La resurrección. Javier Alonso Lopez

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La resurrección - Javier Alonso  Lopez

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bajo la protección de Roma entre los años 37 y 4 a. C., fue un personaje ambiguo, despreciado u odiado por casi todos, pero que consiguió mantener un equilibrio entre su cultura helenística, su fidelidad hacia los romanos y sus obligaciones respecto a sus súbditos judíos. Herodes se mantuvo casi siempre en una posición intermedia que, aunque no contentaba plenamente a nadie, dejaba suficientemente satisfechos a todos. Intentó ganarse el favor de sus súbditos judíos transformando el Templo de Yahvé en Jerusalén en un gran complejo cultural de claro corte helenístico, pero que respetaba escrupulosamente todas las prescripciones judías. De este modo un extranjero dio a los judíos lo que ningún rey judío heredero de los Macabeos les había dado: un templo del que sentirse orgullosos. Este es el templo en el que tuvieron lugar varias escenas durante los últimos días de vida de Jesús, y donde se encontraba la cortina del sancta sanctorum que se rasgó en el momento de su muerte en la cruz.

      En el año 4 a. C. murió Herodes, y el emperador Augusto permitió que el reino se dividiese entre tres de sus hijos. El núcleo original del reino de Judea, incluida Jerusalén, recayó sobre Arquelao; otro hijo, Herodes Antipas, recibió Galilea y Perea (en la actual Jordania), y un tercero, Herodes Filipo, obtuvo la Batanea, la Traconítide y la Auranítide, que se corresponden con los actuales Altos del Golán y parte del territorio de Siria.

      Arquelao resultó ser un gobernante estúpido y torpe que heredó el carácter excesivo de su padre pero ni un ápice de su inteligencia política. Su crueldad gratuita y su escaso respeto por la ley judía irritaron a sus súbditos más allá de cualquier límite tolerable, y así, apenas diez años después de su llegada al poder, en 6 d. C., Augusto lo destituyó, y Judea se convirtió en territorio provincial romano bajo la responsabilidad de un gobernador con sede en Cesarea Marítima, una ciudad costera de carácter exclusivamente romano al norte de la actual Tel Aviv.

      En consecuencia, para el momento de la predicación y pasión de Jesús de Nazaret, el territorio estaba dividido en una zona, Judea, bajo jurisdicción directa de Roma, y otras dos gobernadas por hijos de Herodes el Grande. Esta circunstancia se observa perfectamente en los relatos de la Pasión. Puesto que los hechos tuvieron lugar en Jerusalén, la máxima autoridad tras la destitución de Arquelao unos veinte años antes era el procurador romano, Poncio Pilato. Sin embargo, dado que Jesús era galileo, era súbdito de uno de los hijos de Herodes, en concreto de Antipas. Pilato y Antipas coinciden en Jerusalén y ambos participan en el juicio a Jesús porque en aquel momento se celebraba la Pascua, una fiesta religiosa en la que todos los judíos peregrinaban a Jerusalén. Herodes Antipas se encontraba allí como peregrino, pero fuera de su jurisdicción.

      Así pues, durante todo el milenio anterior a nuestra era, los judíos estuvieron en permanente contacto con pueblos vecinos, la mayor parte de las veces invasores, que, pese a su carácter de enemigos, dejaron su impronta en el pensamiento de este pueblo, modelando y modificando algunos aspectos culturales, políticos y religiosos de los judíos. En este sentido, las creencias relacionadas con la muerte, el más allá y la resurrección no fueron una excepción.

      Para tratar el tema de la resurrección de Jesús, parece necesario, por lo tanto, conocer cuáles eran las creencias relativas a la resurrección entre los judíos. Para ello, se estudiarán las creencias divididas en los dos grandes períodos en los que se divide la historia del pueblo judío antiguo.

      El primer período se denomina del Primer Templo, y se corresponde con la época del mítico Templo de Yahvé que, según los libros del Antiguo Testamento, construyó Salomón aproximadamente en el siglo x a. C. y que fue destruido por Nabucodonosor en 586 a. C., dando origen al destierro en Babilonia.

