La resurrección. Javier Alonso Lopez

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La resurrección - Javier Alonso  Lopez

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el primero de este modo, llevaron al segundo al suplicio; le arrancaron el cabello con la piel, y le preguntaron: «¿Comerás antes que te atormenten miembro a miembro?» Él respondió en su lengua materna: «¡No comeré!» Por eso también él sufrió a su vez el martirio como el primero. Y cuando estaba a punto de dar su último suspiro, dijo: «Tú, malvado, nos arrancas la vida presente. Pero el Rey del mundo nos resucitará a una vida eterna, ya que nosotros morimos por su Ley». Después se divirtieron con el tercero. Le pidieron que sacara la lengua, y lo hizo enseguida, alargando las manos con gran valor. Y habló dignamente: «Del cielo las recibí, y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo modo de él». El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos. Cuando murió este, torturaron de modo semejante al cuarto. Y cuando estaba próximo a su fin, dijo: «Es preferible morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. En cambio, tú no resucitarás para la vida». Después sacaron al quinto, y lo atormentaron. Pero él, mirando al rey, le dijo: «Aunque eres un simple mortal, haces lo que quieres porque tienes poder sobre los hombres. Pero no te creas que Dios ha abandonado a nuestra nación. Espera y ya verás cómo su gran poder te tortura a ti y a tu descendencia». Después de este llevaron al sexto, y cuando iba a morir, dijo: «No te equivoques. Nosotros sufrimos esto porque hemos pecado contra nuestro Dios; por eso han ocurrido estas cosas extrañas. Pero tú, que te has atrevido a luchar contra Dios, no pienses que vas a quedar sin castigo». Pero ninguno más admirable y digno de recuerdo que la madre. Viendo morir a sus siete hijos en el espacio de un día, lo soportó con entereza, manteniendo la esperanza en el Señor. Con noble actitud, uniendo un ardor varonil a la ternura femenina, fue animando a cada uno, y les decía en su lengua: «Yo no sé cómo aparecisteis en mi seno; yo no os di el aliento ni la vida, ni ordené los elementos de vuestro organismo. Fue el creador del mundo, el que modela la raza humana y determina el origen de todo. Él, con su misericordia, os devolverá el aliento y la vida si ahora os sacrificáis por su Ley». (2 Macabeos 7, 1-23)

      El problema que planteaba esta conducta era que suponía una alteración de los valores tradicionales del judaísmo. Si en los siglos anteriores se había extendido la creencia de que Yahvé concedía larga vida al justo y se la arrebataba como castigo al malvado, ¿cómo era posible ahora que, precisamente por seguir la ley divina, uno perdiese la vida? Evidentemente, si el premio a la fidelidad no estaba en esta vida, debería encontrarse en otro sitio.

      La inspiración se encontraba al alcance de la mano, en el texto ya mencionado de Ezequiel: «He aquí, yo hago entrar espíritu en vosotros, y viviréis. Y pondré tendones sobre vosotros, y haré subir sobre vosotros carne, y os cubriré de piel, y pondré en vosotros espíritu, y viviréis; y sabréis que yo soy Yahvé».

      Justo en los años posteriores a la revuelta de los Macabeos, se escribió el libro de Daniel, donde ya se exponían con toda claridad las nuevas teorías relativas al final de los tiempos insinuadas de manera fragmentaria en varios libros bíblicos de épocas anteriores, muy en especial en Ezequiel. Al final de los tiempos, que contemplarán la culminación del mal, tendrá lugar el día de Yahvé. Daniel tiene una revelación sobre este día y el juicio que se celebrará:

