La resurrección. Javier Alonso Lopez
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Al final, el lector obtendrá por sí mismo sus propias conclusiones, pues el libro le ofrece todos los materiales que hay para tomar una decisión. Es posible que el lector pueda intuir qué es lo que piensa el autor como persona sobre este difícil tema, pero —debo insistir— no es esa la intención de este espléndido libro informativo, breve, claro, ameno… que lleva a una gozosa reflexión y a la toma de decisiones personales, pero debidamente formadas de acuerdo con el método histórico más riguroso de nuestras fuentes.
Antonio Piñero
Introducción
Jerusalén, viernes 3 de abril del año 33, hora sexta
Hacía ya un buen rato que no se escuchaban los gemidos de los crucificados. Los soldados que vigilaban la ejecución en lo alto de la colina conocida como Gólgota soportaban inmóviles el calor del sol que desde hacía más de tres horas martilleaba contra sus cascos. En la distancia, algunos familiares, o simplemente curiosos, observaban la escena al pie de las murallas de la ciudad, sin poder acercarse más por la presencia de los legionarios.
El centurión al mando se pasó la mano por la frente, se secó el sudor, ahuyentó una mosca, miró al cielo y se ajustó el cinturón del que pendía su espada.
—Ya no queda mucho para que comience el día sagrado de los judíos. Vayamos terminando.
Con un simple gesto de la cabeza en señal de asentimiento, uno de los soldados abandonó su posición y se acercó a una mula en la que estaban cargadas las herramientas. Tomó un mazo y se dirigió a una de las cruces. Separó los pies, sosteniendo el mazo con ambas manos, alzó la vista un instante para ver el rostro del crucificado y descargó un golpe seco contra la pierna derecha del hombre. La tibia crujió como un madero viejo, y lo mismo ocurrió con la pierna izquierda, que recibió otro mazazo pocos segundos después. El crucificado emitió un leve gemido de dolor, pero ya no tenía fuerzas para gritar. En pocos minutos, estaría muerto.
El soldado se dirigió luego al pie de otra de las cruces y repitió todo el ritual, perfeccionado tras muchos años al servicio de las águilas romanas. Esta vez al condenado le quedaron fuerzas para chillar e incluso maldecir a sus ejecutores, pero a los pocos segundos su voz se fue apagando hasta convertirse en un llanto casi imperceptible.
Ya solo quedaba uno, el galileo Yeshua bar Yosef, el más famoso de los condenados de aquel día y, quizás por eso, merecedor de un trato especial. Aparte de los tradicionales golpes de flagelo, en las mazmorras del pretorio había recibido una brutal paliza que había hecho temer a los soldados que no llegaría con vida al patíbulo. En la cabeza, una corona de espinas recordaba las burlas que habían hecho los legionarios sobre sus pretensiones de convertirse en rey de Israel. E incluso el mismo Pilato había participado en el escarnio haciendo colocar en lo alto de su cruz un cartel en el que se leía «Jesús Nazareno, rey de los judíos».
—¿A qué esperas? —preguntó el centurión.
El soldado miró hacia arriba, intentando captar algún indicio de vida en el cuerpo del galileo.
—No hace falta que le rompa las piernas. Ya está muerto —respondió el legionario.
—Mejor. Así será más rápido. Dile a los judíos que ya pueden encargarse de los cuerpos.
Éfeso, marzo del año 54
Delante de su escritorio de la pequeña habitación donde vivía desde hacía casi tres años en Éfeso, Pablo de Tarso se frotó los ojos, agotados por el esfuerzo de fijarse en el texto que estaba escribiendo. Se trataba de una carta muy importante a los fieles de Corinto, una de las ciudades más notables de Grecia, donde unos tres años antes había fundado una floreciente comunidad cristiana. Pero Corinto era un terreno lleno de peligros. La ciudad era famosa por su depravación, hasta el punto de que, siglos atrás, Aristófanes había acuñado el verbo corintizar para referirse al relajado estilo de vida de aquellas gentes. Y si uno se ponía a discutir con los corintios, rápidamente salía a relucir su proverbial arrogancia intelectual, la misma que había hecho a Cicerón hablar de la ciudad como «la luz de toda Grecia».
Habían llegado a oídos de Pablo noticias inquietantes sobre la evolución de la comunidad cristiana de Corinto, por lo que se había decidido a tomar cartas en el asunto, y estaba escribiendo una carta que sería leída en la Pascua de Resurrección del año 54. Ya llevaba escritas varias páginas de la misiva, en las que reprendía a los corintios que se hubieran dividido en facciones y que hubieran provocado escándalos de todo tipo. Además, les daba instrucciones sobre diversos asuntos de la vida comunitaria. Ahora se enfrentaba a la parte final de su epístola: recordar a los fieles cuál era la esencia del mensaje que les había predicado:
Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié: el que aceptasteis y en el que os mantenéis firmes, y por el que estáis en camino de salvación, con tal de que conservéis el mensaje que os anuncié; de lo contrario habríais aceptado la fe en vano. Ante todo, yo os transmití lo que yo había recibido: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, y que fue sepultado y que resucitó al tercer día según las Escrituras, y que se apareció a Cefas y después a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos de una sola vez: la mayoría viven todavía, algunos murieron ya; después se apareció a Santiago y después a todos los apóstoles. Al final de todos, como a un aborto, se me apareció a mí. Pues yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguía a la comunidad de Dios; pero por merced de Dios soy lo que soy, y su favor hacia mí no quedó huero, sino que me esforcé por encima de todos estos; no yo, sino la gracia de Dios conmigo. Así es que, sea yo o sean ellos, predicamos así y así abrazasteis la fe. (1 Corintios 15, 1-11)
Entre estos dos momentos, la muerte de Yeshua bar Yosef (Jesús de Nazaret para el mundo occidental) y el primer testimonio escrito sobre su resurrección, separados por apenas veinte años, se produjo uno de los procesos más sorprendentes y de mayor alcance de toda la historia de la humanidad. El desarrollo de una creencia única, a saber, que un hombre que había muerto en la cruz ejecutado por los romanos había resucitado y que eran muchos los que decían haberlo visto tras volver de la muerte.
¿Cómo es eso posible? ¿Puede un ser humano muerto volver a la vida? Desde hace más de dos mil años, científicos y paracientíficos (muchos de ellos con una mal disimulada motivación religiosa) han intentado abordar el problema de la posibilidad o imposibilidad científica del hecho de que un cuerpo muerto resucite. Pero, a medida que la ciencia ha avanzado, no ha hecho sino confirmar lo que siempre se ha intuido: la resurrección de un muerto es un fenómeno que carece por completo de plausibilidad natural.[1]
No es la intención de este libro arrebatar la fe a nadie. Pero tampoco es un libro de ficción, así que partirá de la premisa fundamental de que resucitar es imposible. Su propósito será intentar explicar cómo se forjó, paso a paso, la creencia en la resurrección de Jesús, no intentar explicar lo inexplicable. Para ello ya existen obras tan extensas como The Resurrection of the Son of God (Londres, 2003), de casi 800 páginas, que N. T. Wright, obispo de Durham, escribió para argumentar intelectualmente la fe en la resurrección.
A fin de comprender mejor el fenómeno, el primer paso consistirá en analizar las creencias existentes sobre la resurrección en el siglo primero de nuestra era en el Mediterráneo oriental, y muy especialmente dentro de la sociedad judía en la que vivió, y murió, Jesús de Nazaret.
Una vez establecido el escenario general, se examinarán los testimonios sobre la resurrección de Jesús. Es