LA RANA VIAJERA. Julio Camba

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LA RANA VIAJERA - Julio  Camba Biblioteca de Grandes Escritores

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sonrisas, invitaciones, encargos… Yo, en el caso de Julio Antonio, me hubiese alarmado sobremanera.

      –¿Tan malo estoy?—me hubiese dicho.

      Y Julio Antonio, que realmente estaba muy malo, se murió. Probablemente hubiese podido tirar todavía una temporada; pero, yo no sé si por amabilidad o por buen gusto, se murió en plena apoteosis. ¡Hizo bien! De no morirse, le habrían nombrado académico. Le habrían obligado a hacer estatuas de filántropos repugnantes, de generales a caballo, de políticos de levita. Hubiera tenido que modelar, con todo su parecido vulgar y ramplón, la cara del hijo ilustre de cada ciudad, que, generalmente, es el cacique de la misma. Hubiese tenido que cambiar su amplio chambergo por una chistera, y su vida bohemia por una vida seria y respetable, y su arte libre por el arte oficial. Hizo bien en morirse, y, además, ¡hacía ya tanto tiempo que no se moría aquí nadie románticamente!…

      Pero, a los que vienen detrás, yo no les aconsejaría que siguiesen el mismo procedimiento.

      Se le organizó un banquete al que solo yo me negué a ir. «No iré—dije—, y no porque yo sea un hombre de esos que vacilan mucho antes de asistir a un banquete, sino, al contrario, porque no suelo vacilar nunca. Me basta que un amigo estrene un drama cualquiera, que publique una novela, o, simplemente, que sea nombrado ministro, para que yo me apresure a acudir al inevitable banquete de homenaje; pero Julio Antonio está en un caso muy distinto.

      Si Julio Antonio hubiese hecho una estatua del conde de Romanones, vestido de chistera y levita, un monumento a las víctimas del 8 de diciembre o un grupo dedicado a los héroes del 13 de abril, yo le banquetearía sin inconveniente ninguno. La tortilla sería tan mala como de costumbre, y, sin embargo, yo me resignaría a comerla pensando que no había desproporción alguna entre ella y el objeto en cuya conmemoración se había confeccionado. Vería en el local a algún ministro más o menos solemne, oiría leer cartas y telegramas de adhesión, escucharía discursos llenos de lugares comunes y todo me parecería que se deslizaba en una armonía perfecta y que era completamente natural. Pero Julio Antonio no ha hecho una obra cualquiera. No ha hecho una cosa pasable, una cosa mediana, ni una cosa buena, sino, muy probablemente, una cosa genial. Y yo, que no tendría inconveniente alguno en banquetearle si le considerase una ostra, y que quizás le banquetease también aunque le supusiera algún talento, me niego terminantemente a banquetearle después de haber visto esa maravillosa estatua yacente que expone en el edificio de la Biblioteca Nacional. Es decir, que yo no le rindo homenaje a Julio Antonio por la simple razón de que Julio Antonio no es un imbécil; y esto, que quizás parezca un rasgo de humorismo, no es, después de todo, ni más ni menos que lo que se viene haciendo en las llamadas «esferas oficiales».

      XIII

      LA PIEDRA FILOSOFAL

      Don Germán Botella, joven físico alicantino, asegura que ha encontrado un procedimiento para obtener oro descomponiendo el mercurio, y nos ofrece pruebas. ¿Por qué no nos ofrece algunos billetes de mil pesetas? Repartiendo oro, el Sr. Botella nos podría convencer fácilmente de cualquier cosa; pero, sobre todo, nos podría convencer de que tenía oro. En cuanto a que el oro lo extrajese del mercurio o de alguna Embajada, ello sería para nosotros perfectamente secundario.

      Perdone el Sr. Botella esta observación de un profano, y no me desprecie demasiado por ella. Si él considera el oro desde un punto de vista puramente científico, tal vez no haya entre él y yo tanta diferencia como pueda parecer a primera vista. Para mí, señor Botella, el oro es también una teoría…

      Pero el Sr. Botella debe prepararse a que la noticia de su descubrimiento sea acogida con algún escepticismo. ¡Ahí es nada encontrar oro en España! Al mismo tiempo que el Sr. Botella, hemos estado buscándolo veinte millones de españoles y no hemos logrado aún pasar de la calderilla. Lo hemos registrado todo sin éxito ninguno, y aunque sabemos que el oro español está prodigiosamente escondido, se nos hace un poco fuerte eso de creer que, para librarlo de nuestras pesquisas, sus acaparadores lo hayan mezclado con mercurio.

