La resurrección. Javier Alonso Lopez

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La resurrección - Javier Alonso  Lopez

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resulta enormemente revelador.

      Por último, y siempre tomando como punto de partida estos mismos textos, los esfuerzos se centrarán en desenmarañar una madeja de datos contradictorios que apuntan en diferentes direcciones, para intentar ver con mayor claridad el proceso de construcción mental que condujo a la formación de tan extraordinaria creencia entre la comunidad judeo-cristiana primitiva.

      Una última observación: este libro es una obra divulgativa, no erudita. Está pensado para que cualquier lector sin formación previa en cuestiones tan específicas como los estudios neotestamentarios, la historia de las creencias religiosas del antiguo Israel o las lenguas antiguas, pueda hacerse una idea cabal del asunto. El autor ya ha asumido con anterioridad la tarea de leer las obras publicadas en foros académicos, y ha cribado, racionalizado y hecho comprensible esta información para quien no suele enfrentarse a estas obras, a menudo tan precisas como ininteligibles y aburridas. Esto es, a la vez, ventaja y desventaja para el lector, pues, por una parte, se ahorrará la ingente cantidad de notas y referencias eruditas propias del mundo académico. Pero, por otra parte, si desea profundizar más en el tema, deberá recurrir a la bibliografía que se ofrece al final de este libro y volver a andar todo el camino recorrido por el autor. ¡Buena suerte!

      Cuando el amable lector haya concluido la lectura de este libro, solo espero que tenga un poco más claras sus propias ideas sobre el tema tratado. Quizás siga lleno de dudas, puede que ninguna explicación le convenza por completo, pero, al menos, serán sus propias dudas y sus propias certezas, no las que ningún dogma le haya impuesto.

      «La verdad os hará libres» (Juan 8, 32)

      [1] Un interesante resumen de este proceso en Solís, C, 2012: «La ciencia de la resurrección», Asclepio, Vol. LXIV, nº 2, julio-diciembre, 311-352.

      Tanto Jesús de Nazaret como todos sus seguidores eran judíos y profesaban la religión judía. Puesto que el anuncio de la resurrección surgió dentro de este grupo originario de seguidores, cabe preguntarse qué creencias existían entre los judíos del siglo primero acerca de la muerte, qué creían que ocurría después de la misma y, más en concreto, qué pensaban sobre la resurrección.

      En el siglo primero de nuestra era, en los territorios conocidos hoy en día como Israel y Palestina, convivían (con mayor o menor grado de aceptación mutua) diferentes pueblos que habían ido ocupando la tierra desde muchos siglos atrás. Uno de los pueblos con mayor peso demográfico en ese momento era el judío, que poseía un rasgo que lo diferenciaba de cualquier otro pueblo de la Antigüedad: creía en un solo dios, Yahvé, que era (y he ahí lo novedoso) absolutamente incompatible con cualquier otra divinidad. Los demás pueblos del mundo antiguo podían adorar a uno o a varios dioses, pero eso no significaba que negasen la existencia de los dioses de los vecinos, ni siquiera de los de sus enemigos. Los judíos sí lo hacían.

      Los judíos practicaban una religión que se basaba en la creencia de que estaban ligados a Yahvé mediante un pacto del que quedaba constancia escrita en sus libros sagrados. Este pacto era bastante simple en su formulación: los judíos (hijos del «padre» Abraham) tendrían como único dios a Yahvé, y este, a cambio, entregaría a su pueblo una tierra en la que vivirían de acuerdo a las normas dictadas por Yahvé (la Ley de Moisés). Evidentemente, los reyes (judíos) que gobernasen al pueblo estaban sometidos también a este pacto. Si el rey era fiel a Yahvé, este premiaba al monarca y a su pueblo, pero si se apartaba del sendero correcto, el castigo recaía sobre todos ellos. Así se interpretaban la desaparición del reino de Israel ante los asirios en 722 a. C. y la ruina del de Judá ante Nabucodonosor en 586 a. C., que supuso el horror del destierro en Babilonia.

