Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
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—Eres un carca, Gallagher.
—Sí, supongo que lo soy —dije asintiendo mientras le abría la puerta del pub y la dejaba salir primero—. Por eso te voy a llevar a casa.
—¡Uf, estoy deseando cumplir los veintiuno para hacer lo que me dé la gana y no darle cuentas a mi padre! —dijo suspirando y tomándome del brazo—. Y ahora nos vamos a ir por ahí a celebrarlo, nada de llevarme a casa.
—¿Qué celebramos?
—No lo sé, lo que quieras. Mi padre se marcha a pasar la Nochevieja con esa guarra a algún paraíso exótico y quiere que me vaya con mi tía para no dejarme sola, tiene mala conciencia. Le he dicho que ni hablar y me da igual lo que él opine —dijo haciendo un esfuerzo por sonreír—. Además, habíamos quedado tú y yo.
—Puedes cambiar de planes si lo prefieres.
—No, prefiero ir contigo. No soporto estar en casa de tía Milly —susurró.
«Y yo contigo», pensé sonriendo y tendiéndole un cigarro de camino al coche. Ella lo encendió y tras darle una calada me lo puso en los labios, manchado con su carmín.
Dejamos el Rolls en el garaje y, así, con su vestidito, estaba tan preciosa que parecía una princesa, así que decidí llevarla en un coche de caballos a pasear por Central Park, como si lo fuera de verdad. Yo no podía hacerle regalos caros. Simplemente me pareció algo romántico, algo que estaba seguro que le iba a sorprender.
Alquilé un coche cubierto, nos tapamos con una manta y en silencio recorrimos The Mall escuchando los cascos de los caballos, el ruido lejano de la ciudad y al cochero silbar alguna vieja canción irlandesa.
—«Oh, Danny Boy, las gaitas, las gaitas están llamando de valle a valle y bajo la ladera de la montaña. El verano se ha ido, y las rosas van cayendo. Eres tú, debes irte y yo debo aguardar» —canté recordando la letra de aquella melodía—. La cantaba mi abuelo.
—¿Por qué todos los cocheros son descendientes de irlandeses? —preguntó Frank, recostándose en mi hombro y aferrándose a mi brazo.
—No lo sé, también lo son casi todos los policías y los bomberos de Nueva York —dije hablando con voz suave, muy cerca de su oído.
—¿Y tu padre?
—Mi padre era pianista. —Sonreí.
—Un soñador, como tú —dijo mirándome a los ojos.
Me quedé mirándola sintiendo cómo mi cuerpo la reclamaba. «Tal vez es el momento», pensé a punto de besarla. Pero de pronto ella tembló y la atraje hacia mí para darle calor.
—¿Y tú con que sueñas, Frank? —susurré.
—Con ser libre, cuando actúo me siento así, libre de mi padre y de todos.
—Es un buen sueño —dije besando su pelo.
—¿Y el tuyo? ¿Tienes un sueño, Mark?
Y pensé que ella era mi sueño, que en realidad siempre lo había sido, aunque yo no lo supiese.
—Quiero ser pianista de jazz en La Costa Azul —dije avergonzado.
Pero en vez de reírse, como pensé que haría, Frank me miró con un brillo especial en los ojos.
—Me parece un sueño precioso —susurró.
—Solo necesito… un poco de suerte —suspiré—. Aunque los sueños pueden cambiar.
Olía de maravilla, la noche era preciosa, el parque parecía un oasis dentro del caos de la ciudad y amortiguaba el incesante ruido de los coches de policía, las ambulancias y el tráfico perpetuo.
—Nadie me había traído a pasear en calesa por el parque —dijo cerrando los ojos—. Eres un romántico, Gallagher.
Sonreí dándole la razón. Ella comenzó a respirar profundo, más lentamente y sin apenas moverme para no molestarla, pude contemplar cómo Frank se iba quedando dormida poco a poco, recostada sobre mi hombro, mientras el cochero silbaba aquella vieja canción irlandesa que hacía llorar a mi abuelo.
Capítulo 7
Night & Day
El plan de Frank era colarse en el cotillón de Nochevieja del Waldorf Astoria. Nada más ni nada menos.
—¿Por qué el Waldorf? —le pregunté extrañado.
—Porque… no sé… es un lugar con historia, con clase, algo antiguo. Y porque a mi madre le encantaba ese hotel —dijo con melancolía.
—Nunca he estado, así que…
—Pues te va a gustar. Tengo un secreto —rio.
—No sé si preguntar… —dije riéndome y negando con la cabeza.
—Verás… mi padre es diplomático. —La miré con extrañeza—. Entre los pisos veintiocho y cuarenta y dos del Waldorf, las Waldorf Towers tienen los mejores apartamentos y suites de la ciudad donde vive gente muy importante. Las Naciones Unidas tienen allí la residencia oficial de su representante permanente y…
No entendía nada y todo aquello me parecía una locura absoluta.
—¿Y?
—Y mi padre tiene llave. No se suele utilizar nunca esa suite, pero da la casualidad de que yo tengo acceso a esa llave. —Sonrió muy orgullosa de sí misma—. Mi padre y mi madre se citaban allí en secreto. Y gracias a eso nos vamos a colar en el cotillón que se celebra en el hotel esa noche. Será divertido —añadió Frank convencida de sus palabras, y creo que también me convenció a mí con su entusiasmo, ese arrebato tan maravilloso que ponía en todo cuanto hacía o decía.
En realidad, tengo que reconocer que me daba igual dónde quisiese pasar la Nochevieja. Lo único que yo quería era descubrir qué ropa interior iba a ponerse aquella noche tan especial. Me importaba bien poco la locura que intentase poner en práctica. Es más, me divertía mucho todo lo que ella había tramado. Y me moría de curiosidad, así que le seguí el juego e hice una apuesta conmigo mismo. Estaba casi seguro de que no elegiría el típico conjunto de sujetador rojo para nuestra noche en el Waldorf.
Terminaba el 2011, apenas le quedaban unas horas y sentía ese cambio en el aire, en mi cuerpo. Era la constatación de que deseaba a Frank con cada fibra y cada poro de mi ser, con cada nueva respiración.
El apartamento que compartía con Pocket era un loft sin paredes, pero con un amplio ventanal con vistas a la ciudad, que llenaba de luz toda la estancia sin apenas muebles.
Me gustaba mucho aquel apartamento. Estaba situado en un antiguo y medio abandonado edificio industrial del que querían echarnos los dueños para construir apartamentos de lujo. Queens estaba cambiando y ahora todo eran pisos carísimos y viviendas de diseño.
—Me has decepcionado,