Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
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Sus gemidos crecieron, se intensificaron enseguida. Su deseo crecía desbordante y genuino, sin poses ni fingimientos. Puro, sincero y exuberante, como ella.
«Le gustan este tipo de caricias. ¡Dame pistas, nena! ¡Jadea y dime lo que te gusta!», pensé encendido.
Ella arqueó su espalda dejando que mi miembro alcanzase su clítoris y se giró un poco para poder mirarme. Los dos nos contemplamos perdidos cada uno en los ojos del otro. Nada más presionar contra su clítoris Frank tembló de placer emitiendo un gimoteo delicioso y cerró los ojos extasiada.
Tuvo que notar cómo mi polla saltaba de ganas, cómo todo mi ser entusiasmado la necesitaba con fuerza. Yo incremente mis movimientos acariciando sus pliegues mientras la abrazaba contra mi cuerpo, pellizcando sus pezones perfectos, mordisqueando su nuca.
Frank no paraba de gemir. Se recostó sobre mi cuerpo y me besó con ansia. Yo flexioné mis caderas para deslizarme con facilidad por su sexo empapado y jugoso. Mi respiración era agitada y afanosa, estaba haciendo verdaderos esfuerzos por no penetrarla y correrme en un par de embestidas. Recordé que tenía los preservativos en el bolsillo del abrigo.
Mi aliento jadeante calentaba su piel y sin embargo la tenía erizada y con cada caricia se sensibilizaba aún más.
«Bien, lo estás haciendo bien. Se lo está pasando en grande», me dije gozando de cada uno de sus suspiros.
Recorría su espalda, su cuello y sus hombros con mi boca, besando, chupando, aspirando, y ella, con los ojos cerrados, se movía contra mí, acariciándome con su espléndido trasero.
Continué presionando su clítoris mientras la pegaba a mi cuerpo, apretando su vientre con mis manos, acariciando sus pechos, deteniéndome en sus pezones. Casi podía sentir cómo palpitaban sus entrañas aún sin penetrarla. Mi pene se retiró una vez más y volvió a introducirse más fuerte entre sus hinchados pliegues. De pronto Frank emitió un sonoro jadeo y, apretando sus muslos empapados, presionó mi miembro con fuerza sin dejar que lo deslizase.
—¡Oh, sí! —gruñí de placer mientras sentía palpitar mi polla casi a punto de explotar.
Ella se arqueó cerrando los ojos con fuerza y en ese momento noté cómo su sexo vibraba con enérgicos espasmos.
Frank se corrió entre sonoros gemidos de éxtasis. Sus caderas se agitaron con vigor mientras su sexo se contraía rápido. Entonces presioné mi pene una vez más contra su clítoris provocándole un suspiro agónico y espectacular que me hizo sonreír orgulloso. Después, a Frank parecieron abandonarle las fuerzas y, recostando su cuerpo, descansó su cabeza sobre mi pecho, mientras con la boca abierta intentaba coger aire, sofocada y preciosa.
La sujeté entre mis brazos maravillado y sorprendido. Ni siquiera la había penetrado y ella había llegado fácilmente al clímax. Frank era asombrosa y yo me sentía muy satisfecho del goce que acababa de proporcionarle. Jamás me había ocurrido algo así. Nunca una mujer había tenido un orgasmo conmigo sin que yo tuviese que emplearme a fondo. Pero Frank… Frank acababa de correrse sin penetración, de pie, en un par de minutos.
Y lo mejor de todo era que acababa de darme cuenta de que su placer me hacía disfrutar más que nunca. Ya no era el tipo egoísta que buscaba su propio beneficio en el coño de las mujeres, no, ahora me moría de gusto con esa chica, viéndola disfrutar de mí. No quería nada a cambio, solo deseaba darle placer y recrearme en él. Y ese era un descubrimiento glorioso.