      Siempre que estuvieron sometidos a una potencia extranjera, la sumisión o rebeldía de los judíos frente a los invasores dependió de la actitud que los extranjeros adoptasen respecto a su religión. Cuando se les permitió vivir de acuerdo a sus normas y leyes dictadas por Moisés, los extranjeros (por ejemplo, los persas en el siglo v a. C.) encontraron poca o ninguna oposición. Cuando, por el contrario, se les impidió o prohibió la práctica de la religión de Moisés (por ejemplo, los babilonios en el siglo vi a. C.), el conflicto resultó inevitable.

      Los judíos vivieron sucesivamente bajo los imperios asirio (siglo viii-586 a. C.), babilonio (586-538 a. C.), persa (538-323 a. C.), macedonio (332-323 a. C.), helenístico, tanto ptolemaico como seléucida[2] (323-164 a. C.) y, por fin, romano, bien fuese bajo la égida de un rex socius de Roma como Herodes el Grande y sus hijos, bien directamente bajo un procurador romano (desde el 63 a. C. en adelante).

      El único período de independencia del que disfrutaron los judíos (164-63 a. C.) fue el fruto de una rebelión liderada por una familia judía de origen sacerdotal, la macabea. El motivo de la revuelta fue la pretensión de los dominadores seléucidas (de cultura griega) de que los judíos abandonasen sus creencias para integrarse (y diluirse) por completo en su universo helenístico. La prohibición de la religión judía, la idolatría (la adoración de imágenes está terminantemente prohibida por uno de los Diez Mandamientos que Dios había entregado a Moisés en el Sinaí como parte de su ley: «No te harás escultura, ni imagen alguna de cosa que está arriba en los cielos, ni abajo en la tierra») practicada por los invasores y, la gota que colmó el vaso, la profanación del Templo de Yahvé de Jerusalén, eran cosas que los judíos más fieles reunidos en torno a la familia macabea no podían tolerar. Esta guerra de liberación nacional culminó con la independencia de Judea por primera vez en cuatro siglos. Los Macabeos fundieron en uno solo los títulos de rey y sumo sacerdote del Templo de Yahvé en Jerusalén y, de ese modo, Israel se convirtió en una monarquía al servicio del dios nacional.

      Sin embargo, clara muestra de la debilidad del ser humano, este reino teocrático, nacido para luchar contra el helenismo de los extranjeros idólatras, acabó, con los años, devorado por esa misma cultura helenística que había combatido. Como cualquier otro reino de la época en el Mediterráneo oriental, Judea acabó gobernada por un monarca de cultura helenística, contó con una administración en lengua griega y con un sustrato de población helenística que impuso su forma de vida al conjunto de la sociedad, en especial en los centros urbanos.

      Pero la influencia extranjera no acabó ahí. Durante el reinado de Simón Macabeo (142-134 a. C.), y a fin de contrarrestar la continua amenaza seléucida, los judíos acudieron al «primo de Zumosol» de la época en busca de protección: Roma. Fue un error del que los judíos se arrepentirían muy pronto, pues Roma lo interpretó (era habitual entre los descendientes de Rómulo) como una invitación para inmiscuirse en los asuntos ajenos. En 65 a. C. Pompeyo el Grande conquistó Jerusalén, sus soldados masacraron a miles de judíos y saquearon el Templo de Yahvé. El propio Pompeyo cometió una gran profanación al entrar en el sancta sanctorum del Templo, un lugar al que solo el Sumo Sacerdote tenía acceso una vez al año. Aquella profanación quedó marcada a fuego en el subconsciente colectivo de los judíos como la mayor afrenta sufrida jamás por su pueblo, y no volvieron a ver a los romanos como una potencia amiga.

      A partir del 63 a. C., todo aquel que gobernó en Israel lo hizo bajo la protección de las legiones romanas. Tras la muerte de Hircano, último sumo sacerdote descendiente de los Macabeos, se apoderó del trono Herodes el Grande. Herodes era natural de Idumea, la región que, en la actualidad, ocupa una parte del estado de Israel, desde Belén hacia el sur, pero que en aquella época no se consideraba parte integrante del verdadero Israel. Idumea había sido conquistada y judaizada a la fuerza pocos años antes, y los judíos de pura cepa consideraban extranjeros a los idumeos o, en el mejor de los casos, judíos de «segunda división». Para legitimar su aspiración

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