      Por lo demás, si el descubrimiento del Sr. Botella resultase cierto, vendría a constituir, en cierto modo, una reivindicación para los falsificadores, quienes cuando necesitan dinero no hacen dramas, crónicas ni novelas, como los literatos, sino que hacen dinero. El señor Botella necesitaba oro—con un fin económico o con un fin científico—, y en vez de ponerse a hacer literatura, a hacer sillas o a hacer chaquetas, se ha puesto directamente a hacer oro. Tome ejemplo el lector español, y si no puede hacer oro, trate, por lo menos, de hacer billetes.

      Por mi parte, yo me alegraría mucho de que el descubrimiento del Sr. Botella fuese realmente eficaz. Si se puede sacar oro de ese metal extraño, frío y terapéutico que se llama mercurio, todo el mundo tendrá oro próximamente. Por lo menos, todo el mundo tendrá oro en una proporción equivalente a su cantidad de mercurio. Claro que entonces el oro perderá casi toda su importancia; pero por eso precisamente es por lo que yo, con una intención algo bolchevique, digo que me alegraría…

      XIV

      LA PESETA

      Que ha subido el precio de los alquileres? ¿Que las patatas están por las nubes? ¿Que el calzado cuesta un ojo de la cara?… Nada de eso. Es que la peseta ha perdido su capacidad adquisitiva.

      Teóricamente, las patatas están donde estaban; pero la peseta no puede ya adquirirlas con tanta facilidad como antes. Antes se reunían quince o veinte pesetas, se iba a una tienda y adquiríase en el acto un par de zapatos bastante aceptables. Ahora, para realizar la misma empresa, se necesitan sesenta pesetas, por lo menos. No es que el coste del calzado haya aumentado, aunque tal crean los profanos en cuestiones económicas. No. Es que la peseta ha perdido su capacidad adquisitiva.

      Los profanos en cuestiones económicas pueden decir que esto es igual, y, en efecto, es igual. Es igual prácticamente; pero, ¿y la teoría?

      Por mi parte, cuando yo creía que los alquileres estaban muy caros, me resignaba a vivir en un piso deficiente; pero desde que sé que los alquileres no han sufrido aumento alguno de precio, mi resignación es imposible. ¿Cómo voy a resignarme a pagar muy cara una casa que, teóricamente, es muy barata? ¿Cómo voy a resignarme a que mis pesetas hayan perdido su capacidad adquisitiva?

      El caso es que, con una peseta, yo sigo adquiriendo diez perras gordas siempre que quiero. La capacidad adquisitiva de las pesetas, con respecto a las perras gordas, es la misma de siempre, y, con respecto a las monedas extranjeras, es mucho mayor de lo que haya podido serlo nunca. Con una peseta se adquieren hoy numerosos marcos, abundantes coronas y liras a profusión. Patatas, en cambio, se adquieren poquísimas. La peseta ha perdido su capacidad adquisitiva, pero únicamente para las cosas, lo que equivale a afirmar que es todo el dinero el que ha perdido capacidad de adquirir.

      ¡Y el partido socialista protesta!… Indudablemente, no existe en nuestra política otro partido tan burgués. ¿De qué se trata, señores, más que de que el dinero pierda su capacidad adquisitiva? Antes, con las pesetas se compraban patatas. Ahora, con las patatas hay ya quien se dedica a acaparar pesetas. Y, dentro de poco, en vez de pesetas, los hombres utilizarán para sus transacciones patatas, chorizos, rodajas de salchichón y cigarrillos de cincuenta.

      XV

      ESCULTURA KODAK

      En cierta avenida del Retiro hay un grupo escultórico dedicado a D. Ramón de Campoamor. El público, generalmente, lo contempla con admiración, y esto es muy lógico. ¿Para qué son los monumentos más que para admirarlos?

      –¡Qué naturalidad!—le oí decir un día a una señora en presencia de aquellas figuras—. ¡Parece que están hablando!

      Y, en efecto, parece que están hablando. El artista

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