La resurrección. Javier Alonso Lopez

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La resurrección - Javier Alonso  Lopez

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hombres todavía no contaban con una ley que sirviese como guía y vara de medir de su rectitud o impiedad. De hecho, fue justo después del Diluvio cuando Yahvé dictó sus primeras normas a los hombres. Pero, igual que Adán y Eva habían desobedecido un mandato concreto, también era evidente que la humanidad no había seguido los designios de la divinidad.

      En cualquier caso, incluso antes de las promulgaciones de la primera ley tras el Diluvio y de la ley suprema del Sinaí en tiempos de Moisés, lo que se percibe en los textos judíos es que Dios juzga al ser humano por su rectitud o pecado, y le premia o castiga en consecuencia. ¿Cómo lo hace? En el caso de los justos, su premio será una vida larga, como ocurre en el caso de los personajes anteriores al Diluvio, con el récord absoluto en poder de Matusalén, con 969 años de vida. Para los pecadores, la pena consistía en la reducción drástica (e inmediata) de sus días de vida.

      En resumen, la muerte es la herramienta suprema con la que cuenta Dios para juzgar a la humanidad de acuerdo con la ecuación buen comportamiento = vida larga; mal comportamiento = vida breve. Podemos encontrar esta fórmula verbalizada en el libro del Deuteronomio:

      Si escuchas la ley de Yahvé, tu Dios, lo que hoy te ordeno, amando a Yahvé, Dios tuyo, caminando por sus vías, guardando sus preceptos, leyes y decretos, vivirás y te multiplicarás […]. Pero si tu corazón se vuelve y no escucha y te dejas seducir […] os declaro que pereceréis sin remisión, no prologaréis vuestros días […]. Pongo hoy por testigos contra vosotros el cielo y la tierra; os he expuesto la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida. (Deuteronomio 30, 16-20)

      La siguiente pregunta que nos planteamos es: para los judíos de la época del Primer Templo, ¿qué ocurría con los muertos? ¿Adónde iban? ¿Había un lugar o varios diferentes según la condición del muerto?

      Evidentemente, tarde o temprano todos los seres humanos pasaban por el trance de la muerte y, tal como Dios le había anunciado a Adán, regresaban al polvo:

      No existe ventaja del hombre sobre la bestia, pues todo es vanidad. Todo camina a un mismo paradero. Todo procede del polvo y todo retorna al polvo. (Eclesiastés 3, 19-20)

      El destino que esperaba a todos los humanos tras su muerte era el šeol, una morada subterránea similar al Hades de la religión griega, donde moraban los difuntos, sin separación de cuerpo y alma, y sin distinción entre pecadores y bienhechores. Era, sencillamente, el estado siguiente a la vida y, a juzgar, por ejemplo, por las expresiones lastimeras de Jacob:

      Todos sus hijos y todas sus hijas se aprestaron a consolarle, pero él rehusó consolarse y dijo: ¡Bajaré a donde mi hijo en duelo, al šeol! (Génesis 37, 35)

      los judíos tenían de este lugar un concepto tan negativo como los griegos.

      ¡Hijo mío! ¿Cómo has bajado en vida a esta oscuridad tenebrosa? Difícil es que los vivientes puedan contemplar estos lugares, separados como están por grandes ríos, por impetuosas corrientes y, principalmente, por el Océano, que no se puede atravesar a pie sino en una nave bien construida. […]

      ¡Ay de mí, hijo mío, el más desgraciado de todos los hombres! No te engaña Perséfone, hija de Zeus, sino que esta es la condición de los mortales cuando fallecen: los nervios ya no mantienen unidos la carne y los huesos, pues los consume la viva fuerza de las ardientes llamas tan pronto como la vida desampara la blanca osamenta, y el alma se va volando como un sueño. (Odisea XI)

      Aunque perteneciente a un período posterior de la historia de Israel, el libro de Job (ca. 400 a. C.) nos ofrece esta misma idea sobre el destino que esperaba a todos después de la muerte:

