Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas - Irene Mendoza HQÑ

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aquella chica que volvía loco a un chico que la amaba, un tipo como yo, algo masoquista.

      Todo apuntaba a que acabaría con el corazón roto, que Frank me lo iba a romper en mil pedazos cualquier día, lo sabía, pero supongo que por ser tan consciente de ello me daba igual. Aquel calor, aquella pasión, ese sexo maravilloso que tenía con ella y que estaba claro ya que no había sido una casualidad o cosa de una noche, lo compensaba todo. Merecería la pena pasase lo que pasase.

      Era cierto, la noche era para eso y para soñar con ella cuando no estuviese en mi cama.

      Frank se colocó a horcajadas sobre mi cuerpo. Yo aún estaba desnudo y ella gloriosa, con aquella camiseta mía que le transparentaba los pechos y con la boca llena de tostada.

      Acaricié sus muslos, sus nalgas, sus caderas mientras me iba poniendo más y más tieso ante sus ojos que no se perdían detalle del proceso. Ella acarició mi miembro y yo abrí el cajón de un pequeño mueble que tenía junto a la cama. Cogí un preservativo y se lo di. No hizo falta que le dijese nada más, rasgó el paquetito, lo sacó y, tras chuparse los dedos llenos de azúcar y canela, lo deslizó con manos hábiles por mi miembro hasta cubrirlo, haciéndome jadear de gusto mientras yo le acariciaba el sexo, sintiendo cómo se iba humedeciendo mediante mi tacto.

      La penetré con mis dedos, Frank gimió y sin más preámbulos se colocó sobre mí para dejar que me introdujese dentro de su cuerpo.

      La penetré o fue ella la que se deslizó, resbalando y haciendo que me hundiese en su interior todo lo profundo que fui capaz, no lo sé, solo sé que inmediatamente comenzó a moverse de un modo animal, febril y tremendamente sensual sin que yo tuviese que hacer apenas nada. Ella marcaba el ritmo presionando e impulsándose al compás de la música.

      Pronto estuvimos resoplando los dos, perdidos en el placer que nos dábamos el uno al otro, excitadísimos. Frank se agachó sobre mí rozando mi rostro con sus pezones y retiró mis manos de sus caderas para elevar mis brazos por encima de mi cabeza y así, aferrándose a mis manos, impulsarse aún con más fuerza. Ella me envestía mientras yo saboreaba sus pezones bajo la camiseta, metiéndolos en mi boca, haciendo un ruido de húmeda succión que se confundía con el de nuestros sexos al juntarse y separarse a toda velocidad.

      —¡Ah… qué bien, quel plaisir! —gruñó al borde del orgasmo.

      Al escucharla jadeé con fuerza y cerré los ojos perdido en su aroma dulzón, en el roce de su pelo sobre mi rostro, en los sonidos de la fricción de nuestros cuerpos y de sus gemidos, abandonándome por completo a esas exquisitas sensaciones hasta que ella se alzó tensando todo su cuerpo, con el rostro trasformado por el orgasmo. Noté sus primeros espasmos y entonces me dejé ir bajo sus muslos temblorosos, a la vez. Sus nalgas temblaban, su vientre, pechos, su boca, todo su cuerpo lo hacía, agitado por aquel frenesí de violento placer que nos poseía.

      En algún momento de esa extraña noche debimos de quedarnos dormidos porque despertamos ya de día. Mi cabeza descansaba sobre la almohada y su pelo rozaba mi rostro. Olía a canela. Sonreí. Frank olía a tostadas francesas.

      Y ya solo quería ser suyo. Una y mil veces más.

      Capítulo 15

      Wicked Game

      Me quedé tumbado recordando la noche anterior, pensando cómo había cambiado mi forma de ver la vida en tan solo unos pocos días, apenas dos semanas. Y todo por culpa de ella, de Frank, mi Frank. Porque así la sentía ya.

      Ella aún dormía, a mi lado, oliendo a canela, y pensé que si la quería tanto como yo pensaba debía hacer lo correcto. Así que me levanté y comencé a vestirme.

      Frank se despertó y se acercó a mí para abrazarme mientras me ataba las deportivas.

      —¿A dónde vas? Aún es temprano —ronroneó acariciando mi nuca con sus labios.

      —Voy a llevarte a casa. Puede que tu padre esté preocupado.

      —¡Que lo esté! —protestó.

      Pero se traicionó a sí misma y al rato encendió el móvil para comprobar si tenía alguna llamada perdida.

      —¿Te ha llamado? —pregunté.

      —Sí, como veinte veces —bufó.

      —Tienes suerte de tener un padre que se preocupa por ti.

      —No creo que realmente lo haga.

      —Lo hace, no lo dudes, aunque no lo sientas así —le dije muy en serio.

      —¿Te vas a poner de su parte, Gallagher? No le conoces —dijo muy seria.

      —No, ya lo sé —negué con energía y la miré sonriendo—. Pero estoy seguro de una cosa, si él supiese lo que su niñita está haciendo conmigo probablemente me mataría.

      —Sí, tenlo por seguro —rio.

      Entonces comprendí por qué Frank estaba conmigo. En cierto modo yo era una forma de cabrear a su padre. El chico que no era apropiado, la relación prohibida, al que jamás iban a presentar en las fiestas de sociedad del Upper East Side o en el verano de Los Hamptons. A escondidas, sin permiso, no podía esperar nada más.

      Puede que ni tan siquiera ella fuese consciente de su elección, o que simplemente no la tuviera, como me había pasado a mí al conocerla y decidí quedarme con esa versión amable de lo nuestro.

      Mis pensamientos se volvieron sombríos hasta que ella volvió a abrazarme y me tumbó sobre la cama. Yo la tomé por la nuca, enredando mis dedos entre su pelo, dispersando ese olor a canela a mi alrededor, perdido en sus ojos de color miel sin querer pensar en nada más.

      —No me mires así… —suspiró.

      —Así… ¿cómo? —susurré.

      —No sé… Tienes una forma de mirarme que… hace daño. Pero es como un dolor muy dulce —se apresuró a decir.

      —Lo sé —dije besándola para que no continuase hablando.

      Ella también dolía de la misma manera.

      La llevé a su casa y dejé que arreglase las cosas con su padre. No supe de ella hasta el día siguiente en que me despertó a primera hora de la mañana para que la llevara de compras.

      «Te invito a desayunar», me dijo nada más verme.

      Lo hicimos, desayunamos juntos en una cafetería en la que me dejé invitar a tortitas y un café colombiano buenísimo, y después me armé de paciencia para esperar a la puerta de cada tienda que ella consideró «adorablemente vintage», en Tribeca. Lamentablemente no necesitaba más ropa interior y sí probarse cientos de botas y zapatos.

      Pero Frank no era la típica niña pija que solo piensa en la ropa, no se la podía catalogar de ninguna manera. También le gustaban las tiendas de libros antiguos o de viejos vinilos. Se compró unos cuantos, entre ellos una edición de los 70 de Turandot, de Puccini, y me lo regaló.

      —Toma, para ti. Te va a gustar —dijo.

      —Dime de qué va. Tú te sabes todas las óperas.

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