Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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style="font-size:15px;">      —Tu sí que eres preciosa —susurré girándome para mirarla.

      Ella rio con picardía. Fue consciente de que el deseo regresaba con fuerza a mi cuerpo. Deslizó una de sus manos hasta alcanzar mi miembro, comprobando encantada que mi erección estaba allí de nuevo. Me besó con avidez, metiendo su lengua en mi boca y se soltó de mi cuerpo para sentarse a horcajadas sobre mis muslos.

      —No tengo más condones —susurré inspirando con fuerza.

      —No importa. Solo tienes que tener cuidado. Ya sabes… —dijo justo antes de que metiese mi mano entre sus piernas.

      Frank cerró los ojos al sentir mi caricia en su sexo y jadeó. Apuré el cigarro aplastándolo después sobre un cenicero lleno de colillas que descansaba sobre el piano y tras inspirar los vapores tóxicos exhalé el humo sobre su rostro, acariciando su mejilla. Ella, con los ojos cerrados, dejó caer su cabeza entre mis manos. La agarré por el trasero y alzándola un poco la penetré suavemente, perdiéndome en su interior. Gemí muy fuerte y me quedé quieto dentro de ella, disfrutando de su interior.

      Era maravillosa aquella sensación, sin el preservativo, piel con piel. Suave, tierna, con la carne húmeda y caliente, algo hinchada por el constante roce de esa fabulosa noche de fin de año.

      Y así le hice el amor una vez más, suave y lento, con su espalda descansando sobre el piano y sus manos aferradas a las teclas, emitiendo notas inconexas.

      Justo antes de vaciarme, tras dejar que se corriese primero, salí de su interior, notando el frío que hacía afuera, añorando inmediatamente el abrigo y calor que me daba su vientre.

      Me derramé entre sus muslos gimiendo de placer y me abracé a ella que, apoyada en el piano, aún jadeaba con fuerza.

      Después, tomándola en brazos la llevé de nuevo a la cama y una vez allí le limpié los restos de mi eyaculación con una toalla, suavemente, despacio, mientras ella me observaba, tras lo cual volvimos a sumergirnos entre las sábanas que se habían quedado frías, abrazándonos para infundirnos calor.

      —Me gusta cómo me lo haces, Mark. Mucho —susurró sobre el vello que crecía en el centro de mi pecho y que bajaba menos poblado hasta mi vientre.

      —Y a mí me encanta hacértelo, nena —dije casi sin voz, ronco y fatigado.

      —Está empezando a gustarme eso de que me llames nena.

      —Puedo llamarte muchas más cosas. —Sonreí besando su frente.

      —¿Como qué? —rio mirándome.

      —Princesa.

      —¿Princesa? ¡Oh, Mark, suena tan cursi! —rio haciéndome feliz.

      —¡Es cursi! —asentí sonriendo.

      —Pero… creo que me gusta, ¿sabes? —susurró en mis labios.

      —¿Ah, sí? —dije besándola con ternura.

      —Sí. Quiero que me llames nena y princesa.

      —Pues lo haré. Te diré todo eso.

      Se abrazó a mí de nuevo y ambos nos quedamos descansando. Después me levanté para comprar algo para el desayuno. No me apetecía ponerme a cocinar y con un beso lento y profundo la arropé para dejarla dormir un rato más.

      —Trae café, me gusta doble, con azúcar —murmuró sin abrir los ojos.

      —Sí, princesa —dije.

      Sonreí ante su capricho y su forma de pedirlo. Incluso cuando cerré la puerta y salí a la calle continué sonriendo.

      Capítulo 12

      Locked Out of Heaven

      Era el día de Año Nuevo y ninguno de los dos teníamos planes ni nadie que nos esperase en ninguna parte, así que decidimos pasarlo juntos en la cama.

      Supuse, presuntuoso de mí, que ella prefería estar allí conmigo que en el lujoso apartamento del Upper East Side sola. Y yo, por mi parte, no tenía ninguna duda de con quién quería estar.

      Cuando regresé con los cafés y unos bagels rellenos de crema me la encontré sumergida en la bañera, preciosa, dándose un baño caliente y no pude evitar sonreír. Frank no era de las que pedían permiso y por mi parte no lo necesitaba.

      —¡Umm… bagels, me encantan! —exclamó con el pelo recogido en un improvisado moño que le quedaba de maravilla.

      Yo fui acercándome hasta ella con los cafés y los bollos en una bandejita de cartón, sin prisa y sin poder dejar de sonreír, disfrutando el momento de verla desnuda, mojada y chapoteando dentro de mi bañera. Era mía porque Pocket no la usaba nunca. Él prefería la ducha, pero yo soy un tipo clásico y me encantan los baños de más de media hora, calientes y a poder ser con una buena música de jazz de fondo. Aunque ahora tenía una nueva imagen ideal para esa bañera verde y era que Frank estuviese metida en ella.

      —Aquí tienes, princesa. Doble con azúcar.

      —¿Eso que tienes en la cabeza es nieve? —dijo mirándome sorprendida.

      Asentí sonriendo y me sacudí sobre ella la nieve de encima de la cabeza y de los hombros. Aún continuaba nevando sobre la ciudad.

      —¡Eh! —protestó entre carcajadas.

      Después cogí un bagel y le puse otro en la boca. Frank le dio un mordisco y posó el café sobre la parrilla metálica de la bañera, no sin probarlo primero.

      —Anda, ven aquí conmigo, mon cher —me dijo provocativa.

      Y ni corto ni perezoso me desnudé para desayunar junto a ella.

      —¿Es así como sueles pasar el día de Año Nuevo? —pregunté apoyado en Frank, con los ojos cerrados.

      —No —rio frotándome el pecho con la esponja—. Antes solía pasarlo con algún pariente de mi padre muy viejo y aburrido, pero ya soy mayor. ¿Y tú?

      —Yo… —suspiré de gusto al sentir cómo masajeaba mis hombros y cerré los ojos—. De niño solía pasarlo con mi abuelo y luego, cuando murió él, con Pocket y su madre. Mi padre solía estar muy ocupado bebiéndose Nueva York. Y de adulto pues… con Pocket. Solo que este año él está en casa de Jalissa.

      Hubo unos segundos de tenso silencio por parte de Frank.

      «Tendré que explicarle que no me causa ningún trauma hablar de mi pasado dickensiano», pensé.

      —¿Así que soy tu segunda opción? —bromeó Frank.

      —Algo así —dije recibiendo una palmada en el pecho.

      Después Frank me besó con ternura en el cuello y se dispuso a lavarme la cabeza, haciéndome ronronear de gusto.

      El baño terminó conmigo entre sus muslos y el suelo lleno de agua gracias a la caja de preservativos que acababa de

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