Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas - Irene Mendoza HQÑ

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los trabajos. Todos los logré gracias a esa sonrisa torcida y canalla.

      Aquella fría mañana de diciembre me desperté con la sensación de que ese día no iba a ser como los demás, que algo estaba a punto de suceder, algo que me iba a cambiar la vida. Era la misma sensación que se tiene cuando uno sueña y nada más despertar aún tiene la certeza de lo soñado, pero ya no lo recuerda apenas.

      En el gimnasio de Joe, donde Pocket y yo nos poníamos en forma boxeando y tras acudir a mi último y desastroso casting como modelo, mi amigo me ofreció un trabajo: ser el chófer de la hija de un millonario.

      Acababan de despedir al último por llegar «puesto» y necesitaban a alguien para esa misma noche.

      —Tú conduces muy bien, tío, no bebes, no te drogas. Pasarás el examen médico previo sin problemas. ¿Qué tienes que perder? —dijo Pocket.

      —La paciencia. —Sonreí con sarcasmo—. Además, no me gustan los uniformes.

      —Solo tienes que llevar un traje oscuro, corbata y camisa blanca. ¡Estarás elegante y eso te gusta, tío!

      —No creo que… —bufé negando con la cabeza.

      —¡Venga, joder! En realidad, lo que no te gusta es que te manden, te conozco. Pero pagan bien. Santino es un tipo legal, no tendrás problemas —dijo mi amigo, dándome una palmada en la espalda—. Lo de modelo olvídalo ya. No vas a conseguir ser como ese que se ha «calzado» a la Hilton. Eres viejo.

      —¿Viejo? —exclamé sorprendido y dolido en mi orgullo.

      —Sí, tienes casi treinta, tío.

      —¡Solo tengo veintisiete!

      —Veintiocho, tenemos la misma edad, ¿recuerdas? ¡Venga! Mi jefe no paga mal.

      —Es un buen trabajo. Solo quieren a alguien que cumpla. Y el millonario es anónimo. Los famosos solo dan problemas —dijo Pocket.

      Pensé en mi padre, que siempre fue un buen hombre, honrado y sincero, no como yo. Yo no había sido un buen chico. Él siempre intentó hacer lo correcto y no logró nada en la vida salvo una cirrosis que se lo llevó a la tumba. Cuando murió me dije que a mí no me iba a pasar lo mismo. Iba a tomar de la vida lo que quisiese sin pedir permiso a nadie.

      Él solo fue el hijo de un emigrante irlandés, un perdedor, uno más de todos los malditos descendientes de irlandeses que llegaron a Nueva York con mil esperanzas y que jamás consiguieron nada del famoso sueño americano, salvo ahogarlo en alcohol.

      Como me dijo una vez: no hay ninguna olla de oro al final del arcoíris.

      Mi padre hizo algo bueno por mí, me enseñó a tocar el piano.

      Aidan Gallagher, neoyorkino de Queens, era mi padre y tocaba el piano como nadie. Era su don. Él decía que todos tenemos un don.

      Nunca supe donde aprendió. En realidad, sé muy poco de él. Solo que jamás dejó de querer a mi madre, una chica venida del sur, descendiente de franceses, que le abandonó para irse a triunfar en Hollywood. Creo que solo la amó a ella porque jamás se le volvió a ver con ninguna mujer.

      Mi padre no era ningún inculto. Leía a James Joyce y a Scott Fitzgerald con veneración, a los clásicos de la literatura inglesa, y le encantaba el cine, el jazz, Van Morrison y los Mets tanto como la cerveza y el whisky. Mientras pudo trabajó en big bands para fiestas privadas de los ricos de Manhattan, pero cuando mi madre se fue y la adicción tomó el mando se escondió en garitos de mala muerte donde yo esperaba dormido a que terminase de tocar y cobrase, para sacarlo a rastras antes de que se lo gastase todo en alcohol y no en comida. Pero nunca tuve mucha suerte en esa tarea y creo que sobreviví gracias a la madre de Pocket y sus deliciosos platos de pollo frito.

