Historia de dos ciudades. Charles Dickens
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Historia de dos ciudades - Charles Dickens страница 4
—Llevad esta respuesta y por ella sabrán que he recibido el mensaje. Buen viaje, ¡adiós!
Diciendo estas palabras, el viajero abrió la portezuela y entró en el vehículo, sin ser ayudado por los dos que ya estaban en él, quienes se habían ocupado en esconder sus relojes y su dinero en las botas y fingían, en aquel momento, estar dormidos.
El coche prosiguió la marcha, envuelto en más espesa bruma al iniciar el descenso.
El guarda volvió a guardar en la caja el arcabuz, no sin mirar a las pistolas que colgaban de su cinturón y luego examinó una caja que estaba debajo de su asiento, en la que había algunas herramientas, un par de antorchas y una caja con pedernal y yesca, para encender los faroles del carruaje, cosa que tenía que hacer varias veces de noche, cuando los apagaba el viento, y que lograba, si estaba de suerte, en cosa de cinco minutos.
—¡Tomás! —exclamó el guarda llamando al cochero.
—¿Qué quieres, José?
—¿Oíste el mensaje?
—Sí.
—¿Qué te parece?
—Nada, José.
—Pues es una coincidencia —murmuró el guarda— porque a mí me ocurre lo mismo.
Jeremías, ya solo en la niebla y en la obscuridad, echó pie a tierra, no solamente para descansar su caballo, sino que, también, para limpiarse el barro del rostro y secarse un poco el sombrero. Y cuando ya dejó de oír el ruido de las ruedas de la diligencia, emprendió el descenso de la colina.
—Después de galopar desde Temple Bar, amiga —dijo a la yegua, no me fiaré de tus patas hasta que estemos en terreno llano. “Resucitado”. Resulta un mensaje muy raro. Y eso no lo entiende Jeremías. Y, amigo Jeremías, si se pusiera de moda resucitar, tal vez te vieras en un serio compromiso.
Capítulo III.— Las sombras de la noche
Es un hecho maravilloso y digno de reflexionar sobre él, que cada uno de los seres humanos es un profundo secreto para los demás. A veces, cuando entro de noche en una ciudad, no puedo menos de pensar que cada una de aquellas casas envueltas en la sombra guarda su propio secreto; que cada una de las habitaciones de cada una de ellas encierra, también, su secreto; que cada corazón que late en los centenares de millares de pechos que allí hay, es, en ciertas cosas, un secreto para el corazón que más cerca de él late.
Y así, por lo que a este particular se refiere, tanto el mensajero que regresaba a caballo, como los tres viajeros encerrados en el estrecho recinto de una diligencia, eran cada uno de ellos un profundo misterio para los demás, tan completo como si separadamente hubiesen viajado en su propio coche y una comarca entera estuviese entre uno y otro.
El mensajero tomó el camino de regreso al trote, deteniéndose con la mayor frecuencia en las tabernas que hallaba en su camino, para echar un trago, pero sin hablar con nadie y conservando el sombrero calado hasta los ojos, que eran negros, muy juntos y de siniestra expresión. Aparecían debajo de un sombrero que, más que tal, semejaba una escupidera triangular y sobre un tabardo que empezaba en la barbilla y terminaba en las rodillas del individuo.
—¡No, Jeremías, no! —murmuraba el mensajero fija la mente en el mismo tema —Eso no puede convenirte. Tú, Jeremías, eres un honrado menestral, y de ninguna manera convendría eso a tu negocio. “Resucitado.” ¡Que me maten si no estaba borracho al decirme eso!
Tan preocupado le traía el mensaje, que varias veces se quitó el sombrero para rascarse la cabeza, la cual, a excepción de la coronilla, que tenía calva, estaba cubierta de pelos gruesos y ásperos que le caían casi hasta la altura de la nariz.
Mientras regresaba al trote para transmitir el mensaje al vigilante nocturno de la Banca Tellson, en Temple Bar, quien había de pasarlo a sus superiores, las sombras de la noche tomaban tales formas que le recordaban constantemente el mensaje, al paso que para la yegua constituían motivos de inquietud, y sin duda alguna debía de tenerlos a cada paso, porque se manifestaba bastante intranquila. Mientras tanto, para los viajeros que iban en la diligencia que corría dando tumbos, aquellas sombras tomaban las formas que sus semicerrados ojos y confusos pensamientos les prestaban.
Parecía que el Banco Tellson se hubiera trasladado a la diligencia. El pasajero que al establecimiento pertenecía, con el brazo pasado por una de las correas, gracias a lo cual evitaba salir disparado contra su vecino cuando el coche daba uno de sus saltos, cabeceaba en su sitio con los ojos medio cerrados. Creía ver que las ventanillas del coche, el farol que los alumbraba débilmente y el bulto que hacía el otro pasajero, eran el mismo Banco y que en aquellos momentos él mismo realizaba numerosos negocios.
El ruido de los arneses era el tintineo de las monedas, y pagaba más letras en cinco minutos, de lo que el Banco Tellson, a pesar de sus relaciones nacionales y extranjeras, había pagado nunca en tres veces en el mismo tiempo. Luego, ante el adormilado pasajero se abrieron los sótanos del Banco, sus valiosos almacenes, sus secretos, de los que conocía una buena parte, y él circulaba por allí con sus llaves y alumbrándose con una vela, viendo que todo estaba tranquilo, seguro y sólido como lo dejara.
Pero aunque el Banco estaba siempre con él y aunque también le acompañaba el coche, de un modo confuso, como bajo los efectos de un medicamento opiado, había en su mente otras ideas que no cesaron durante toda la noche. Su viaje tenía por objeto sacar a alguien de la tumba.
Pero lo que no indicaban las sombras de la noche era cuál de los rostros que se le presentaban pertenecía a la persona enterrada. Todas, sin embargo, eran las rostros de un hombre de unos cuarenta y cinco años, y diferían principalmente por las pasiones que expresaban y por su estado de demarcación y de lividez. El orgullo, el desdén, el reto, la obstinación, la sumisión y el dolor se sucedían unos a otros y también, sucesivamente, se presentaban rostros demacrados, de pómulos hundidos, y de color cadavérico. Pero todos los rostros eran de un tipo semejante y todas las cabezas estaban prematuramente canas. Un centenar de veces el pasajero medio adormecido preguntaba a aquel espectro:
—¿Cuánto tiempo hace que te enterraron?
—Casi dieciocho años —contestaba invariablemente el espectro.
—¿Habías perdido la esperanza de ser desenterrado?
—Ya hace mucho tiempo.
—¿Sabes que vas a volver a la vida?
—Así me dicen.
—¿Te interesa vivir?
—No puedo decirlo.
—¿Querrás que te la presente? ¿Quieres venir conmigo a verla?
Las respuestas a esta pregunta eran varias y contradictorias. A veces la contestación era: “¡Espera! Me moriría si la viera tan pronto.” Otras salía la respuesta de entre un torrente de lágrimas, para decir: “¡Llévame junto a