LA RANA VIAJERA. Julio Camba
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No se indigne el autor del monumento por estos cálculos que yo hago sobre la densidad de la chistera campoamorina. O somos realistas, o no lo somos. Uno no puede, a voluntad del artista, fijar su atención en tales detalles y apartarla de tales otros. El autor parece haber puesto un gran interés en hacernos observar que las botas del poeta tienen seis botones cada una. ¿Cómo podrá luego pasarnos inadvertido el peso de aquella chistera tan ostensible? Y además, ¿qué hace allí aquella chistera, ya que el poeta está descubierto?
Si la escultura representa la eternidad, puede decirse que D. Ramón de Campoamor ha entrado en ella como si no fuera a permanecer más que unos breves instantes. Ha entrado de paso en la eternidad, con unas botas de cartera, y ha dejado al alcance de la mano, para cuando llegue el momento de retirarse, su chistera de mármol y sus guantes del mismo material. A mí me da la idea de que ha ido en tranvía y de que está allí un poco azorado, como en una visita de cumplido. Sus personajes—la anciana de la cofia, la niña que tiene el pecho de cristal, etc.—le rodean, y según decía la admiradora desconocida, parece que están hablando. Parece que están hablando y hablando en prosa, y esto es lo malo, porque en escultura no se debe hablar. Parecen, en fin, un grupo fotográfico de escultura Kodak.
Algunas veces yo había acariciado el propósito de ser un grande hombre, como tantos otros; pero ahora he resuelto renunciar definitivamente a semejante idea. Mientras la inmortalidad sea una cosa tan parecida a la vida corriente, y mientras en ella deba uno preocuparse también del almidonado de la tirilla, no creo que valga la pena ser inmortal.
XVI
UN ADMIRADOR
Parece que hay escritores a quienes el público anima dirigiéndoles, con más o menos frecuencia, cartas de aprobación. Conmigo, sin embargo, este caso se da muy raramente, y si yo me hago la ilusión de ser leído por alguien, es, tan sólo, gracias a ciertas almas piadosas que de vez en cuando me envían misivas insultantes a propósito de mis artículos. Yo enseño estas misivas y consolido con ellas, ante las Empresas, mi posición y mi prestigio.
–No dirán ustedes—exclamo—que mis trabajos pasan inadvertidos o que no hacen mella. Aquí hay un señor que me llama animal, y otro que me anuncia un garrotazo en la cabeza. Creo que el éxito no admite dudas…
Pero, recientemente, me ha salido un admirador, un verdadero admirador, en la provincia de Guadalajara. «Soy—me viene a decir este hombre magnífico—uno de sus lectores más asiduos y más inteligentes, y me he suscrito a El Sol con el único objeto de ver los artículos de usted…»
Y desde entonces, yo no puedo escribir, porque la imagen de mi admirador me obsesiona por completo. Se me ocurre un asunto bonito, cojo la pluma e inmediatamente me digo:
–¿Le gustará este tema al señor de Guadalajara?
Yo tengo la sensación de que escribo únicamente para este señor, y no quisiera defraudarle. Este señor vive en un pequeño pueblo de la provincia, donde, por desgracia, yo no he estado nunca. Ignoro en absoluto la ideología local, y esto pone en mi trabajo dificultades enormes. De buena gana me pasaría varias noches en claro leyendo, con unas gafas muy gordas, unos volúmenes muy grandes, si a esta costa pudiera llegar a conocer las opiniones políticas, estéticas y religiosas que predominan en el distrito. Por desdicha, la cosa es imposible, y yo temo siempre desilusionar a mi admirador. Tal párrafo que acabo de escribir creo que le parecerá vulgar, y lo borro. Pongo en tensión todos mis nervios hasta que se me ocurre una cosa más fina, y entonces me asalta un pensamiento terrible.
–¿Entenderá esto mi admirador?—me pregunto—. ¿No resultarán estas consideraciones demasiado sutiles para un pueblo de pocos vecinos?
Verdaderamente, el señor de la provincia de Guadalajara ha tenido una idea bien peregrina cuando se ha decidido a admirarme. Ahora comprendo por qué tantos escritores malos tienen tantos y tan buenos admiradores. Con dos admiradores más, yo me volveré completamente idiota.
XVII
LITERATURA PATOLÓGICA
Desgraciadamente, en la literatura española no hay más que genios. Ese tipo de escritor culto, ponderado, sano, inteligente y bien nutrido, que Lemaitre considera superior al genio y del que pone como ejemplo a Anatole France, no existe entre nosotros. Todos nuestros escritores pertenecen a la categoría genial. Yo mismo, en mi pequeñísima escala, ¿qué duda cabe de que también soy un genio? Y esta literatura de genios en chico viene a ser algo así como un grupo de tullidos que, a la puerta de una iglesia, le pidiesen dinero al público mostrándole sus diversas monstruosidades.
Cuando, en algún escaparate, yo veo un libro mío entre los libros de otros autores españoles, tengo la sensación de encontrarme en una sala de hospital esperando, con mis compañeros de dolor, la visita de alguna señora vieja que no sepa en qué matar el tiempo. La literatura española, en efecto, no es más que una serie de enfermedades, debidas, generalmente, a trastornos sexuales o a defectos de nutrición. El uno está enfermo del hígado. Al otro se le forman ácidos en el estómago. Este se encuentra amagado de parálisis general progresiva y tiene delirio de grandezas. Aquél padece del bazo… Hay escritor que perdería todo su interés en cuanto se le aplicasen unas cuantas inyecciones de algún producto más o menos alemán, o en cuanto se le sometiese a un buen régimen alimenticio. Y, en realidad, este último caso ya se ha dado varias veces. ¿Cuántos muchachos que comenzaron haciendo cosas interesantes no se volvieron idiotas tan pronto como se los llamó a un buen periódico y se les dio un buen sueldo? Los directores no se explicaban la causa, y, sin embargo, era una causa muy fácil de comprender: esos muchachos nunca habían tenido talento. Lo que habían tenido era hambre. Con el estómago normalizado, quedaban al nivel del más vulgar empleado de Hacienda…
¡Cosa terrible esta de ser un pequeño monstruo y de darse cuenta de ello! ¡Horrenda cosa la de saber que nuestra genialidad puede tratarse médicamente como un flemón o como una enfermedad de los riñones!… Pero hay algo peor aún en nuestra literatura: los aprensivos, esto es, los enfermos de enfermedades imaginarias, que, siendo perfectamente tontos, se creen atacados de genialidad…
XVIII
UNA TEMPESTAD EN UNA TAZA DE TE
Un distinguido escritor—decía yo en El Sol—se queja de que los españoles hayamos adoptado la costumbre inglesa de ponerle una hache al te.» A esto contesta el Sr. Salaverría afirmando que yo miento, porque él no ha dicho nunca que los españoles hubiésemos adoptado semejante costumbre. Y he aquí por dónde vengo a enterarme de que el Sr. Salaverría lo ha dicho.
Yo no he nombrado al Sr. Salaverría, no he dado ninguna de sus señas personales ni he reproducido ningún párrafo suyo. Y si el Sr. Salaverría no hubiese dicho que los españoles habíamos adoptado la costumbre inglesa de ponerle una hache al te, ¿para qué iba a decir ahora que no lo había dicho?
Al decir que no lo ha dicho, el Sr. Salaverría dice que lo ha dicho. Y si, diciendo que lo ha dicho, resulta que no lo ha dicho, entonces es el Sr. Salaverría quien falta a la verdad, cometiendo así una acción tan indigna de él como de mí, porque el Sr. Salaverría también