Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Un puñado de esperanzas - Irene Mendoza страница 5
«Es… simpática, inteligente y realmente expresiva», pensé. No como todas las niñas pijas que había conocido. Ninguna había logrado emocionarme lo más mínimo. Ninguna tenía alma.
«No es para ti», recapacité de inmediato, bajando a la tierra y siendo el que siempre había sido, un tío práctico. Pero esa sonrisa suya hacía creer en sueños y cosas bonitas. Como cuando era niño y tenía la mágica idea de que un día llegaría alguien y me diría que yo había heredado una fortuna de un pariente muy rico que había muerto en alguna parte y entonces todo sería sencillo, mi padre dejaría de beber y ya nunca nos faltaría de nada.
—¿Y tus amigas? —pregunté.
Recordé que todas aquellas niñas bien solían llevar adosadas un par de amigas que siempre dificultaban la tarea de quedarme a solas con ellas. La solución solía ser tirarme también a las amigas.
—Estarán todas con sus novios pijos y aburridos. O esquiando en Aspen o en el club de tenis de Los Hamptons, pescando marido —criticó lúcida e insolente, masticando su hamburguesa doble a dos carrillos.
—¿Y tú? ¿No te vas de vacaciones? —reí.
No me atreví a preguntarle si ella también buscaba marido, pero tuve la sospecha de que eso no iba con Frank.
—Prefiero trabajar en la obra. Es mi primer sueldo —dijo orgullosa y sonreí con ternura al escuchar su entusiasmo—. Estoy solo de sustituta, pero da igual. Me encanta mi trabajo, adoro actuar y no quiero un jodido marido rico, ya tengo mucho dinero, o lo tendré. Dentro de un año, cuando cumpla veintiún años y herede lo que me dejó mi madre.
—Tu madre… —empecé a decir, pero Frank enseguida se me adelantó. No podía estar callada.
—Mi madre fue Valentine Mercier, la famosa mezzosoprano francesa.
—Sí, la recuerdo. Era muy hermosa. No sabía que tenía una hija —dije extrañado.
—Ella lo prefería así. A una gran diva le hace mayor decir que tiene una hija —dijo encogiéndose de hombros y dejando de sonreír.
—¿Ah, sí? —pregunté sonriéndole con toda mi alma e intentando que ella también lo hiciera.
En ese momento supe que no quería verla triste jamás.
—Ella era genial, no sé qué pudo ver en mi padre —bufó y enseguida volvió a sonreír—. ¿Y tú, Gallagher?
—¿Yo? —reí—. Yo trabajo para el señor Sargent. Ahora él paga mi apartamento, mi comida y mi tabaco.
—No pareces ningún idiota, no sé qué mierda haces trabajando de chófer.
—No te callas nunca, ¿eh? —Sonreí hechizado por aquella niña impertinente.
—No, ¿te ofendo?
—Para nada, pero… no todos nacemos en el Upper East Side, chéri.
—Pronuncias fatal, mon amour —dijo con un gracioso y perfecto acento francés.
—Es que soy de Queens, nena. Y mi abuelo era irlandés, del condado de Cork, y nunca he salido de Nueva York —dije exagerando el acento irlandés.
—¿Nena? —rio poniendo los ojos en blanco.
Pocket llegó más tarde y nada más vernos se unió a nosotros. Bebieron cerveza de barril, yo té helado, y los tres jugamos al billar. Frank era una consumada jugadora y nos dio una paliza a ambos.
En un momento en el que ella se fue al baño, Pocket se dedicó a ponerme verde.
—¡Pero en qué coño estás pensando, tío! ¡Es la hija de un cliente!
—Ya, pero no estoy haciendo nada malo. Solo quería cenar y parece ser que no le gusta hacerlo sola. Solo le estoy dando conversación —alegué.
—Y por eso le sonríes como un auténtico memo cada vez que ríe una de tus gracias. A mí no me la das, tío. Sé cuándo te las quieres llevar al «catre».
—¡Oh, joder tío! Así con los brazos en jarras pareces tu madre —bufé molesto—. La llevaré a casa y ya está.
—Esa tía es peligrosa. Es guapa, lista y…
—Vale, vale, te capto, mamaíta.
—No, no me captas en absoluto, tío. Hazme caso. Estás jugando con fuego. No sois compatibles y las incompatibilidades se pagan caras. Ya sabes cómo terminaron esos dos.
—¿Quiénes?
—¡Romeo y Julieta!
Solté una carcajada y Pocket se calló porque Frank regresó del lavabo. Pocket se despidió de Frank para irse a casa y nos dejó jugando a los dardos.
—Esa hamburguesa… ¡estaba deliciosa, joder! —dijo tirando el dardo con fuerza.
—Sí, son las mejores hamburguesas de Queens, te lo garantizo. ¡Eh, eres buena!
—Soy buena en todo, tío —dijo imitando a Pocket y arrancándome una carcajada.
—Ya lo veo —susurré sonriendo con mi sonrisa—. Ahora debería llevarte a casa.
—No me trates como a una niña, Gallagher. No lo soy —dijo acercándose a mí hasta rozar mi cadera con la suya.
De camino a su apartamento frente a Central Park, se sentó a mi lado en vez de en el asiento trasero y comenzó a bostezar. Nunca más volvió a sentarse detrás a partir de esa noche. Siempre fue a mi lado.
Puse la radio y ella rozó mi mano intentando sintonizar algún dial que no tuviese radio fórmula, así que la dejé y volví a poner toda mi atención en el volante del Mercedes. De pronto captó una emisora de su agrado y subió el volumen.
Una voz femenina cantaba Bye Bye Blackbird y ella comenzó a tararearla demostrando tener una voz maravillosa, profunda y sincera.
Su suave canto provocó un torrente de sentimientos en mí. Fue como si conociese esa melodía, como si viniese de algún lugar lejano en mi mente, de mi pasado. Como una voz en el tiempo que me tranquilizaba.
Deseo, ternura, nostalgia. Era algo que ella tenía, una especie de cadencia suave y casi ronca, muy sensual. Cantaba con el alma y su alma era triste, lo percibía.
Eran más de las dos de la madrugada cuando llegamos a su casa.
—Te veo mañana, ¿no, Mark?
—Espero no ser despedido por tu culpa —bromeé.
—Tranquilo, mi padre no está y mañana tendrá cargo de conciencia por pasar la noche con su putilla de treinta años, así que será todo amabilidad con el planeta entero —dijo con desprecio—. Él la llama «novia», pero solo es su amante. Mi padre le dobla la edad. ¡Es asqueroso!