LA RANA VIAJERA. Julio Camba

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LA RANA VIAJERA - Julio  Camba Biblioteca de Grandes Escritores

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matado al inquilino del tercero.

      –Por eso tenemos el piso libre—añadió.

      La historia del piso no era muy seductora; pero un inquilino tiene que estar en Madrid dispuesto a todo.

      –¿Y cuánto renta el piso desocupado?—inquirí.

      –Rentaba treinta duros; pero lo han subido a treinta y ocho. ¡Qué quiere usted! Es un piso muy bueno y tiene un ascensor magnífico…

      Decididamente, no nos queda más esperanza que la de una epidemia que acabe con la mitad de los vecinos de Madrid. Claro que si esta epidemia atacase tan sólo a los caseros, no se necesitaría que muriese tanta gente.

      VIII

      PATRIOTISMO DE GÉNERO ÍNFIMO

      Yo creo que una cupletista es algo mucho más patriótico que un diputado o que un senador. En todos nuestros teatros del género ínfimo existe algo así como un convencimiento vago, pero muy firme, de que la mujer es una invención exclusivamente española. A las extranjeras no se les reconoce categoría de mujeres. Son muy poco gordas, muy poco negras, muy poco analfabetas. No tienen acento andaluz, ni mantones de Manila, ni gracia gitana, ni nada…

      –Soy española, ¡olé!—canta una cupletista.

      Y para afirmar su españolismo, golpea fuertemente el tablado con un pie, y se dedica, durante un año, a hacer flexión de riñones al compás de la música. Luego dice dónde ha nacido, que es: o en el barrio de Maravillas, o en las Vistillas, o en Triana, o en Granada. A veces, y al son de la jota, una cupletista se declara aragonesa; pero ¿quién ha oído de alguna que haya nacido en el distrito del Sr. Rahola? La España del género ínfimo es muy limitada, y mi provincia, por ejemplo, la hermosa provincia de Pontevedra, tan fecunda en navegantes, en políticos y en cangrejos, no figura en ella…

      –Soy española—insiste la cupletista.

      Después, en versos más o menos congruentes, añade:

      –¿De dónde iba a ser, si no? ¿Dónde hay este garbo, esta sal, estos andares, estas hechuras?…

      El público va inflamándose poco a poco en un sentimiento mixto de amor a la patria y de entusiasmo por la cupletista.

      –¡Viva España!—grita la chica al final.

      –¡Viva!—contestan varias voces.

      Pero no creo que nadie piense en Sagunto ni en Covadonga. Ya hemos dicho en lo que consiste la España del género ínfimo: Maravillas, las Vistillas, Triana, Granada… Si acaso, algo de Aragón. Y nunca Manresa, ni Getafe, ni Santa Marta de Ortigueira, ni mil otros pueblos que pagan, sin embargo, sus contribuciones al Estado y que cumplen la ley de Quintas.

      La señorita Mary-Focela ha introducido en este género de cuplés una variación notable. Parece que sus versos eran éstos:

      Lucho como una leona

      al grito de ¡Viva España!

      Y es que por mis venas corre

      la sangre de Malasaña

      Sabíamos de cupletistas que luchaban contra gente extraña; sabíamos de otras que luchaban con saña; pero eso de Malasaña es todo un hallazgo.

      Lucho como una leona

      al grito de ¡Viva España!

      Y es que por mis venas corre

      la sangre de Malasaña…

      Me imagino a la señorita Mary-Focela moviendo las caderas en un gesto de luchadora. El público, viéndola, ha debido también de sentir en sus venas el flujo de una sangre heroica, capaz de todos los sacrificios. ¡Viva España! ¡Viva la gracia! ¡Viva Mary-Focela!…

      IX

      LA HUELGA DE CUERNOS CAÍDOS

      Desengáñese usted—me decía un viejo aficionado—. Ya no hay toros…

      El viejo aficionado, como todos los viejos aficionados, creía que los toros se dividen en mansos y bravos, y que la especie de estos últimos está extinguiéndose. Por mi parte, yo he adquirido el convencimiento de que todos los toros son igualmente mansos, y de que si en la plaza tratan, a veces, de matar a los toreros, es por la misma razón en virtud de la cual los toreros tratan—también a veces—de matar a los toros: para entretener al público. Días atrás estuve en una ganadería. Los toros pacían por allí de una manera perfectamente bucólica, dejándose acariciar de los vaqueros y de los visitantes.

      –¿Y éstas son las fieras?—dije yo.

      –¡Hombre!—me contestaron—. ¿Qué quiere usted que hagan aquí? Ya las verá usted en la plaza…

      Esto de suponer que el toro no desarrolla su verdadera naturaleza de fiera mientras no llega a la plaza, es algo así como imaginarse que el tigre tampoco desarrolla la suya hasta que lo llevan a un circo. Si en el interior de África nos enseñaran unos tigres muy sociables, y si ante nuestra estupefacción nos dijeran que esa sociabilidad era natural y que esperásemos a ver a los tigres en Price, esta contestación nos parecería bastante absurda. Pues igualmente absurda me pareció a mí la contestación que me dieron en la ganadería sobre la ferocidad de los toros.

      No. El toro no es un animal más feroz que el torero. Es, al contrario, una bestia pacífica que ama la naturaleza y que sigue un régimen estrictamente vegetariano. Algunos se dejan lidiar, y el público los llama bravos. Ahora, sin embargo, la mayoría parece que van a declararse en huelga. Yo he visto recientemente un toro que, a los dos minutos, se dio cuenta de que todo en la plaza estaba organizado en contra suya y adoptó una actitud que pudiéramos llamar de cuernos caídos. Los toreros corrían detrás de él enseñándole unas telas vistosas y llamándole con sus voces más dulces; pero todo era en vano. A veces, el toro se paraba un instante y parecía que iba a dejarse conquistar. Unos toreros le sonreían con sonrisa tentadora. Otros procuraban excitar su orgullo… El toro reflexionaba un rato. Luego hacía un movimiento de cabeza como diciendo:

      –¡No! ¡Nunca!… Este negocio no me conviene…

      Y seguía su camino, insensible a todos los requerimientos.

      Fue entonces cuando el viejo aficionado me dijo que ya no había toros:

      –Ya no hay toros. Ya no hay emoción. ¡Vaya un veranito el que nos espera!

      Y yo, condolido, le di lo que consideraba un buen consejo.

      –Váyase usted al Congreso—le dije—. Un viejo aficionado como usted no lo pasará allí del todo mal.

      X

      EXPERIENCIAS DE UN ATROPELLADO

      Un amigo mío ha sido atropellado por un automóvil.

      –He tenido que pasarme quince días en cama—me decía este amigo, contándome el percance—; pero ahora no les quedará más remedio que darme una indemnización.

      –¡Error profundo!—exclamé yo—. Lejos de valerte una indemnización, el atropello te costará un ojo de la cara. Yo también he sido atropellado—añadí

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