      Mi carne se ha revestido de gusanos y costras terrosas, mi piel se ha agrietado y supura. Mis días han transcurrido más raudos que lanzadera y han cesado por falta de hilo. ¡Acuérdate de que mi vida es viento, mi ojo no tornará a ver la dicha! ¡No me divisará más el ojo del que me veía, tus ojos [se fijarán] en mí y ya no existiré! Una nube se disipa y se va, así quien baja al šeol no sube. No volverá más a su casa, ni le verá de nuevo su lugar. (Job 7, 5-10)

      Para Job, el šeol era un lugar del que no se regresaba, lugar tenebroso («antes de que me vaya, para no volver, a la tierra de tinieblas y sombra, tierra de negrura como oscuridad, sombra y desórdenes, y donde la claridad misma es cual la oscuridad», señala Job más adelante), un lugar que se encontraba en un plano inferior («más profundo que el šeol»). Queda claro, en cualquier caso, que, en este momento de la historia del pensamiento judío, no existía una creencia en la resurrección de los muertos ni en un destino diferente para los justos y los malvados.

      Así pues, ya que el šeol no hacía diferencias entre justos e impíos, lo que debía hacer un ser humano era vivir una vida acorde con los mandamientos divinos para que, de ese modo, Dios le premiase con una vida larga y próspera.

      Ve, come con alegría tu pan y bebe con buen ánimo tu vino porque hace tiempo se complace Dios en tus obras. Que siempre sean blancos tus vestidos y el aceite no falte sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas todos los días de tu vana vida que Dios te ha concedido bajo el sol, todos tus días de vanidad, pues es tu porción en la vida y en el trabajo en que te esfuerzas bajo el sol. Todo lo que encuentres a mano, hazlo según tus fuerzas, porque no hay obra, ni razón, ni ciencia, ni sabiduría, en el šeol, adonde te encaminas. (Eclesiastés 9, 7-10)

      Parece evidente por la afirmación del profeta Job («quien baja al šeol no sube. No volverá más a su casa, ni le verá de nuevo su lugar»), que no hay posibilidad de eludir el destino que aguarda a todos los seres humanos.

      Sin embargo, la tradición judía nos informa de varios casos de personas que escaparon del šeol y de dos modos diferentes: auténtica resurrección o por asunción gracias a la intervención divina.

      Por algunas fuentes judías de época más reciente, sabemos que, desde muy antiguo, existía una creencia según la cual el alma del difunto mostraba cierta querencia a permanecer en el mundo y tardaba tres días en llegar al šeol. De ese modo, existía la posibilidad de evitar su paso definitivo a esa nueva dimensión. Visto así, resucitar a un muerto era el último recurso de un sanador. En el libro de los Reyes del Antiguo Testamento tenemos dos ejemplos de resurrección de este tipo.

      El primero tiene como protagonista al profeta Elías. Estaba el hombre santo en Sarepta, ciudad fenicia cercana a Sidón, en el actual Líbano, alojado en casa de una viuda, cuando el hijo de la mujer enfermó gravemente y murió. La viuda, sospechando que había alguna relación entre la visita del extranjero y el fallecimiento de su hijo, acusó a Elías de ser el responsable de su pérdida:

      ¿Qué hay entre tú y yo, hombre de Dios? ¿Has venido a mi casa a recordar mi culpa y matarme a mi hijo? Elías respondió: ¡Dame a tu hijo! Y, tomándolo de su regazo, se lo llevó a la habitación de arriba, donde él dormía, y lo acostó en la cama. Después clamó a Yahvé: «¡Yahvé, Dios mío, ¿también a esta viuda que me hospeda en su casa la vas a castigar haciéndole morir al hijo?!» Luego se tumbó tres veces sobre el niño, suplicando a Yahvé: «¡Yahvé, Dios mío, que vuelva el alma de este niño a su interior!» Yahvé escuchó la súplica de Elías, volvió el alma al interior del niño y revivió. (1 Reyes 17, 18-22)

      El segundo ejemplo de resurrección también tiene como protagonistas a un niño y a un profeta, en este caso Eliseo, discípulo de Elías.

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