      Un día ya no pudo tocar, le temblaban demasiado las manos y tuve que dejar de estudiar para cuidarle y ponerme a trabajar con mi abuelo. Me quería a su manera y siempre deseó que fuese a la universidad porque yo era un buen estudiante, pero no pudo ser.

      Pronto me di cuenta, junto con Pocket, de que eso de ganarse la vida no iba a ser tan sencillo, pero enseguida comprendí que contaba con un arma muy poderosa: mi físico.

      Luego estaba mi encanto con las mujeres. Soy simpático, buen conversador y las hago reír. Desde que tengo catorce años todas han querido lo mismo de mí, y a cambio yo he conseguido lo que he querido de ellas. Solía beneficiarme primero a la madre y luego a la hija, la edad no era un problema. Solo tenían que ser mayores de dieciocho y menores de… pongamos cincuenta, pero muy bien llevados, eso sí. Y ricas, claro.

      No penséis mal, yo no iba de ese rollo del típico crápula, caradura y machista. A mí me encantan las mujeres y estar en su compañía. Siempre me he llevado genial con ellas. Creo que son mucho más inteligentes, profundas y sutiles que nosotros. Nos dan cien mil vueltas a los hombres.

      Reconozco que todo lo que he conseguido y aprendido en esta vida ha sido gracias a bellas damas, aburridas de sus maridos ocupados y distantes, que solo querían divertirse un rato y que, a cambio de compañía, charla y sexo, me trataban bien. Me llevaban a comer y a cenar, me compraban cosas caras, me invitaban a fiestas y lugares con clase y, de vez en cuando, me conseguían un trabajo. Yo solo tenía que dejarme querer.

      Llegué a trabajar de jardinero de una rica y hermosa dama de la que no puedo decir el nombre. Su poderoso marido se enteró y tuve que salir por pies de aquella casa porque sacó una pistola. Aquello también tenía su peligro. En mi defensa diré que solo intentaba sobrevivir con las armas que poseo.

      Pero llevaba una mala racha, la famosa crisis mundial aún golpeaba con fuerza Nueva York y había mucha competencia, así que tuve que aceptar el trabajo que me ofrecía Pocket.

      Era fácil. Solo tenía que estar disponible para pasear a la hija de un millonario y mantenerme sobrio siempre. Y eso no significaba un problema. Ya no bebía. Lo había dejado. No quería ser como mi padre. Tenía mis vicios, claro, pero eran pocos porque solo me podía permitir uno: tabaco. Entre mis cuentas pendientes estaba conducir coches caros, pero con estilo, a poder ser antiguos y de importación.

      En resumen, me gustaba el jazz y las mujeres bonitas, elegantes, con clase e inteligentes. Y si eran francesas o hablaban francés, más. No sé por qué, pero siempre me habían chiflado las francesas. Era una fijación que puede que tuviese que ver con mi madre. Pero prefiero no pararme a pensarlo mucho.

      Ahora sé que ella, Frank, fue la horma de mi zapato. Françoise Valentine Sargent Mercier, medio francesa. Todo un peligro.

      Hasta entonces, yo, Marcus Gallagher, sobrevivía y era relativamente feliz, lo suficiente. No había tenido mucha suerte en la vida, pero me conformaba. Hasta que la vi. Nunca me había sentido solo hasta que la conocí a ella. Ni fui tan ingenuo ni tuve esperanzas tan elevadas, como diría Dickens.

      El día que la vi por primera vez fue mi primer día de trabajo como chófer.

      Chófer disponible a cualquier hora del día o de la noche, horario completo. En parte me fastidiaba tener que prescindir de mis noches bohemias tocando jazz al piano, pero pagaban muy bien por una vez.

      Pocket me dio la dirección de la casa del señor Sargent, un diplomático de una larga casta de antepasados ilustres, entre ellos el famoso retratista estadounidense John Singer Sargent.

      El señor

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