cuartos de hora o una hora después.
–Pero fíjese usted bien—le digo—. Una cita es una cosa que tiene que estar tan limitada en el tiempo como en el espacio. ¿Qué diría usted si habiéndose citado conmigo en Puerta del Sol, se enterase de que yo había acudido a la cita en los Cuatro Caminos? Pues eso digo yo de usted cuando, habiéndonos citado a las ocho, veo que usted comparece a las ocho y media. De despreciar el tiempo, desprecie usted también el espacio. Y de respetar el espacio, ¿por qué no guardarle también al tiempo un poco de consideración?
–Pero con esa precisión, con esa exactitud, la vida sería imposible—opina mi amigo.
¿Cómo explicarle que esa exactitud y esa precisión sirven, al contrario, para simplificar la vida? ¿Cómo convencerle de que, acudiendo puntualmente a las citas, se ahorra mucho tiempo para invertirlo en lo que se quiera?
Imposible. El español no acude puntualmente a las citas, no porque considere que el tiempo es una cosa preciosa, sino, al contrario, porque el tiempo no tiene importancia para nadie en España. No somos superiores, somos inferiores al tiempo. No estamos por encima, sino por debajo, de la puntualidad.
VI
LA MUJER, PAÍS EXÓTICO
En España hay conversaciones de hombres y conversaciones de mujeres. Los asuntos de iglesia, por ejemplo, son asuntos de mujeres. No es que el español odie la iglesia. Al contrario. Cuando se casa busca una mujer de sentimientos religiosos. Le parece que la mujer debe tener sentimientos religiosos, así como debe tener también ojos bonitos. Los sentimientos religiosos son sentimientos de mujer. Sin ellos, la mujer no sería verdaderamente femenina. Con que la mujer tenga sentimientos religiosos para su propio adorno y para la dignidad del hogar, el marido ya está satisfecho, y se va tranquilamente al café, al teatro de variétés y hasta a un casino republicano…
La política, en cambio, es cosa de hombres. La mujer que habla de política en un círculo de hombres pasa por un marimacho, y al hombre que habla de política delante de una mujer se le considera poco menos que como si le hubiera hablado de política al jilguero. Positivamente, la política española es bastante aburrida. Con esto, sin embargo, de considerarla un tema para hombres solos, lo será cada vez más. Los mismos articulistas políticos tendrían que adoptar un estilo algo más ameno el día en que nuestra política pudiera comentarse en presencia de señoras.
Pero de las conversaciones de hombres, la más corriente es la que versa acerca de las mujeres. En otras partes, apenas si los hombres hablan de mujeres. La presencia constante de mujeres se lo impide. Ante ellas el tema resulta inútil e impracticable. ¿Para qué se va a hablar de mujeres? Mejor es hablar con ellas.
Los españoles, en cambio, hablan de mujeres como pudieran hablar de viajes:
–Yo he conocido una mujer una vez…
Y viene una descripción que recuerda las descripciones de países exóticos. Hay quien, al oír el relato, tiene una sensación así como la de estar escuchando a un explorador que cuente sus aventuras en tierras totalmente ignoradas…
Fuera de España, ni los hombres le dan tanta importancia a las mujeres, ni las mujeres le dan tanta importancia a los hombres. Unos y otras han averiguado que se necesitan mutuamente y han decidido ponerse de acuerdo. Y un acuerdo así es el que se impone en España.
Porque mientras ese acuerdo no llegue a establecerse, no tan sólo será la vida española una cosa inarmónica, sino que nadie tendrá aquí manera de hacer nada. La mujer constituirá siempre para nosotros lo más importante de todo.
VII
LAS CASAS
No se puede vivir en Madrid—me dice un amigo—. ¿Por qué no hace usted un artículo contra las casas?
–Porque es imposible—le contesto—. ¿Cómo quiere usted que yo haga un artículo contra las casas en un sitio donde no las hay?
Pero, bien mirado, si en Madrid hubiera casas, no se necesitaría escribir contra ellas. Todos los defectos de las casas de Madrid se condensan en uno solo: el de la escasez. Como no puede mudarse, el inquilino tiene que transigir constantemente. Las casas madrileñas son malas y son caras porque son pocas. Claro que el Gobierno podría intervenir en este asunto; pero yo confío más en una nueva epidemia que reduzca a un cincuenta por ciento la población de nuestra capital.
¡Las casas de Madrid! Hace tiempo que yo me lancé a buscar una, y no recuerdo haber experimentado jamás mayores vejaciones.
–¿Hay calefacción?—le pregunté a la portera de un inmueble donde se alquilaba un cuarto piso.
Esta hipótesis pareció ofender gravemente la dignidad de aquella mujer.
–No, señor—me contestó con orgullo—. Aquí estamos a la antigua española…
Y, cuando yo llegaba ya a la esquina, después de haberme despedido, la portera me hizo volver sobre mis pasos.
–¿Qué ocurre?—exclamé.
–Que ni calefación ni tampoco cuarto de baño—me respondió.
Dicho lo cual, la buena señora me dejó plantado. En su cara se leía esa satisfacción que produce siempre el hecho de darle una lección a alguna persona impertinente.
Entonces me dediqué a explorar los barrios extremos, donde hay edificaciones modernas. Tan modernas son estas edificaciones, que la madera de que están construidas, todavía verde, se dilata con voluptuosidad a los primeros efluvios de la primavera. Bajo el barniz de muñeca se siente circular la savia, y uno—hombre urbano y prosaico—teme que las puertas se le cubran de follaje y que los pájaros vengan a hacer sus nidos en el pasillo. Todas estas casas tienen ascensor, y todos estos ascensores tienen un letrero que dice: «No funciona.» En una, sin embargo, el ascensor carecía de letrero, lo que me hizo pensar muy mal del servicio.
–Esta casa es la que no funciona bien—me dije.