Historia de dos ciudades. Charles Dickens

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estos discursos imaginarios, el viajero, en su fantasía, cavaba la tierra sin descanso, ya con la azada, con una llave o con sus manos, a fin de desenterrar a aquel desgraciado. Por fin lo lograba, y con el pelo y el rostro sucios de tierra se caía de pronto. Entonces, al tocar el suelo se sobresaltaba y, despertando, bajaba la ventanilla para sentir en su mejilla la realidad de la bruma y de la lluvia.

      Pero aun entonces, con los ojos abiertos y fijos en el movedizo rastro de luz que en el camino iba dejando el farol del vehículo, veía cómo las sombras del exterior tenían el mismo aspecto que las del interior del coche. Veía nuevamente la casa de banca en Temple Bar, los negocios realizados en el día anterior, las cámaras en que se guardaban los valores, el mensajero que le mandaron. Y entre todas aquellas sombras surgía la cara espectral y se acercaba a él de nuevo.

      —¿Cuánto tiempo hace que te enterraron?

      —Casi dieciocho años.

      —Supongo que querrás vivir.

      —No lo sé.

      Y cavaba, cavaba, cavaba, hasta que el impaciente movimiento de uno de los pasajeros le indicó que cerrara la ventanilla. Entonces, con el brazo pasado por la correa se fijó en las formas de aquellos dos dormidos, hasta que su mente perdió la facultad de fijarse en ellos y de nuevo fantaseó acerca del Banco y de la tumba.

      —¿Cuánto tiempo hace que te enterraron?

      —Casi dieciocho años.

      —¿Habías perdido la esperanza de ser desenterrado?

      —Hace mucho tiempo.

      Las palabras estaban aún en su oído, tan claras como las más claras que oyera en su vida, cuando el cansado viajero se despertó a la realidad del día, y vio que se habían alejado ya las sombras de la noche.

      Bajó la ventanilla y miró al exterior, al sol naciente. Había un surco y un arado abandonado la noche anterior al desuncir los caballos; más allá vio un bosquecillo, en el cual había aún muchas hojas amarillentas y rojizas. Y aunque la tierra estaba húmeda y fría, el cielo era claro, el sol nacía brillante, plácido y hermoso.

      —¡Dieciocho años! —exclamó el pasajero mirando al sol. — ¡Dios mío! ¡Estar enterrado en vida durante dieciocho años!.

      Cuando la diligencia hubo llegado felizmente a Dover, a media mañana, el mayordomo del Hotel del Rey Jorge abrió la portezuela del coche, como tenía por costumbre. Lo hizo con la mayor ceremonia, porque un viaje en diligencia desde Londres, en invierno, era una hazaña digna de loa para el que la emprendiera.

      Pero en aquellos momentos no había más que un solo viajero a quien felicitar, porque los dos restantes se habían apeado en sus respectivos destinos. El interior de la diligencia, con su paja húmeda y sucia, su olor desagradable y su obscuridad, parecía más bien una perrera de gran tamaño. Y el señor Lorry, el pasajero, sacudiéndose la paja que llenaba su traje, su sombrero y sus botas llenas de barro, parecía más bien un perro de gran tamaño.

      —¿Habrá mañana barco para Calais, mayordomo?

      —Sí, señor, si continúa el buen tiempo y no arrecia el viento. La marca sube a las dos de la tarde. ¿Quiere cama el señor?

      —No pienso acostarme hasta la noche, pero deseo una habitación y un barbero.

      —¿Y el almuerzo a continuación, señor? Perfectamente. Por aquí, señor. ¡La Concordia para este caballero! ¡El equipaje de este caballero y agua caliente a la Concordia! ¡Que vayan a quitar las botas del caballero a la Concordia! Allí encontrará el señor un buen fuego. ¡Que vaya en seguida un barbero a la Concordia!

      El dormitorio llamado “La Concordia” se destinaba habitualmente al viajero de la diligencia y ofrecía la particularidad de que, al entrar, siempre parecía el mismo personaje, pues todos iban envueltos de pies a cabeza de igual manera; en cambio, a la salida era incontable la variedad de los personajes que se veían. Por consiguiente otro criado, dos mozos, varias muchachas y la dueña se habían estacionado al paso, del viajero, entre la Concordia y el café, cuando apareció un caballero de unos sesenta años, vestido con un traje pardo en excelente uso y luciendo unos puños cuadrados, muy grandes y enormes carteras sobre los bolsillos, y que se dirigía a almorzar.

      Aquella mañana el café no tenía otro ocupante que el caballero vestido de color pardo. Se le puso la mesa junto al fuego; al sentarse quedó iluminado por el resplandor de las llamas y se quedó tan inmóvil como si quisiera que le hiciesen un retrato.

      Se quedó mirando tranquilamente a su alrededor, en tanto que resonaba en su bolsillo un enorme reloj. Tenía las piernas bien formadas y parecía envanecerse de ello, porque las medias se ajustaban perfectamente a ellas y eran de excelente punto. En cuanto a los zapatos y a las hebillas, aunque de forma corriente, eran de buena calidad. Ajustada a la cabeza llevaba una peluca rizada, que, más que de pelo, parecía de seda o de cristal hilado. Su camisa, aunque no tan buena como las medias, era tan blanca como la cresta de las olas que rompían en la cercana playa. El rostro, habitualmente tranquilo, y apacible, se animaba con un par de brillantes ojos, que sin duda dieron mucho que hacer a su propietario en años juveniles para contenerlos y darles la expresión serena y tranquila propia de los que pertenecían a la Banca Tellson. Tenía sano color en las mejillas, y su rostro, aunque reservado, expresaba cierta ansiedad.

      Y como los que se sientan ante el pintor para que les haga el retrato, el señor Lorry acabó por dormirse. Le despertó la llegada del almuerzo y dijo al criado que le servía:

      —Deseo que preparen habitación para una señorita que llegará hoy. Preguntará por el señor Jarvis Lorry, o, tal vez, solamente por un caballero del Banco Tellson. Cuando llegue, haced el favor de avisarme.

      —Perfectamente, señor. ¿Del Banco Tellson, de Londres, señor?

      —Sí.

      —Muy bien, señor. Tenemos el honor de alojar a los caballeros del Banco Tellson en sus viajes de ida y vuelta de Londres a París. Se viaja mucho, en el Banco Tellson, señor.

      —Sí. Somos una casa francesa y también inglesa.

      —Es verdad. Pero vos, señor, no viajáis mucho.

      —En estos últimos años, no. Han pasado ya quince años desde que estuve en Francia por última vez.

      —¿De veras? Entonces no estaba yo aquí todavía. El Hotel estaba en otras manos entonces.

      — Así lo creo.

      —En cambio, me atrevería a apostar que una casa como el Banco Tellson ha venido prosperando, no ya desde hace quince años sino, tal vez, desde hace cincuenta.

      —Podríais decir ciento cincuenta sin alejaros de la verdad.

      —¿De veras?

      Y

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