Pobre cerebro. Sebastián Lipina

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Pobre cerebro - Sebastián Lipina Singular

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implica la experiencia de pobreza en diferentes sociedades. Además, el barómetro de la Deuda Social de la Infancia –que forma parte del ODSA– incluye entre sus instrumentos de medición los relacionados con el ingreso y las necesidades básicas, pero también incorpora de manera innovadora indicadores asociados al respeto o violación de los derechos de los niños en términos de los artículos propuestos por la Convención sobre los Derechos del Niño de las Naciones Unidas. Algunos de estos –por ejemplo, los referidos al juego de los niños con sus familiares, a las actividades en el hogar tendientes a la estimulación del aprendizaje, las prácticas recreativas o la celebración de los cumpleaños– resultan elocuentes a la hora de considerar el bienestar psicológico de los niños. Y el informe del PNUD ya mencionado registró el impacto de la pobreza sobre la vida psíquica de adultos y niños en diferentes sociedades. El objetivo de ese instrumento es informar al sector privado sobre prácticas innovadoras de inclusión social para que las implementen en sus sistemas de administración de recursos humanos.

      Si bien todos estos esfuerzos son muy positivos, distan de ser suficientes y de estar generalizados. Todavía estamos inmersos en una cultura en la que priman los criterios de ingreso y necesidades básicas para identificar a quienes sufren la tragedia de la pobreza. Sin embargo, en la medida en que estas perspectivas puedan ampliarse e incluyan la dimensión del sufrimiento humano, también será factible superar la ceguera moral de las definiciones que reducen un fenómeno complejo que afecta la vida de millones de personas a un conjunto discreto de variables económicas. Desde una perspectiva moral, el uso de indicadores sencillos que buscan evitar la complejidad metodológica y logística, propio de los criterios clásicos de medición de pobreza, no debería primar sobre la consideración del sufrimiento de nuestros congéneres.

      El enfoque multidimensional del fenómeno ha estimulado a los investigadores del área de la ciencia del desarrollo a estudiar su carácter dinámico y sus múltiples impactos. Recién a mediados de la década de 1990 comenzó a tenerse en cuenta el momento en el que se inician las privaciones en la vida de un niño y su duración. También en esa etapa se empezaron a investigar las correlaciones entre los distintos factores de la pobreza y sus efectos en la salud física y psicológica. Por lo general, el consenso actual en ese ámbito es que el impacto de la pobreza sobre el desarrollo emocional, cognitivo y social de los niños depende de la cantidad de factores de riesgo a los que están expuestos, de la coocurrencia de adversidades, de los momentos de la vida en los que experimentan las privaciones y de su susceptibilidad al ambiente (es decir, de sus posibilidades de adaptarse a la adversidad). Por ejemplo, algunos estudios realizados durante las últimas dos décadas en diferentes sociedades del mundo sugieren que cuanto más tiempo vive una familia en situación de pobreza menor es la cantidad y calidad de los estímulos para el desarrollo cognitivo y el aprendizaje en el hogar (Bradley y Corwyn, 2002).

      Otras investigaciones indican que tanto la pobreza persistente como la ocasional pueden afectar el desarrollo cognitivo y emocional de los niños; desde luego, los efectos de la primera suelen ser más pronunciados. También hay especialistas que indagan si los niños viven en centros urbanos o rurales, dado que esos contextos difieren, entre otros factores, en términos de estructuras familiares, división del trabajo, acceso a los sistemas de salud, educación y seguridad social, y en las características de las comunidades y de las redes sociales de apoyo familiar: el contexto rural suele asociarse a una mayor incidencia de los impactos de la pobreza y la indigencia. Por último, diferentes estudios realizados durante las últimas cuatro décadas han permitido identificar otros factores decisivos como el estado de salud de los niños desde antes de su nacimiento; la educación, ocupación y salud mental de padres y maestros; la estimulación del desarrollo emocional, cognitivo, del lenguaje y del aprendizaje en el hogar, la escuela y la comunidad; la presencia de factores que generan estrés en cualquiera de esos contextos de desarrollo; el acceso de padres y niños a los sistemas de seguridad e inclusión social; y el sistema de normas, valores, creencias y expectativas de cada comunidad. A la hora de idear acciones orientadas a prevenir o actuar sobre los efectos de la pobreza, estos factores pueden considerarse blancos de las intervenciones.

