Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
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—¿No quieres pasar? —susurró mordiéndose el labio de un modo muy provocativo.
Después se apoyó en el marco de la puerta con una sensual indolencia, haciendo que todo mi cuerpo comenzase a desearla intensamente.
—Nos vemos mañana, señorita Sargent —dije sonriéndole con ternura.
—Vale, será lo mejor. Au revoir —asintió sonriendo también para, acto seguido, ponerse seria—. Tienes que saber que no tengo corazón, Mark.
De pronto una niebla de tristeza cubrió su mirada y sentí ganas de abrazarla. Quise decirle que lo dudaba, que sabía que no era así, susurrándole muy bajito, al oído, acariciando su pelo, que no podía existir una belleza como la suya sin corazón.
—Y yo no soy un buen chico, Stella.
Me miró fijamente a los ojos y su mirada volvió a cambiar. Esta vez se volvió fría y distante para, inmediatamente, volver a tornarse desafiante y alegre.
—Dickens, ¿eh? ¿Ves como no eres ningún palurdo?
—Autodidacta y sinvergüenza. —Sonreí con una de esas sonrisas que hacían que las mujeres se volviesen suaves y dulces entre mis brazos.
—No te creo —rio y sus ojos brillaron provocadores.
—Hasta mañana Frank, que tengas dulces sueños —dije sin dejar de sonreír, caminando hacia el ascensor muy despacio. No quería marcharme de allí.
«Sueña conmigo», deseé con fuerza.
De pronto me llamó.
—¡Eh, Gallagher!
—¿Qué? —dije volviéndome a mirarla.
—¿Entrarás a verme al teatro mañana?
—¿Yo? —pregunté descolocado por su proposición.
—Sí, venga, me haría ilusión —pidió Frank haciendo pucheros como una niña pequeña.
—Bueno… sí, vale —reí azorado.
—Y después elijo yo el sitio, Mark —me dijo justo antes de que las puertas del ascensor se cerrasen.
Esa noche sentí que conectábamos, que éramos dos doloridas almas solitarias, muy parecidas, tal vez demasiado.
Quizás el mirlo negro se iba a marchar por fin, iba a levantar el vuelo y dejar de acechar mi puerta y la suya.
Y al regresar a casa solo, tras dejar a Frank en su casa y el Mercedes en el garaje de los Sargent, sentí que la ciudad era más bonita, el mundo más amable, la existencia más confortable. Porque ahora que sabía que ella habitaba este mundo, que existía un ser como Frank, esta vida ya no se parecía tanto a una broma pesada o a un fraude.
Tal vez había llegado la hora de añadir algunas nuevas frases a mi epitafio.
Capítulo 3
Maria, West Side Story (Leonard Bernstein)
Está mal que yo lo diga, pero soy un tío guapo y sé que a las mujeres se lo parezco en general. Y estaba seguro de que con Frank no iba a ser diferente.
La noche siguiente me descubrí mirándome en el espejo, comprobando mi aspecto, recién duchado y afeitado. Después salí silbando de mi apartamento, de camino a casa de los Sargent, y así continué en el metro, para llegar al Upper East Side, en Manhattan, recoger el Mercedes y llevar a Frank a Broadway.
Estaba contento. No, rectifico, contento es decir poco, estaba exultante. Y de ese buen humor entré al teatro, media hora antes de que comenzase la función. Ella me había dicho que solo formaba parte del grupo de baile, pero aun así vi la función entera entre bambalinas.
Nada más comenzar la historia me vi reflejado en Tony, me reconocí en aquel chico de un barrio de Nueva York, ese que sentía que algo estaba a punto de sucederle, el que presentía que su vida iba a cambiar, lo sentía en el aire, en las cosas y lo cantaba.
La escena del baile donde se conocen los protagonistas comenzó y, una vez la vi bailar a ella, para mí ya no existieron las demás bailarinas, ni los actores que hacían de María y Tony ni nadie. Frank formaba parte de las chicas de los Jets, la banda enemiga de los Sharks, los puertorriqueños.
La música me envolvió en aquella escena del encuentro de los dos amantes, en la que todo desaparece para ellos, cuando se descubren y se sumergen el uno en la mirada del otro. Jamás había visto un musical de Broadway y disfruté al máximo de él, admirando cómo Frank cantaba y movía su cuerpo, su pequeño, elástico y hermoso cuerpo, al compás de la música de Leonard Bernstein.
Después, Tony cantaba a María y yo era ese Tony, el que acababa de conocer a una chica y se había enamorado.
Más tarde ocurría la tragedia anunciada y enseguida comprendí que la obra estaba basada en Romeo y Julieta. Había leído a Shakespeare en el colegio, me gustaba y me hubiese encantado poder estudiarlo en serio, en la universidad, pero no pudo ser.
Cuando Frank acabó su interpretación aplaudí a rabiar, orgulloso de ella, de su trabajo, y feliz por haber podido tener el privilegio de contemplarlo. Y sintiéndome muy poca cosa, deseé poder tener un trabajo del que ella también pudiese sentirse orgullosa.
La seguí hasta los camerinos dispuesto a decirle lo mucho que me había gustado la obra y su papel. Pasé entre bonitas bailarinas semidesnudas que no paraban de saludarme y silbar a mi paso. Pero tenía prisa, solo quería verla a ella.
La encontré al fondo del camerino, una estancia grande y con un ambiente bohemio y ruidoso, en penumbra, donde todas las actrices se cambiaban de ropa y se maquillaban juntas, charlando, cantando y riendo mientras hacían estiramientos o preparaban la voz. Si yo hubiese sido el de antes, tan solo un día atrás en mi vida, aquel espectáculo de perfectas formas femeninas casi desnudas me hubiese parecido el paraíso en la Tierra. Pero estaba claro que algo me pasaba porque pasé de largo en busca de Frank y me quedé allí, sin atreverme a salir, medio escondido tras una cortina llena de lentejuelas, espiándola entre las sombras mientras se desvestía.
Frank se quitó la falda de vuelo y la blusa, junto con el sujetador, y se puso un batín que parecía de hombre, de seda y a rayas, en color granate, haciéndolo resbalar sobre su piel, de pie ante mis ojos. Tan solo tapaba su sexo con una escueta tanga, el resto de su menudo y sensual cuerpo quedó expuesto a mis ávidos ojos. Admiré sus formas de piel blanca y perfecta sin poder dejar de disfrutar de su contemplación, con ansia. La silueta de sus pechos algo respingones, de pezones grandes y sonrosados, naturales, sin cirugía; su cintura que cabría entre mis manos sin dificultad, su trasero redondo y generoso, y sus piernas preciosas y bien proporcionadas.
Mis ojos la recorrieron culpables una y otra vez. Me di cuenta de cuánto la deseaba cuando mi cuerpo comenzó a mostrar signos de una primitiva y evidente excitación bajo la tela de mis pantalones. Inmediatamente necesité de todo mi autocontrol para mantener mi erección a raya. Respiré hondo intentando calmar mi anhelo de