      A la vuelta del destierro de Babilonia, se llevó a cabo aproximadamente en 515 a. C. la reconstrucción del destruido santuario de Yahvé. A partir de este momento se habla del período del Segundo Templo, que en origen fue una reconstrucción más modesta que el original y que, siglos más tarde, tal como se ha mencionado, sufrió una ampliación notable en tiempos de Herodes el Grande (37-4 a. C.). El Segundo Templo es la época de las sucesivas dominaciones e injerencias de persas, reinos helenísticos y romanos en Judea-Palestina.

      Para conocer las creencias del judaísmo en esta época referentes a la muerte, la vida en el más allá y la resurrección, hay que acudir, prácticamente como única fuente fiable, a los diferentes libros de la Biblia hebrea que conforman nuestro Antiguo Testamento. Los datos arqueológicos y extrabíblicos son escasos, y no resultan de especial ayuda, al menos en lo referente a esta cuestión.

      La muerte, tal como explica el mito de la creación en los capítulos 2 y 3 del libro del Génesis, se concibió desde el primer momento como un castigo. Tras la creación de Adán y Eva, la muerte no parecía desempeñar función alguna en su relajada existencia, más allá de su vinculación a la prohibición divina de probar el fruto del único árbol que les estaba vedado, pues «el día que comas de él morirás sin remedio». Tras infringir la prohibición, Dios le explicó a Adán su destino: «polvo eres y en polvo te convertirás».

      Esta percepción del pecado original como causa de la muerte permaneció inmutable durante toda la historia judía. «De la mujer procede el principio del pecado, y por ella morimos todos», decía el libro del Eclesiástico, y acabó convirtiéndose en creencia cristiana, tal como establecía Pablo de Tarso en su epístola a los Romanos: «…a través del hombre entró el pecado en el mundo, y a través del pecado, la muerte».

      Efectivamente, desde los primeros capítulos del Génesis encontramos la idea de un juicio divino, que consiste en la decisión final de Dios, como juez del mundo, respecto al destino de los hombres y las naciones de acuerdo a sus méritos y deméritos. La justicia y la rectitud son ideas centrales en el judaísmo y también atributos fundamentales de Dios. El redactor de Génesis pone en boca del propio Yahvé estas palabras respecto a la rectitud del primer judío, Abraham:

      Porque yo le conozco y sé que mandará a sus hijos y a su descendencia que guarden el camino de Yahvé, practicando la justicia y el derecho, de modo que pueda concederle Yahvé a Abraham lo que le tiene apalabrado. (Génesis 18, 19)

      Es decir, si el judío practica la justicia y el derecho, Yahvé le premiará, de donde se infiere que, al contrario, cualquier acción malvada recibirá su castigo correspondiente. Aparece, por tanto, el concepto de retribución divina, según el cual todo lo bueno o malo que le sucede al hombre es el resultado de un juicio divino conforme a sus acciones. Hay que llamar la atención aquí en el hecho de que este premio o castigo se recibe en la propia vida terrena, sin aplazarse su ejecución a una vida futura en la que, en este momento, no se creía. Apenas unos versículos más tarde, es Abraham quien expresa esta convicción al referirse al destino de los habitantes de Sodoma y Gomorra. Hay una justicia de Dios y hay una fe del creyente en esa justicia:

      Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, y que corran parejos el uno con el otro. Tú no puedes. El juez de toda la tierra ¿va a fallar una injusticia? (Génesis 18, 25)

      Sin duda, el ejemplo más conocido de juicio divino es el Diluvio. Yahvé decide exterminar a la humanidad porque su conducta no es adecuada.

      Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Yahvé haber hecho al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón. Y dijo Yahvé: «Voy a exterminar de sobre la haz del suelo al hombre que he creado, desde el hombre hasta los ganados, las sierpes, y hasta las aves del cielo porque me pesa haberlos hecho».

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