Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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en el cuarto de al lado, sin ningún reparo en que los oyésemos. Así que decidí hacer uso del tocadiscos que había en el salón para intentar disfrazar el sonido de los jadeos que llegaban de la otra habitación. Estaba claro que me las había prometido muy felices, pero la noche no estaba saliendo como esperaba, poca intimidad y demasiada en el caso de sus amigos.

      Saqué un CD de ópera que imaginé sería de la madre de Frank.

      —Espera —dijo poniéndolo ella—. Esta era la preferida de mamá, su favorita, la nueve. La cantaba de maravilla.

      Una maravillosa y profunda voz femenina comenzó a cantar la famosa melodía.

      —Es Carmen, de Bizet y su habanera. «El amor es un pájaro rebelde que nadie puede domesticar…» —comenzó a traducir Frank para volver inmediatamente al francés.

      Definitivamente, estaba perdido.

      … Si tú no me amas, yo te amo;

      y si te amo, ¡cuídate de mí!

      El pájaro que creías domesticado

      bate las alas y remonta vuelo…

      El amor está lejos y tú lo esperas;

      ya no lo esperas ¡y aquí está!

      A tu alrededor, rápido, muy rápido,

      viene, se va y luego regresa…

      Crees que lo tienes y se te escapa.

      Crees escaparle y él te tiene.

      L’amour est un oiseau rebelle, Carmen (Gorges Bizet)

      Capítulo 4

      La Bohème, Giacomo Puccini

      Ambos continuamos escuchando en silencio. Cuando terminó la hermosa melodía aún se oían los gemidos de la tal Chloe y el crujir de los muelles de la cama. Su acompañante, al parecer, era de los silenciosos.

      Las cosas no marchaban como yo me había imaginado. En mi mente había pensado dar esquinazo a la niñata y su amiguito y aprovechar esa cama con Frank.

      Minutos después volvieron a empezar y resoplé entre rabioso y excitado.

      —Parece que no se cansan —dije harto.

      —Pasa de ellos. Pondremos más ópera —dijo Frank cambiando el CD—. La preferida de mi madre era un aria que nunca cantó porque no entraba dentro de su registro, el dueto de Mimí y Rodolfo en La Bohème de Puccini. Ella era mezzo, no soprano.

      —No entiendo nada de ópera —reconocí sonriendo avergonzado.

      —No importa, solo debes sentir la música. Hay gente con una gran educación y sin gota de sensibilidad.

      Hice caso a Frank y me puse a escuchar. Pronto comencé a sentir el diálogo entre ambos, la música es igual sea la que sea, no importa qué genero tenga, expresa emociones y siempre me ha sido fácil captarlas en una partitura. Aunque mi modo de tocar sea más intuitivo que otra cosa.

      —Cuéntame más —le pedí.

      —Verás, esta obra transcurre en el París bohemio de la primera mitad del siglo XIX. Rodolfo es un poeta mujeriego y Mimí una bordadora que cree en el amor. Son vecinos y se encuentran en la escalera. Ella está enferma de tuberculosis, se desvanece de cansancio y él la ayuda a entrar en casa. La luz de la vela se apaga mientras buscan una llave. Tanteando en la oscuridad sus manos se encuentran —me fue explicando Frank con voz suave, casi en un susurro mientras comenzaba a traducir—. Rodolfo canta primero, ve a Mimí e inmediatamente se enamora de ella. Che gélida manina, «Qué manita más fría», le canta. Después le sigue Mimí y luego continúa Rodolfo con O soave fanciulla, «Oh, niña suave», es un aria que cantan los dos juntos declarándose su amor. Es como… como si…

      —Si cantasen su flechazo, ¿no?

      —Sí, eso es.

      —Sé algo de música. Toco el piano —reconocí algo azorado.

      —¿Ah, sí? Pues aquí no hay piano, pero tendrás que demostrármelo en cuanto tengas uno delante.

      —No hay problema —asentí.

      Frank me miraba fijamente, supongo que sorprendida, y creo que enseguida se dio cuenta de que me gustaba aquello de la ópera. Eso me hizo sentirme menos inseguro delante de ella.

      —Eres… me asombras, ¿sabes? —dijo.

      Cogió de nuevo la botella de vino y le dio otro trago largo. Se la estaba bebiendo entera ella solita y eso no me estaba haciendo ninguna gracia.

      —¿No bebes? —preguntó extrañada.

      —No, nunca.

      Se encogió de hombros y volvió a beber de la botella.

      —Pero supongo que sí bailas. —Sonrió con los ojos brillantes por culpa del alcohol.

      —Anda, no bebas más —dije serio, quitándole la botella, dejándola sobre una mesita y tomando su mano.

      No quería verla borracha, a ella no.

      —¿Quieres que bailemos? —me pidió con dulzura.

      —Sí —susurré.

      Había algo en aquella chica que me hacía sentir una gran ternura, algo frágil en su forma de mirarme, cuando estaba en silencio.

      «¡Te estás volviendo un blando, joder!», me dije a mí mismo y decidí probar suerte a ver si al menos conseguía besarla y acariciar ese culo perfecto que me volvía loco.

      «Lo mejor va a ser comenzar por la sonrisa Gallagher», pensé.

      —Aunque no sé si esto se puede bailar. —Sonreí con intención, intentando lo que siempre me había funcionado.

      —Claro que se puede —dijo poniendo sus pequeñas manos alrededor de mi cuello.

      Yo tomé su cintura entre las mías para bailar esa música que, aunque culta, era muy romántica. Pensé en comenzar con mi numerito de seducción de siempre, pero la miré a los ojos y estaba claro, Frank no era la típica chica fácil y aquella vez mi sonrisa especial abre piernas no iba a funcionar, con ella no. No quería que fuese así.

      Ella apoyó su cabeza sobre mi pecho, soltándose de mi cuello y posando sus manos en mí, cerró los ojos. Algo dulce, muy agradable, como un suave calor, me invadió.

      Con ella debía tener más imaginación, más clase, y estaba claro que aquella noche no era mi noche, así que me di por vencido y decidí disfrutar de su calor, su compañía y nada más.

      —Bailas bien, Gallagher —susurró Frank.

      —Lo sé. Todo el mundo me lo dice.

      —Eres un

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