Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
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Ella estaba en la puerta llorando y mi amigo la miraba sin saber muy bien qué hacer.
—Lo siento… —sollozó—. Me he peleado con mi padre y… no sabía a dónde ir.
—Anda, pasa —le dije dulcemente, acariciando su espalda para hacerla entrar.
—No quiero estar en esa casa con él —protestó entre lágrimas.
—Tranquila. Ven, ven conmigo —le dije conduciéndola hacia mi cama.
En ese momento me di cuenta de lo sola que estaba Frank. Parecía muy alterada, no dejaba de hipar y tuve que ayudarla a quitarse el abrigo. Bajo él tan solo llevaba un sujetador y la faldita corta de vuelo. Aún llevaba puesto el liguero.
Pocket regresó a la cama para darnos privacidad y yo me tumbé junto a Frank tapándola con el edredón. Tengo que reconocer que me asustó verla en ese estado y hasta pensé que podía ser por mi culpa. Tal vez su padre se había enterado de lo nuestro.
—¿Quieres contarme lo que ha pasado? —susurré acariciando su espalda con suavidad, intentando confortarla.
Ella negó con la cabeza en silencio. Por lo menos había dejado de llorar y eso me dejó un poco más tranquilo.
—¿Te preparo un té? —pregunté.
—No, quédate conmigo —susurró apretando su espalda y su trasero contra mi cuerpo.
«No es el momento», suspiré.
No tardó en quedarse dormida y fue cuando me levanté a hacerle el té. En ese momento recordé todos los tés que había preparado para mi padre. Le aliviaban la resaca, decía.
Me había desvelado por completo. Fue cuando vi que Pocket estaba vestido y se ponía un anorak.
—¿Te vas? —pregunté en voz baja.
—Sí, a casa de Jalissa, ya la he avisado. Os dejo solos —dijo acercándose—. Si necesitas algo llámame, ¿vale, tío?
—Sí, sí, gracias —dije agradecido, dándole una palmada en la espalda.
Pocket salió por la puerta y yo continué preparando el té, inquieto aún por Frank.
Tan solo habían pasado cuatro horas desde que la dejé en su casa. ¿Qué le había ocurrido para largarse de allí en ese estado? Mil ideas cruzaban por mi cabeza, a cual peor, pero solo Frank podía sacarme de dudas cuando estuviese preparada, y en ese momento no parecía estarlo en absoluto.
Regresé a la cama con dos tazas de té que dejé junto a una caja, la que hacía las veces de mesilla. Frank estaba acostada de lado y se había destapado dejando ante mi vista sus preciosas piernas adornadas con aquel erótico liguero. Suspiré y me tumbé a su lado con cuidado de no despertarla. Pero su sueño era frágil y sentí cómo se removía junto a mí.
Despertó de pronto y se giró con cara de extrañeza, pero al verme su sonrisa iluminó la habitación entera. Le devolví la sonrisa y acaricié su rostro, retirando un mechón de pelo de su preciosa cara, llena de churretes de rímel negro. Aun así, estaba preciosa. Se sorbió los mocos como una niña pequeña y me acarició la cabeza enredando sus dedos en mi pelo. Después de un lapsus, que duró unos segundos, en el que me quedé fascinado mirando los contornos de su rostro, la suave piel de sus párpados, la carnosidad de sus labios, regresé a la realidad para ofrecerle la taza de té que le había preparado.
—Ten un té. Tómatelo, aún está caliente —le dije con una suave firmeza que solía serme útil en casos de llanto femenino.
Aunque conociendo a Frank bien podía no servirme para nada. Ella era distinta, estaba claro. Con ella me daba la sensación de andar en la cuerda floja todo el tiempo. Las viejas normas ya no servían para nada.
—Ahora te lo aceptaré encantada. —Sonrió.
Me incorporé aliviado y se lo di mientras ella se sentaba en la cama tranquila y sosegada para empezar a beberse el té a sorbos pequeños.
—¿Y Pocket?
—Se ha ido a casa de Jalissa —dije algo más relajado ya.
—No debí… Vaya numerito os he montado. —Negó con la cabeza culpándose a sí misma.
—Él es como mi hermano. No te preocupes.
Asintió y le dio un sorbo al té. En ese momento Frank me parecía tan frágil y vulnerable que solo sentía deseos de abrazarla y decirle que yo la cuidaría, que la haría feliz, que todo iría bien. Pero no soy ningún mentiroso y no suelo prometer lo que sé que no podré cumplir. Nadie puede prometer eso, nadie debería creer que la felicidad de otra persona dependerá solamente de sí mismo porque eso es imposible y peligroso.
—Luego te lo contaré todo. Ahora… no puedo —susurró.
—Tranquila, no importa.
—Tú me has contado cosas. Es lo justo. —Sonrió con amargura.
No sé cómo, pero sentí que me invadía una dolorosa ternura hacia ella y la atraje hacia mí sujetando su nuca y posando mi frente en la suya. Ella cerró los ojos y suspiró.
—No soy buena para ti —suspiró de pronto.
—¿Quién lo dice? —Sonreí acariciando su cuello.
No me contestó, se levantó de la cama para buscar el paquete de tabaco en su abrigo y encendió un cigarrillo que me pasó enseguida para fumárnoslo juntos. Después se volvió hacia mi colección de música y rebuscó hasta encontrar algo que le gustase. Eligió Nights of White Satin, de The Moody Blues y regresó a la cama.
—Mi madre siempre me decía que era una niña mala, pero en broma, luego se reía y me abrazaba —dijo exhalando el humo—. Se suicidó, ¿sabes?
—Frank… —susurré negando con la cabeza.
No quería que se hiciese eso a sí misma, que se causase dolor. Conocía ese mecanismo, el de la autocompasión, y era siempre dañino.
—No se despidió de mí, solo de mi padre. Aunque ya no estaban juntos. Se metió en la bañera, se maquilló y se puso uno de sus turbantes. Aún era muy hermosa. Tomó champán y sus antidepresivos. Dijeron que fue un paro cardíaco. Claro que lo fue —dijo sarcástica e hizo otra pausa para quitarme el cigarrillo y lo miró despectiva y sonriendo—. Esto debería ser un porro, ¿sabes?
—No fumo porros —dije.
Frank se rio, pero tras esa sonrisa forzada vi el dolor de su corazón. Yo sabía perfectamente lo que era eso. La comprendía perfectamente.
No iba a poder pararla, lo necesitaba, necesitaba soltarlo, lo que fuese, así que la dejé continuar con el rostro muy serio, intentando no demostrar compasión. Comenzaba a conocer un poco a Frank como para saber que, si percibía eso por mi parte, seguro que se molestaría.
—Hoy me he enterado de que estaba enferma. Tenía cáncer y no era operable —dijo con rabia—.