Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas - Irene Mendoza HQÑ

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algo fascinante y misterioso ver cómo el cuerpo de Frank se iba cargando de placer y desprendiéndose de su deseo, del que primero se había llenado. Era algo hermoso y nuevo para mí y simplemente lo era porque nunca me había parado a apreciar ese mecanismo en una mujer, el del funcionamiento de su sexualidad, más mental que física, menos primaria y más evolucionada que la masculina, y por ello más compleja. Ahora me daba cuenta de que ciertos procesos mentales previos eran los que realmente la excitaban, el clima anterior a lo meramente carnal, los lugares, las sensaciones, los sonidos. Mi voz la excitaba mucho, por ejemplo. Era eso en su conjunto, un cúmulo de sensaciones lo que la hacía luego dispararse de aquella manera tan esplendorosa y potente durante el sexo.

      Mi cuerpo yacía sobre el suyo y yo me impulsaba entre sus piernas, apoyado sobre los antebrazos, con mis labios muy cerca de los suyos sintiendo su aliento mientras jadeábamos y suspirábamos a la vez.

      Mientras, el ritmo de mis penetraciones iba aumentando y haciéndose cada vez más fácil, constante y fluido a la vez que iba sintiendo cómo su interior se dilataba para acogerme, para luego estrecharse alrededor de mí, proporcionándome cada vez mayor placer.

      Frank disfrutaba cada una de mis embestidas arqueándose en busca de más hasta que estalló de nuevo y se propulsó contra mi sexo entre fuertes gemidos de éxtasis. En ese instante salí de ella, con el tiempo justo para derramarme sobre su vientre y sus muslos gritando su nombre.

      Me tumbé junto a Frank acariciando su vientre tembloroso con unos pañuelos de papel, limpiando el rastro de mi orgasmo, aguardando fatigado a que regresase de esa especie de sopor erótico en el que se perdía tras correrse. Abrió los ojos lentamente y me miró sonriendo con perezosa dulzura. No pude reprimirme y la besé en los labios lenta y apasionadamente. Ella me devolvió el beso enredando su lengua con la mía.

      —Sabes a mí —susurró ronca.

      Yo asentí tan solo. No podía hablar, tenía algo dentro, algo muy dulce y fuerte, como una especie de calor que solo sentía junto a Frank, que no me dejaba expresarme con desenvoltura. Si hablaba estaba seguro de que la emoción me haría prometerle la luna y eso me daba respeto. Sabía a lo que conducían ese tipo de promesas. Las conocía. Mi padre siempre me prometía cosas que con el tiempo comprendí que jamás podría cumplir.

      Ella se quedó mirándome, como aguardando algo, y después suspiró profundamente. Me levanté besándola otra vez y me dirigí al baño primero y después al fregadero, a por un vaso de agua. Estaba sediento y sofocado.

      —¿Bebes agua del grifo? —me preguntó horrorizada.

      —Sí —dije encogiéndome de hombros—. ¿Quieres?

      —¿No tienes… agua embotellada?

      Frank me miraba como si yo fuese un extraterrestre y eso me divertía.

      —No, princesa, no bebo Evian —dije sarcástico apurando el vaso.

      —¿Sabes que el agua de Nueva York tiene cal, entre otras cosas?

      —Bueno, de algo hay que morir —dije—. No pienso gastarme el sueldo en agua y creo que tenemos suerte de disponer de agua potable en Queens. No todo el planeta puede abrir el grifo y beber de él sin peligro inminente.

      —Bueno, haz lo que quieras. Prefiero un té con agua hervida y colada. Y deberías poner un filtro especial en el grifo del agua. Al menos para filtrar los metales pesados —dijo sacando su lado más caprichoso, levantándose aún con las medias y el liguero puesto, de camino al baño.

      Yo no pude evitar sonreír y seguir sus pasos con codicia, deteniendo mis ojos en su perfecto y espectacular trasero respingón. Ella se dio cuenta y se contoneó sonriendo descarada, haciéndome reír a mí también.

      Frank era una chica desinhibida, atrevida. Se notaba que estaba muy cómoda con su cuerpo y su desnudez. Yo, como buen nieto de irlandés y antiguo alumno de colegio católico, tengo mis problemas con la desnudez y la desinhibición. Pero eso sí, no soporto a esas mujeres pudorosas que se andan tapando todo el tiempo y no te dejan verlas. ¡A los hombres nos encanta veros desnudas! No hay nada más hermoso que el cuerpo de una mujer. Nosotros los hombres somos mucho más feos desprovistos de ropa, muy poco estéticos. Sé lo que me digo, hice de modelo en una escuela de arte, pero me echaron porque me tiré a varias alumnas y a una profesora.

      —¿Tienes hambre? —pregunté notando crujir mis tripas.

      —¡Sí, mucha! No he comido nada desde este mediodía —gritó desde el baño, con el ruido de la cisterna como fondo.

      Después se paseó de nuevo hasta la cama y me quitó la camiseta interior de tirantes que siempre llevo bajo las camisas blancas. No me gusta que se me transparenten los pezones o el vello del pecho. Me parece una ordinariez. Reconozco que soy un bicho raro.

      Se la puso y se quitó el liguero ante mi atenta mirada. Ni siquiera intenté disimular.

      —¿Qué? —rio.

      —Me gusta ver cómo te quitas las medias.

      Me miró sonriendo, mordiéndose el labio, y se las fue quitando lentamente, con toda la intención de provocarme, y lo consiguió, pero las tripas me crujieron de nuevo, recordándome que eran las cuatro de la madrugada y que los dos estábamos hambrientos. Me toqué el estómago improvisando una falsa mueca de dolor.

      —Voy a ver si tengo algo de comer. —Sonreí.

      —¿Tienes hambre?

      —¡Mucha! —asentí.

      Abrí la despensa y eché un vistazo recordando que me tocaba hacer la compra a mí y que, saltaba a la vista, lo había olvidado por completo.

      —Creo que solo tengo leche, algo de mantequilla y poco más. No tengo ni gofres, ni harina para tortitas, ni mermelada, ni fruta, ni cereales —dije avergonzado de mi exigua despensa.

      —¿Tienes huevos, pan de molde, azúcar y canela?

      —Sí… eso creo —dije dudándolo.

      —Pues si es así voy a prepararte pain grillé français.

      Lo dijo en su perfecto francés, casi haciéndome suspirar, mientras venía hacia mí muy resuelta.

      —¿Necesitas algo más? —dije rodeando su cintura con mis brazos.

      —Que te apartes y pongas algo de música.

      Elegí la música y pensé en algo con fuerza, muy potente, algo que me recordara a ella.

      —Prueba mi pain perdu —me dijo acercándome una tostada a la boca.

      Así lo hice, y debo decir que Frank hizo las tostadas francesas más deliciosas del mundo a ritmo de Do I Wanna Know?, de los Arctic Monkeys.

      Frank cantaba con su sensual voz dejándose llevar por la música. Yo la miraba deslumbrado mientras disfrutaba el ritmo de aquella estupenda canción que a mí me gustaba tanto, a la vez que nos comíamos las tostadas recién hechas.

      —¡Umm…! —exclamé.

      —Aún están calientes, cuidado —rio.

      —Están…

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