Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas - Irene Mendoza HQÑ

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presintiese, y me descubrió tras la cortina. Primero se quedó parada, observándome extrañada. Yo me decidí a salir de las sombras para mirarla directamente a los ojos. Posé mi mirada en su cuerpo desnudo bajo el batín sin poder evitarlo. Y continué empleando todo mi autocontrol para no permitir que mi entrepierna fuese por libre y mucho menos que se me notase.

      Pero no fue fácil. Frank estaba sofocada, preciosa, sexy y fui consciente de que acababa de darse cuenta de lo que yo sentía al mirarla. Ella me miró con una caída de ojos que hubiese calentado el Polo Norte, pero no dijo nada. Se volvió hacia el espejo y continuó quitándose el maquillaje de los labios como si yo no existiese y no pude evitar pensar que me gustaría haber sido yo quien se lo quitase con mis propios labios, en un salvaje beso, largo y húmedo, mordiéndole la boca, chupándosela hasta dejarla sin aliento.

      Aguardé a que se vistiese, ya sin mirarla, y cuando estuvo frente a mí tomé su abrigo amarillo y la ayudé a ponérselo rozándole suavemente el cuello mientras le retiraba el pelo que se le había quedado metido dentro del abrigo.

      —Me ha encantado. Has estado genial —susurré sincero.

      Noté cómo su piel se erizaba al paso de las yemas de mis dedos y supe que mi tacto la alteraba más de lo que quería aparentar.

      —Gracias, Mark. Siempre quise ser bailarina de niña, pero me lesioné a los doce años y el ballet clásico se acabó para mí. Pero esto me encanta. Amo actuar.

      Cuando retiré mis manos, ella se giró hacia mí y me miró a los ojos.

      —Dijiste que eras un chico malo, Gallagher.

      —¿Eso dije? —Sonreí con sarcasmo—. No me tomes tan en serio.

      —Hoy elijo yo —dijo saliendo sin esperarme.

      Frank me hizo llevarla a buscar a una amiga, una tal Chloe. Otra pija que parecía una modelo, pero que carecía, como casi todas las niñas del Upper East Side, de la verdadera belleza, la interior, la que a Frank le daba esa fuerza y ese espíritu rebelde que tanto me gustaba.

      Después de recoger a Chloe y cenar algo rápido, pasamos a buscar a su novio, un tío pijo de veintidós años que tras saludar se dedicó a morrearse y meter mano a «su amiga», como él dijo, sin volver a mediar palabra alguna.

      Y con ellos en el asiento trasero de un precioso y antiguo BMW 325i blanco descapotable nos marchamos a Los Hamptons.

      The Hamptons, para aclararlo, es un término usado para identificar a un grupo de pueblos en el extremo oriente de Long Island, la isla que se extiende hacia el este desde Queens, ubicada al otro lado de la ribera este del río de Manhattan, siempre tan cerca y tan lejos para un chico de Queens como yo.

      Uno se siente en otro mundo entre aquella naturaleza extraordinaria, tan lejos y tan cerca de Nueva York. Era un entorno que me recordaba a esos mitos que yo había absorbido sobre cierto Estados Unidos, el de El gran Gatsby o los Kennedy, a los que mi padre idolatraba.

      Las grandes mansiones entre la carretera y el mar, sobre aquella estrecha lengua de tierra y arena donde es imposible comprar nada por debajo de cincuenta millones de dólares, tienen jardines descomunales con helipuertos y caballerizas.

      Yo había estudiado que, en el siglo XVII, los pueblos de Southampton y East Hampton fueron los primeros asentamientos ingleses de Nueva York. En aquella época había tribus Montaukett, Shinnecock y Manaste en la zona. Su máximo jefe, Wyandanch, acabó vendiendo sus tierras a un inglés que le salvó el pellejo cuando entró en guerra con la tribu de los Pequots, del actual estado de Massachusetts. Los nombres derivados del algonquino siguen recordando a los antiguos habitantes de estas tierras, antes de que el inglés Lion Gardiner le diera a Wyandanch un perro, un poco de pólvora y unas mantas a cambio de una isla en la bahía de Napeague.

