La resurrección. Javier Alonso Lopez
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Rediseño del šeol
Paralelamente a la resurrección colectiva de Israel, a partir del regreso del destierro aparecen indicios de que la resurrección comenzaba a ser contemplada como un anhelo individual, una forma de escapar del lúgubre destino del šeol. Y no solo eso: se establecía una distinción entre justos y pecadores, buenos y malos, que recibirían un trato diferente tras la muerte. El šeol quedaba como lugar para los malvados, mientras que los justos serían transportados a un lugar mejor:
Pero Elohim rescatará mi alma, del poder del šeol, ciertamente, me tomará. (Salmos 49, 16)
Mientras que los pecadores, los enemigos de Dios, no gozarían de esa gracia. En el siglo ii a. C. el libro de Daniel ya establecía claramente esta separación y destinos diferentes:
Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, estos para la vida eterna, aquellos para oprobio, para eterna ignominia. (Daniel 12, 2)
La razón de esta transformación es evidente. La experiencia humana dictaba que aquel esquema de vida virtuosa = vida larga y vida de pecado = castigo y muerte no se cumplía siempre, ni siquiera con cierta frecuencia, lo que causaba cierto escándalo entre los piadosos:
Eres demasiado justo, Yahvé, para que discuta contigo; sin embargo, te formularé demandas: ¿Por qué prospera la conducta de los impíos y viven en paz todos los que cometen traición? Tú los has plantado y hasta han arraigado; progresan, incluso dan fruto. (Jeremías 12, 1-2)
Pero en el judaísmo seguía imperando la postura mayoritaria de confianza en la justicia inmediata y terrenal de Dios. Así pues, para este momento había dos corrientes de opinión dentro del judaísmo:
1) La «oficial», seguidora de Deuteronomio 30, 16-20 (véase más arriba), que sostenía que Dios trataría a cada uno según su conducta en esta vida, sin aplazar el premio o el castigo, y que el šeol era igual para todos.
2) La «alternativa», que constataba cómo los impíos progresaban en la vida terrena y, por tanto, creía que el premio o castigo por la conducta de cada uno se aplazaría al más allá, con la consiguiente esperanza en una vida futura y resurrección de mejor calidad.
Este equilibro se inclinará mayoritariamente en favor de la segunda opción a partir de la revuelta de los Macabeos (167 a. C.) con la aparición de un nuevo fenómeno sin demasiados precedentes en la historia judía: el martirio.
Los mártires de Yahvé
Desde 200 a. C. Judea formaba parte del imperio seléucida, uno de los reinos herederos de la gran aventura de Alejandro Magno que había dejado todo el Mediterráneo oriental en manos griegas. El libro bíblico de los Macabeos cuenta cómo, en 168 a. C., el rey seléucida Antíoco IV decidió que todos los súbditos de su enorme imperio gozasen de los mismos privilegios, pero también que abandonasen sus creencias religiosas particulares para abrazar la religión griega oficial. Antíoco no era Alejandro, y no supo ver la diferencia entre ofrecer un marco de convivencia común basado en la aceptación de unos acuerdos mínimos y la imposición de unas creencias y normas por la fuerza. A pesar de que algunos judíos se adhirieron a sus reformas, renunciando así a sus propias tradiciones, Palestina se convirtió en un polvorín. La prohibición de la religión judía, las prácticas idólatras que proliferaban en la tierra de Yahvé y, por último, la profanación del Templo de Jerusalén, fueron los detonantes de una gran revuelta popular.
Una familia judía de origen sacerdotal, la macabea, se encargó de dirigir la resistencia. La chispa que prendió la llama fue una visita de las tropas seléucidas a la ciudad de Modín, hogar de los Macabeos, un pueblo cercano a Jerusalén, con la intención de hacer cumplir las normas dictadas por el rey. Estando allí los soldados, un sacerdote llamado Matatías vio cómo un judío se acercaba a un altar para hacer un sacrificio idolátrico, cumpliendo así las órdenes del rey Antíoco. En ese momento, Matatías se vio invadido por el «celo de Yahvé» y, abalanzándose sobre él, lo degolló sobre el propio altar.
Este concepto de «celo» (de la palabra griega zelos «celo, amor ferviente, obsesión») sería muy importante en las luchas de liberación de los judíos que tendrían lugar en los siguientes siglos. El celo se consideraba una de las virtudes del fiel israelita, y se basaba en personajes prototípicos del Antiguo Testamento como Pinjas y Elías, que, en su celo por cumplir la ley de Yahvé, habían llegado a arrebatar la vida a algún infiel. Tal «virtud» justificaba el homicidio en nombre del cumplimiento de la Ley de Dios, transformando así cualquier conflicto en una guerra santa, y se convirtió, a la postre, en la base ideológica de los grupos revolucionarios judíos que se enfrentaron al poder romano en tiempos de Jesús. De hecho, los más violentos de entre estos se hacían llamar zelotas (que significa «celoso, devoto, obsesionado»).
Si la cara de este celo era la justificación de la violencia, la cruz se mostraba en la terca negativa a aceptar aquello que no fuese acorde con la Ley de Dios, incluso si eso suponía entregar la propia vida antes que violar los mandamientos de Yahvé:
A las mujeres que habían circuncidado a sus hijos, les dieron muerte de acuerdo con el decreto, colgando a los niños de sus cuellos, y lo mismo a sus familiares y a los que habían circuncidado. Sin embargo, muchos en Israel se mantuvieron fuertes y dieron prueba de firmeza no comiendo nada impuro. Prefirieron morir para no contaminarse. (1 Macabeos 1, 60-62)
El libro segundo de los Macabeos proporciona los dos ejemplos supremos de esta actitud de sacrificio y «resistencia pasiva». Por un lado, un anciano de nombre Eleazar, que prefirió morir antes que comer carne de cerdo, y, por otro, y muy especialmente, la terrible historia de la madre y sus siete hijos:
Arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios de buey para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley. Uno de ellos habló en nombre de los demás: «¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres». Fuera de sí, el rey ordenó poner al fuego sartenes y ollas. Las pusieron al fuego inmediatamente, y el rey ordenó que cortaran la lengua al que había hablado en nombre de todos, que le arrancaran el cuero cabelludo y le amputaran las manos y los pies a la vista de los demás hermanos y de su madre. Cuando quedó completamente mutilado, el rey mandó aplicarle fuego y freírlo; todavía respiraba. Mientras el humo de la sartén se esparcía por todas partes, los otros, junto con la madre, se animaban