La resurrección. Javier Alonso Lopez

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La resurrección - Javier Alonso  Lopez

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por prepararle una habitación al profeta para que se quedase siempre que pasase por allí. Agradecido, Eliseo les prometió que tendrían por fin la descendencia que se les estaba negando. Efectivamente, la mujer acabó dando a luz a un niño. Tiempo después, el niño enfermó y acabó muriendo. La sunamita pidió ayuda a Eliseo, que acudió a la casa donde aún yacía el cadáver del crío:

      Eliseo entró en la casa y encontró al niño muerto tumbado en su cama. Entró, cerró la puerta y oró a Yahvé. Luego, se subió a la cama y se echó sobre el niño, poniendo su boca sobre la boca de él, sus ojos con los suyos, sus manos con las suyas; y permaneció inclinado sobre él, de modo que el cuerpo del niño fue entrando en calor. Después se retiró y paseó por la habitación, de acá para allá; subió de nuevo a la cama y se inclinó sobre el niño; el niño estornudó hasta siete veces y abrió los ojos. Eliseo llamó a Guejazí, y le dijo: «Llama a nuestra sunamita». La llamó, y ella vino, y Eliseo le dijo: «Toma a tu hijo». (2 Reyes 4, 32-36)

      Las dos resurrecciones siguen un patrón similar: el profeta se pone en contacto con el cuerpo del niño muerto; en realidad, parece identificarse con él al colocarse encima, imitar su postura y poner ojos con ojos, manos con manos, boca con boca. De este modo, en los primeros momentos después de la muerte, los dos niños consiguen librarse, al menos de momento, de su destino en el šeol.

      Hay otro caso más de resurrección en el que también está involucrado el profeta Eliseo, aunque ocurrió después de su muerte. Unos hombres arrojaron un cadáver dentro de la tumba de Eliseo, y en cuanto el cadáver entró en contacto con los huesos del profeta, resucitó. La noticia la ofrecen dos fuentes, el segundo libro de los Reyes e igualmente, con variantes menores, el historiador Flavio Josefo, en sus Antigüedades de los judíos.

      La segunda forma de escapar de la muerte consiste en que un ser humano concreto sea elevado o transportado por Dios a un plano superior en el que quedará a salvo del destino común a toda la humanidad.

      En la Biblia hebrea, identificada básicamente con el Antiguo Testamento cristiano, hay dos ejemplos de asunciones. El primero es el del patriarca Enoc, padre del campeón de longevidad Matusalén. El texto del libro del Génesis dice sencillamente que «Enoc caminó en compañía de Elohim; luego desapareció, porque Elohim lo tomó consigo». Siguiendo la idea de que la muerte era un castigo como consecuencia de los pecados, resulta lógico que la interpretación de este pasaje en otros libros judíos fuese que Enoc mereció ese destino por su comportamiento excepcionalmente justo. El libro del Eclesiástico dice que «Enoc agradó al Señor y fue trasladado, ejemplo de conversión para las generaciones», y el de la Sabiduría confirma la idea: «Por ser agradable a Dios fue amado, viviendo entre pecadores fue trasladado». Queda abierta la cuestión de cuál fue el destino de Enoc. Dentro de la literatura apócrifa[3], el libro de los Jubileos aseguraba que había sido llevado al Jardín del Edén, el Libro Primero de Enoc lo situaba en «un lugar muy lejano» y el Targum Pseudo-Jonatán lo hacía elevarse hasta el firmamento.

      Hay un segundo caso de elevación más conocido, el del profeta Elías, que, según el segundo libro de los Reyes, fue arrebatado por un carro de fuego. No hay textos que declaren explícitamente que Elías contaba con un favor tan especial por parte de Dios como para hacerle merecedor de un honor reservado anteriormente solo a Enoc. De todas formas, sus hechos hablan por él, y fue considerado en su tiempo, y también por la posteridad, como uno de los mayores profetas, especialmente por el celo con el que defendió a Yahvé.

