Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas - Irene Mendoza HQÑ

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un presumido, lo sé.

      —¡Mírate! Eras mi ídolo, algo a lo que aferrarme, un mito masculino, y ahora… —Negó con la cabeza—. Ahora vas y te enamoras. Tú que siempre pasabas de eso del amor. Tío, me encantaba verte rodeado de tías estupendas de las que ni siquiera recordabas el nombre después de tirártelas.

      —Frank es estupenda —dije con énfasis.

      —Lo sé, lo sé. Pero hay muchas así. ¿Por qué conformarte con una pudiendo salir con todas las que quieras? Yo no tengo esa planta de actor de cine y esa sonrisa, pero si la tuviese…

      —Frank es diferente, tiene algo que no tienen las demás, me…. —Hice una pausa buscando las palabras exactas—. Consigue emocionarme. Hace que todo, que la vida sea más divertida e interesante. ¡Me sacude por dentro, hermano!

      —¡No me jodas! Ahora me dirás que antes no te divertías.

      —Las demás me aburrían, eran predecibles y ella no. Es todo lo contrario en realidad —reí recordándola—. Nunca sabes lo que te va a ocurrir estando a su lado.

      —Pero ¿ella quiere algo contigo?

      —Sé cómo me mira y lo que expresa su cuerpo cuando estamos juntos y creo que conozco un poco a las mujeres —dije con arrogancia.

      «Esta noche lo sabré de verdad», me dije sintiendo un cosquilleo en el estómago, por culpa de los nervios.

      —Ponte esto, tío, irás mucho más elegante —dijo Pocket tirándome su abrigo de paño de lana color camel.

      —¿Esto? —dije mirándolo extrañado.

      No estaba muy convencido, aunque tengo que reconocer que Pocket suele ser un tío elegante, pero su gusto por los colores no concuerda con el mío.

      —Sí, es un abrigo muy bueno, tío, me costó una pasta. No tienes ni gota de gusto.

      —¿Y tú sí?

      —Yo soy todo un dandi, y si no pregúntale a mi chica.

      —¿Vas a volver con Jalissa? —Sonreí.

      —Hoy la llevo a bailar —dijo dando unos pasos de baile.

      —¡Te das por vencido! —reí a carcajadas.

      —¡Llevo meses sin follar! Ninguna me hace ni caso, todas buscan un Jay-Z o algo parecido. Y Jalissa no es Beyoncé, pero me quiere y yo a ella, y me va a dar otra oportunidad. Hice el tonto este verano con eso de querer mi independencia y le he pedido perdón.

      —Me alegro por ti. Sois tal para cual, siempre te lo he dicho.

      —Además, le cae bien a mi madre.

      —Sí, están compinchadas —reí.

      —¿Y tú a dónde vas con Frank?

      —¡Al Waldorf!

      Terminado en 1931, el Waldorf Astoria, el primer rascacielos hotel del planeta que tuvo un salón de baile, es parte de la historia de Nueva York y en mi opinión debería de considerarse como un museo. Durante los años 50 y 60, el expresidente Herbert Hoover y el general retirado Douglas MacArthur vivieron en suites en diferentes plantas del hotel. Churchill tiene una suite con su nombre. Los gánsteres Frank Costello, «Lucky» Luciano y «Bugsy» Siegel vivieron en el Waldorf, en la habitación 39 C. Y Sinatra y Marilyn Monroe también fueron sus inquilinos.

      Fue mi padre quien quiso inculcarme el amor que él tenía a su ciudad hablándome de sus edificios y su historia. Cole Porter, al que mi padre admiraba, también fue parte de esa historia. Él y Linda Lee Thomas tuvieron un apartamento en las torres Waldorf, donde Porter murió en 1954. La canción de Porter de 1934, You Are The Top incluye en su letra, «Tú eres lo mejor, tú eres una ensalada Waldorf».

      Frank era mi ensalada Waldorf, lo mejor de lo mejor. Y así, confiado y de buen humor, salí a buscarla esa última noche del 2011.

      La verdad era que el abrigo, sobre un jersey negro de punto y unos pantalones que aún no había estrenado, me sentaba como un guante. Llegué hasta casa de los Sargent para buscar a Frank y al verme me echó un vistazo de arriba abajo asintiendo y dándome su aprobación.

      —¿Te has puesto elegante para mí, Gallagher?

      —Exacto. Aunque yo siempre voy así de elegante —dije.

      —Pues vámonos ya —dijo Frank caminando delante de mí, sonriendo y mirándome de reojo.

      Nos colamos por la puerta principal de aquel edificio de cuarenta y siete pisos y ciento noventa y un metros de altura con total aplomo. Frank me tomó de la mano como si fuésemos unos despreocupados amantes que se alojaban en el hotel y, para mi sorpresa, nadie se fijó en nosotros ni sospechó nada.

      El vestíbulo del Waldorf me pareció impresionante, con majestuosas columnas y escalinatas e inmensos árboles adornados en rojo y plata. No pude pararme a observar todo aquello porque Frank tiró de mí para que la siguiese.

      No íbamos vestidos de etiqueta. Yo podía parecer elegante con aquel abrigo de tres cuartos camel, pero Frank iba vestida tan solo con un traje de pantalón y chaqueta de lana negra con un suéter en color amarillo y tacones. He de decir que no le hacía falta nada más para estar perfecta. Pero aun así, con su chaqueta al hombro y sin soltar mi mano nos dirigimos al salón de baile donde se celebraba el cotillón de Nochevieja.

      El baile estaba lleno de vejestorios luciendo joyas y vestidos largos. Un montón de parejas de una media de cincuenta en adelante bailaban al son de una big band y nada más ver la orquesta y escuchar las notas del piano recordé a mi padre.

      —Esto parece un geriátrico —me susurró Frank al oído.

      —¿Y qué esperabas? —Sonreí.

      —No sé… otra cosa. Yo me imaginaba una fiesta estupenda, una de esas a las que acudían mi padre y mi madre. Verás… a la familia de mi padre nunca le gustó mi madre. Decían que era frívola por ser francesa y hasta que aceptaron la relación pasó un tiempo. Al ser mi padre un Sargent, diplomático de la ONU y un importante miembro del Partido Republicano, prefirieron mantenerlo en secreto. Según tía Milly, mi madre truncó las esperanzas políticas de mi padre. —Frank miró a su alrededor y resopló desilusionada—. Aquí no pintamos nada.

      —Habla por ti. Yo me siento muy cómodo aquí —reí echando un vistazo.

      —Todas esas señoras te miran. Al final vas a ser un tipo raro —dijo arrugando la nariz de un modo adorable.

      —Espera un momento, ahora vengo —le susurré al oído aspirando su exquisito perfume.

      Me miró extrañada y yo ni corto ni perezoso me dirigí con decisión hacia el pianista y le sugerí que tocara Night & Day. Al volver con Frank me fijé en una mujer. Era la misma que me había dado un repaso de arriba abajo al aparecer con Frank de la mano.

      Era la típica señora que había sido una belleza y que aún conservaba, gracias a la cirugía y al bonito y favorecedor vestido, las ultimas luces de su juventud, esas que parpadeaban a punto de extinguirse.

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