      Mientras yo contemplaba, se aderezaron unos tronos y un Anciano se sentó. Su vestidura, blanca como la nieve; los cabellos de su cabeza, puros como la lana. Su trono, llamas de fuego, con ruedas de fuego ardiente. Un río de fuego corría y manaba delante de él. Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él. El tribunal se sentó, y se abrieron los libros. Miré entonces, atraído por el ruido de las grandes cosas que decía el cuerno, y estuve mirando hasta que la bestia fue muerta y su cuerpo destrozado y arrojado a la llama de fuego. A las otras bestias se les quitó el dominio, si bien se les concedió una prolongación de vida durante un tiempo y hora determinados. Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás. […] Yo contemplaba cómo este cuerno hacía la guerra a los santos y los iba subyugando, hasta que vino el Anciano a hacer justicia a los santos del Altísimo, y llegó el tiempo en que los santos poseyeron el reino. (Daniel 7, 9-22)

      Una vez establecida la creencia en la resurrección y el reparto de castigos y recompensas de acuerdo a la conducta mostrada en vida, quedaba por dilucidar una última cuestión. ¿Cómo sería esa resurrección? ¿Afectaría únicamente al alma o también al cuerpo?

      Los judíos que vivían en territorio palestinense y que estaban más arraigados en la cultura oriental, pensaban que la resurrección sería completa, corporal, tal como declaraba el tercer hermano de los siete al ser torturado («Del cielo las recibí, y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo modo de él»). Esta creencia se extendió invariable hasta época de Jesús y más allá. En el siglo segundo de nuestra era la creencia general era que el cuerpo de un ser humano resucitado sería exactamente el mismo que tuviera en el momento de la muerte, lo que incluía posibles defectos, deformidades, amputaciones, etc., pero, si eran encontrados entre los justos en el Juicio Final, serían sanados y restituidos en la perfección de la juventud.

      Por otro lado, aquellos judíos que vivían en la diáspora (es decir, fuera de Judea-Palestina), por lo general, en ciudades dentro de territorios profundamente impregnados de la cultura helenística y, en consecuencia, más receptivos a las ideas propias de la filosofía griega, pensaban que la resurrección afectaría únicamente al alma, parte incorruptible del ser humano que habita dentro del envoltorio corporal y que se libera de él una vez finalizada la vida terrenal y regresa a Dios, de donde procede. El libro de la Sabiduría, representante de esta corriente helenística dentro de la Biblia, lo expresa así:

      Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por la envidia del Diablo y los de su partido pasarán por ella. Pero las almas de los justos están en manos de Dios y no las tocará el tormento. A los ojos de los necios pareció que habían muerto, consideraban su tránsito como una desgracia, y su partida de entre nosotros, como destrucción, pero ellos están en la paz. Aunque a la vista de los hombres parezca que cumplen una pena, ellos esperaban de lleno la inmortalidad; sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes favores, porque Dios los puso a prueba y los encontró dignos de él. (Sabiduría 2, 23-3, 5)

      Ambas concepciones de la resurrección, la corporal y la meramente espiritual, convivieron durante siglos dentro del judaísmo y llegaron a la época de Jesús de Nazaret.

      Sin embargo, la sociedad judía nunca se caracterizó por ser monolítica en sus planteamientos, y de este modo, veremos que, en el siglo primero de nuestra era, momento que nos ocupa para la cuestión de la resurrección de Jesús, no todos los judíos pensaban lo mismo.

      A partir de la época macabea hay un nuevo elemento a tener en cuenta a la hora de estudiar las creencias judías sobre la resurrección. Fruto de las numerosas influencias a las que estaba expuesta la sociedad judía (muchas de ellas consideradas idolátricas y perniciosas, pero que, aun así, acabaron calando de una forma u otra en la ideología política y religiosa del judaísmo posterior al exilio), surgieron diversos grupos, sectas y corrientes de pensamiento diferentes, cada uno de ellos con su correspondiente naturaleza y creencias específicas.

      El punto de partida para una descripción de la sociedad judía de los siglos próximos al cambio de era son dos textos del historiador judío Flavio Josefo, que escribió su obra después de la derrota en la primer guerra judía contra Roma (66-70 d. C.). En sus Antigüedades de los judíos, Josefo, que se dirigía a un público romano de cultura clásica que desconocía prácticamente todo sobre su pueblo, describía de este modo la sociedad

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