      No especula la tradición judía sobre el lugar al que fue a parar Elías, sino que le concede un papel protagonista en las creencias referentes al fin del mundo. Algunos pasajes de las Escrituras parecían sugerir la llegada de un profeta que anunciaría el advenimiento de los últimos tiempos, y que inauguraría una nueva época, mesiánica, en la que Israel derrotaría a las naciones de los impíos. Este profeta sería, además, precursor del Mesías, reuniría al pueblo disperso y anunciaría los hechos que ocurrirían cuando llegara el fin del mundo. Dadas estas creencias, y el hecho de que Elías hubiese sido arrebatado por Dios, se fue conformando la idea de que este profeta sería precisamente Elías, tal como acaba afirmando explícitamente el profeta Malaquías: «He aquí que yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el Día de Yahvé grande y terrible».

      Esta convicción perduró durante siglos, y así, en tiempos de Jesús, los evangelistas nos presentan varios episodios en este sentido. En algunos se identifica a Elías tanto con Juan el Bautista como con el propio Jesús. Pero sin duda el pasaje más interesante en este sentido es la Transfiguración, en donde, a ambos lados de Jesús, se aparecen Moisés y, por supuesto, Elías, como señal de que el fin de los tiempos está cerca[4].

      Aunque en el cristianismo actual ha perdido fuerza la figura y el simbolismo de Elías, en el judaísmo pervive como un recordatorio constante de que, en cualquier momento, puede producirse la llegada del esperado Mesías y el comienzo del fin del mundo. Así, en cualquier cena de Pascua judía que se precie se dejará una silla vacía en honor del profeta, y lo mismo ocurre en las ceremonias de circuncisión. La creencia popular dice que, desde esta silla de Elías, el profeta contempla cómo el pueblo judío continúa cumpliendo los mandamientos de la Ley de Dios.

      En resumen, aunque la creencia general dentro del judaísmo anterior al destierro en Babilonia era que la muerte era el final de un proceso y que todas las almas acababan en el olvido eterno del šeol, se conocen varios casos en los que la muerte es superada de una forma u otra. Son unas pocas excepciones, pero abren una rendija a la esperanza por la que se abrirán paso nuevas ideas en los siglos posteriores.

      En 586 a. C., Nabucodonosor II conquistó el reino de Judá, su capital Jerusalén, y destruyó el Templo de Yahvé. La pesadilla culminó con la deportación y exilio en Babilonia de gran parte de la élite judía del país, para evitar que liderase una posible revuelta contra los conquistadores.

      Tras varios siglos de independencia, aunque fuese a la sombra de las grandes potencias regionales, los judíos sufrieron como un trauma la pérdida de su reino y su Templo de Yahvé. Indudablemente, algo habían hecho mal para que su dios nacional hubiera permitido aquel desastre. Se forjó la creencia de que el destierro era una prueba que Yahvé ponía a su pueblo. Si los judíos permanecían fieles a Yahvé en esas circunstancias tan adversas, este obraría el milagro, un mesías anunciaría el fin de la opresión extranjera y el comienzo de los últimos días en los que el pueblo judío recuperaría su independencia. De hecho, la caída de Babilonia ante los persas y el Edicto del rey persa Ciro en 538 a. C. que permitía a los judíos regresar a su hogar nacional y reconstruir su templo, aunque fuese bajo tutela persa, se interpretó según este esquema, y hubo quien incluso vio en Ciro al esperado mesías.

      Así afirma Yahvé a su ungido Ciro, a quien he cogido por su diestra para sojuzgar delante de él a las naciones y desceñir los lomos de los reyes: «Yo avanzaré delante de ti y allanaré las montañas, quebraré los batientes de bronce y destrozaré férreos cerrojos». (Isaías 45, 1-2)

      Como complemento a esta visión, se conformó la imagen de la «muerte» de Israel y sus huesos machacados por los babilonios. Sin embargo, Yahvé devolvería la vida a esos huesos secos, es decir, «resucitaría» al pueblo de Israel. El profeta Ezequiel es el encargado de expresarlo en un texto un poco largo, pero fundamental para la formación de la creencia en la resurrección corporal:

      La mano de Yahvé vino sobre mí, y me llevó en el Espíritu de Yahvé, y me puso en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Y me hizo pasar cerca de ellos por todo en derredor; y he aquí que eran muchísimos sobre la faz del campo, y por cierto secos en gran manera. Y me dijo: Hijo de hombre, ¿vivirán

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