      Algunos estudios efectuados en los años noventa permitieron observar que el mismo nivel de ingreso o confort material puede ser percibido de forma diferente por los integrantes de una familia si los padres comunican o no a sus hijos sus preocupaciones sobre la inseguridad económica o si se dejan de lado los materiales y experiencias que permitan estimular el aprendizaje de los niños por falta de recursos. Esto sugiere que la experiencia subjetiva también explica en parte los efectos de la pobreza sobre el bienestar psicológico de los niños y su desempeño; por lo tanto, debe considerársela en el momento de diseñar una acción o intervención orientada a optimizar el desarrollo humano. Otros estudios han mostrado que la falta de apoyo familiar durante la escolaridad primaria también podría influir. Asimismo, la experiencia subjetiva de la pobreza depende en muchos casos de las comparaciones entre pares en los diferentes contextos de desarrollo, y su eventual amplificación a través de los medios masivos de comunicación y las redes sociales virtuales.

      Como sociedad deberíamos procurar adquirir aprendizajes y generar competencias de comunicación que nos permitan interactuar con otros grupos de personas: con profesionales, con técnicos y con aquellos que realizan proyectos y políticas en áreas que involucran el desarrollo humano porque, en última instancia, las intervenciones de organismos gubernamentales y no gubernamentales pueden modificar las consecuencias de la pobreza, algo que sin duda no puede hacerse sólo sobre la base de la actividad académica. La investigación científica puede aportar conocimientos acerca de cuáles son los métodos de evaluación de los procesos y resultados del desarrollo más adecuados en función de las planificaciones de los entes gubernamentales y multilaterales; además de acercar las discusiones teóricas que alimentan la construcción de prácticas políticas en función de cómo la sociedad, a partir de distintas fuentes de conocimiento, actualiza las nociones de desarrollo infantil.

      Entre tanto, la ciencia debe cuestionarse a sí misma para delimitar su lugar en las transformaciones culturales y morales que hoy en día requiere nuestra civilización y también debe interpelar de manera constructiva a quienes diseñan las políticas públicas. En particular, la ciencia del desarrollo contemporánea aporta información que permite describir una porción mínima, pero significativa, del impacto de la pobreza sobre el desarrollo humano. Una parte importante de esa contribución tendría que orientarse a nutrir un compromiso ético que contribuya a hacernos comprender por qué la pobreza es uno de los fenómenos más prevalentes en todo el mundo; cómo destruye oportunidades de desarrollo y enferma prematuramente a las personas, y qué alternativas de cambio e innovación es posible considerar teniendo en cuenta esos mecanismos de destrucción.

      Este libro busca orientar al lector interesado en pensar las respuestas a esas preguntas desde la perspectiva actual de la psicología y la neurociencia cognitiva del desarrollo. Su título propone reflexionar acerca de lo que nuestra civilización genera en el cerebro de las personas, pero también sobre las limitaciones de esas dos disciplinas contemporáneas para comprenderlo y construir conocimientos que contribuyan a protegerlo, tarea que necesariamente requiere salir del laboratorio e integrarse con otras disciplinas y prácticas sociales. No abordaremos aquí la cuestión de los mecanismos con que nuestra civilización causa desigualdad, sino la evidencia psicológica y neurocientífica de la pobreza como forma de esa desigualdad en el nivel autorregulatorio –como mecanismo de disminución de oportunidades para el desarrollo de capacidades– y algunos elementos centrales para pensar la construcción de la igualdad.

      En cada uno de los capítulos que siguen haremos foco sobre un conjunto de líneas de investigación iniciadas durante la segunda mitad del siglo XX que siguen siendo productivas en la actualidad. En el capítulo 1 presentaremos un panorama de la situación mundial y regional de la pobreza general e infantil que, aunque se sostenga en estadísticas, permite apreciar el nivel de la tragedia en que está inmersa la humanidad. En el capítulo 2, a partir de la evidencia actualizada que

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