Respiré hondo sintiendo cómo se me llenaba el pecho de algo dulce que pesaba y dolía. La tomé por la cintura y le di la vuelta para besarla con pasión, robándole el poco aliento que le quedaba. Sus ojos brillaban, sus mejillas estaban encendidas y sus labios húmedos e hinchados. Era puro sexo. Frank mordisqueó mi boca y lamió mi incipiente barba, suspirando de gusto.
—Házmelo otra vez, Mark —me pidió susurrando en mi boca, mirándome a los ojos.
Mi miembro palpitaba de ganas. Me moría por penetrarla. Como respuesta deslicé mis dedos entre sus pliegues y la penetré. Estaba perfecta para mí. Ella exhalo un ronco jadeo de pérdida cuando los saqué.
La besé lenta e intensamente. Frank me tomó de la mano y así, desnuda, hermosa y sonriente me condujo hasta mi cama, se sentó y me miró desde abajo, posando sus ojos en mi formidable erección. Mi polla brillaba hinchada ante sus ojos. Sonrió con picardía y se tumbó en la cama con una indiscutible sensualidad en sus movimientos que me hacía desearla con muchísima fuerza.
Me dirigí hacia el abrigo y cogí los preservativos.
«Tres tan solo, lástima», pensé.
La canción acababa de terminar. Cambié de música y continué con algo igual de apropiado para ese momento.
«Una de Brian Ferry, el rey del sexapil», pensé. Siempre me había funcionado.
Puse Eslaves To Love y de paso logré tranquilizarme un poco para poder volver a ella y no correrme nada más penetrarla.
Regresé a su lado, rasgué el envoltorio del preservativo y me lo puse delante de Frank. La miré, tumbada, yaciendo sobre las sábanas, con las piernas abiertas, el interior de sus muslos y su sexo brillando sonrosado ante mí, aguardándome, y tuve que decírselo.
—Nena, eres maravillosa —dije con la voz ronca de deseo, sonriéndola.
—Calla y ven aquí —susurró provocativa, haciendo que mi polla saltase de impaciencia.
Sin dejar de sonreír, con mi mueca más canalla, me puse de rodillas y abrí aún más sus piernas admirando las preciosas vistas que tenía ante mis ojos. Emití un gruñido de conformidad y flexioné sus piernas agarrándolas por detrás de las rodillas y pegándolas a mi torso la penetré con una potente y concisa embestida, entrando hasta el fondo, cerrando los ojos y gimiendo de placer. Ella jadeó inspirando con fuerza, sorprendida. No me moví, esperé a que su tierno y sensible interior se adaptase a mí y acaricié sus muslos mientras la dilataba.
—Umm, me siento tan llena… No te pares —imploró lujuriosa.
Le sonreí y salí de ella para volver a penetrarla, esta vez con mayor fuerza y rapidez. Y entonces ya no paré, continué embistiéndola a un ritmo demencial, esforzándome al máximo, escuchando sus incesantes gemidos de placer que se mezclaban con mis intensos gruñidos. Ella seguía mi ritmo implacable recibiéndome a la perfección, disfrutándome.
—¡Qué bien lo haces…! —gemí entusiasmado, al borde del orgasmo.
Su vientre comenzó a contraerse obligando a mi miembro a palpitar. ¡Qué rápido se corría, sí!
—¡Me encanta! —gimoteó mordiéndose el labio.
—¡Dámelo, vamos, otra vez, dámelo ya! —le pedí gruñendo entre dientes, al límite.
No podía atrasarlo más. Mi orgasmo estaba a punto de explotar y en ese mismo instante en que le hablé ella se empujó contra mí, apretando su sexo contra el mío y cerrando los ojos, arqueándose entre temblorosos espasmos de placer, se corrió mientras yo estallaba en un potente orgasmo enloquecedor, aferrándome a sus muslos sin parar de empujarla por dentro.
Me quedé enterrado en ella, tenso y palpitante hasta que nuestros orgasmos declinaron. Después abrí los ojos y la vi, mirándome inmóvil