      —Técnicamente, para ser un Hampton, el pueblo tiene que llevar la palabra en su nombre: East Hampton, Southampton, pero también están Watermill, Amagansett, Springs y Sag Harbor, antiguos pueblos balleneros que por cercanía ya han sido incorporados al concepto Hamptons. Es decir, pueblos al borde del océano Atlántico. Pero en realidad Los Hamptons es un estado mental a tan solo dos horas de la ciudad.

      Frank me fue dando su versión de Los Hamptons de camino a su casa en East Hampton.

      —Los Hamptons es más que un destino vacacional, es un fin en sí mismo. A lo que aspira un montón de gente, por lo que viven. ¡La gente se vuelve obsesiva, es como algo religioso! Cada viernes hay que venir aquí. ¡Es de locos! —dijo Frank con indignación—. De hecho, los fines de semana de verano, con la ciudad desierta y mesas disponibles en todos los restaurantes, Manhattan puede ser muy agradable, pero queda la sensación de que uno es un perdedor si no está atascado en el tráfico de camino aquí. Y llegar es como acceder al sueño americano.

      —Tú lo has dicho, eso es exactamente lo que es para la gente de mi barrio —asentí ante esas palabras tan sabias.

      —Y luego parece un Manhattan transportado. El sábado te encuentras a la misma gente pretenciosa que el resto de la semana, pero en pantalón corto. ¡Es ridículo!

      —Pues sí, un poco —reí ante su agudeza.

      —Y un coñazo. ¡Están todos los aprendices de banqueros pijos del Upper East Side de Manhattan que tratas de evitar en Manhattan! Los tipos que le encantan a mi padre como futuros yernos. Mi madre se codeaba más con la élite bohemia, ya sabes, Pollock, Yoko Ono, de Kooning, muchos dramaturgos de Broadway, músicos, escritores, gente interesante que no solo está podrida de dinero. Ella se escapaba a East Hampton en cuanto podía.

      —Pero es bonito, a mí me gusta. No me importaría ser uno de esos poco atrayentes banqueros —dije admirando la naturaleza que ya nos rodeaba.

      —¡No, tú no! ¡Tú eres interesante! —rio—. Bueno, he de reconocer que realmente es un lugar donde la gente viene para escaparse, para estar un poco más tranquila y disfrutar de la naturaleza. A mi madre le encantaba. Y el entorno natural es igualmente bonito todo el año, aunque en invierno esto está completamente vacío y eso lo hace perfecto. Ya lo verás, East Hampton parece un pueblo fantasma. En invierno, nevado y silencioso, es un paraíso —dijo Frank. Así que en el fondo le gustaba, pero estaba claro que no era la típica preppy. Su forma de hablar, su pasión, no eran las de alguien que se conforma—. Ya estamos llegando. Es por ahí —siguió señalándome una estrecha carretera privada—. Este es un lugar donde todo está regulado. Al llegar a la playa no se puede aparcar salvo que se tenga un permiso especial por poseer una casa en la zona y una licencia de Southampton no sirve para estacionar en East Hampton. Tampoco está permitido ir a la playa pasada cierta hora, hacer hogueras sin permiso municipal. Y si quieres hacer toples te meten en la cárcel. Yo voy a playas alejadas, las menos frecuentadas y más salvajes, pero aun así siempre aparece un policía en bici y pantalón corto.

      Y sonrió con picardía.

      Casi amanecía cuando llegamos a Main Beach, la playa de East Hampton. Hacía mucho frío, así que los cuatro entramos corriendo en la casa de la playa de la familia Sargent. En realidad, aquella solo era la casa de invitados, una antigua casita para guardar los aparejos de pesca que pertenecía a la finca de los Sargent. La casa de verano se divisaba al fondo, imponente, hacia las marismas. Nos pusimos a encender rápidamente el fuego de la chimenea para no quedarnos helados e iluminar la blanca casita de madera.

      La casita estaba decorada al gusto de Los Hamptons, maderas claras, telas de chintz para las tapicerías de los sofás y butacones y motivos marineros en tonos azules.

      Frank

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