Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
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Me acerqué y le tendí la mano, pidiéndole permiso para bailar, y la mujer, asombrada primero, se ruborizó como una adolescente después. La orquesta comenzó a tocar aquella maravillosa canción de Cole Porter y con los primeros pasos de baile pareció que ella rejuvenecía como por arte de magia, aferrada a mi mano. Le dije que bailaba de maravilla y ella rio como una chiquilla.
Me sabía el guion de memoria. Lo había escenificado un montón de veces. Soy capaz de seducir a una mujer con una sola mirada.
Mientras, su marido me miraba con cara de pocos amigos.
—No se la robo más, amigo —le dije cediéndole a su esposa.
Ella hizo un gesto de pena y me lanzó un beso soplado en su mano. Aún era guapa, aún se sentía bella en ese momento.
Regresé con Frank y sin decir nada la tomé por la cintura agarrando su mano y me puse a bailar con ella. Frank me miraba asombrada y algo confusa.
—Así que te dedicas a seducir mujeres —me dijo muy seria.
Frank era muy inteligente y lo captaba todo a la primera. Era mi forma de que no se hiciese falsas expectativas sobre mí. De mostrarle la verdad antes de dar un paso más allá.
—Soy un pobre huérfano de Queens, Frank. No le debo dinero a nadie y nunca he robado nada para vivir. No pretendo que lo entiendas ni contarte historias de Oliver Twist, pero eso es lo que soy.
—Lo entiendo —dijo en un susurro.
Le miré a los ojos y supe que decía la verdad, que por alguna razón me comprendía y no me juzgaba. Entonces sonrió y me di cuenta de que aquella situación le divertía.
—A esa señora se le caía la baba contigo. No la culpo, tienes estilo —rio—. Solo por curiosidad. ¿Con cuántas mujeres has estado, Gallagher?
—Con unas cuantas, curiosa —reí—. ¿Y tú, con cuántos hombres?
—Hombres pocos, solo tengo veinte años. —Sonrió con picardía.
Y pensé que en breve yo iba a ser uno de esos hombres y un sentimiento de impaciencia me poseyó. La miré intensamente queriendo darle a entender que la deseaba, la deseaba más de lo que había deseado a ninguna otra mujer en toda mi vida y más de lo que desearía a ninguna, estaba seguro. Era algo tan fuerte que dolía. Frank me sostuvo la mirada mientras se mordía el labio de un modo muy sensual, pero al final apartó sus ojos de los míos, turbada.
Girábamos y girábamos siguiendo a Cole Porter, perdidos el uno en los ojos del otro, sin hacer caso a nada ni a nadie, solos entre aquella multitud, juntos.
Eso era lo que quería, hacerle el amor, a toda costa, toda la noche, todo el día. Había estado con muchas mujeres, ella tenía razón, pero ahora no quería estar con ninguna otra que no fuese ella. Supongo que de eso se trata, que eso es lo que pasa cuando te enamoras.
La atraje hacia mí presionando su cintura y sus pechos rozaron mi cuerpo haciéndome respirar con más fuerza. Ella bajó la mirada y me pareció que sus mejillas se teñían de un leve rubor delicioso que me terminó de aturdir.
Cuando volvió a mirarme lo supe. Supe que aquella noche haríamos el amor. Había algo en ella que lo gritaba, estaba en sus ojos, en su boca, en su silencio.
—¿Nos vamos de aquí? —preguntó Frank dulcemente.
Y sin esperar mi respuesta me tomó de la mano y me sacó de allí, de mi pasado. Porque ya lo era, lo acababa de dejar atrás.
Capítulo 8
Empire State of Mind
Estábamos saliendo del salón de baile del Waldorf cuando nos percatamos de que alguien nos seguía. Parecía que habían dado parte a la seguridad del hotel de que un par de intrusos, sin traje de etiqueta, rondaban por el baile.
Dos camareros intentaron cerrarnos el paso en el vestíbulo, pero Frank y yo logramos escaparnos hacia las cocinas, no sin que ella se llevara uno de los cócteles de champán de una de las bandejas, antes de correr junto a mí, cogida de mi mano.
Era divertido corretear por las entrañas del magnífico hotel agarrados, mirándonos y riéndonos como dos críos. Conseguimos escabullirnos y entrar a uno de los ascensores, en dirección a una de las Waldorf Towers. Pero justo al salir en la planta del apartamento de las Naciones Unidas, casi nos dimos de bruces con otro guarda de seguridad con pinganillo en el oído y con cara de muy pocos amigos.
—¡Eh, vosotros! —gritó.
—¡Joder! Creo que nos han pillado —dijo Frank.
—¿Y ahora qué? —dije volviendo a meterme con ella en el ascensor.
—¡A la azotea! ¡por las escaleras!
Y saliendo en el piso siguiente echamos a correr por el pasillo hasta alcanzar las escaleras de emergencia. Yo agarraba la mano de Frank con fuerza, sintiendo cómo ella apretaba la mía con confianza.
Dejé pasar a Frank delante pensando en que una vez más mis planes para estar con ella esa noche estaban echándose a perder.
«Adiós a la suite, lástima», pensé.
Pero no era momento para lamentaciones, no quedaba otra que correr.
Llegamos a la azotea del Waldorf sin resuello, flanqueada por sus dos espectaculares torres art déco, con el edificio Chrysler iluminado frente a nosotros y desde donde se divisaba el Empire State perfectamente, refulgiendo en el skyline nocturno. Ese al que ya siempre le faltaría una parte, la que ningún neoyorkino olvidaría jamás.
El viento soplaba con fuerza allá arriba. Era frío, húmedo y cortaba. Me subí las solapas del abrigo, inspiré el aire con fuerza intentando calmar mi respiración y sentí cómo entraba en mis pulmones, doliendo en la nariz, quemando en mi pecho, para salir de nuevo por mi boca formando una nube de vapor.
Frank exclamó un sonoro «oh» en cuanto divisó la ciudad a nuestros pies. Y yo sonreí al ver esa demostración suya de asombro.
—Nunca había visto Nueva York así —dijo emocionada, tiritando de frío.
—Es preciosa, ¿verdad?
—Sí, es increíble —susurró.
—Amo Nueva York —dije maravillado ante aquel escenario, mirándola fijamente.
Ella era única, alocada, sensual, un espíritu libre, indomable, salvaje y adorable.
Me quedé allí plantado, admirándola y, al darse cuenta, Frank comenzó a caminar hacia mí sonriendo.
Se acercó lentamente, con una extraña emoción en la mirada, viniendo a mi encuentro, sin apartar sus ojos de los míos. Cuando llegó hasta donde yo estaba, se quedó a tan solo un par de centímetros de mi cuerpo y sin decir nada posó el suyo sobre el mío.
Era el momento, ella estaba tomando la iniciativa y ya no podía alargarlo