Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza
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—Vaya historia… —Sonreí mirando la carátula del disco.
—Es mi ópera favorita. Me encanta. ¿Has escuchado alguna vez Nessum Dorma?
—Pues… no lo sé.
—Seguro que lo has hecho, es un aria muy famosa. Esta es una versión de los 70, de Pavarotti y Montserrat Caballé, es buena —dijo sonriendo.
—Yo no te he hecho ningún regalo —dije molesto conmigo mismo.
—No importa, eres un encanto y sí me lo has hecho. Lo del paseo por el parque fue genial, Gallagher.
Le sonreí avergonzado, sintiéndome muy tonto por parecerle encantador. Yo quería parecerle sexy, seguro de mí mismo, honesto y hasta rudo, pero no sensible y encantador.
Después, ya de vuelta a Manhattan, Frank decidió que tenía que arreglarse el pelo y entramos a la peluquería más extraña que había visto en mi vida. Yo iba al barbero de mi barrio, al que fueron mi abuelo y mi padre toda su vida, así que esos lugares tan modernos me desconcertaban. El local era una mezcla de club nocturno y galería de arte alternativo. Pero disponían de una cafetería con periódicos del día, así que decidí esperar a Frank tomándome otro café y leyendo la prensa, algo que a ella le pareció «deliciosamente anticuado».
Fue entonces cuando percibí la imagen de una chica de la edad de Frank, una mezcla de Blake Lively y Paris Hilton en una, junto a un clon de unos 30 años más, su madre, las dos con dos Chihuahuas idénticos y enormes bolsos que cargaban del brazo. El susto que me llevé fue fenomenal porque reconocí enseguida a Sinclair madre y Sinclair hija.
Frank vio cómo me ponía pálido de repente y me miró extrañada.
—¿Qué te pasa, Gallagher?
—¡Oh, joder, las conozco! —dije escondiéndome detrás de una columna.
—¿A Poppy Sinclair?
—Y a su madre —asentí susurrando y pasándome la mano por el pelo.
—¿De qué? —preguntó extrañada.
—Yo trabajaba… trabajaba paseando a sus perros. Tienen al menos veinte chuchos. Y bueno… verás… —balbuceé avergonzado.
Frank volvió a mirarme fijamente comprendiendo al fin.
—¿Te has follado a las dos, Gallagher? —preguntó con cara de absoluta sorpresa.
Asentí, no estaba muy orgulloso de ello, pero era la verdad. Pensé que Frank se enfadaría y ahí se acabaría todo, pero no, en vez de eso se echó a reír y tiró de mí para que saliésemos de la peluquería. Yo iba delante y cuando ya estaba en la puerta escuché la estridente voz de Poppy Sinclair llamando a Frank. No me di la vuelta, continué andando hasta el coche a toda prisa y las dejé parloteando un rato. Poco después, Frank regresó al coche y se sentó a mi lado con cara de absoluta curiosidad.
—Tienes que decírmelo —me soltó.
—¿El qué? —pregunté sospechando a qué se refería.
—Cómo es Poppy en la cama.
Hice una mueca de disgusto y me eché a reír, negando con la cabeza. No recordaba a Poppy precisamente, si no a su madre, que al enterarse de que me había liado con su hija me dijo muy dolida «la juventud se pasa con la edad y algún día dejarás de ser tan bello». Y en ese momento recuerdo que pensé que había subestimado a esa mujer.
—La conozco desde que éramos niñas, fuimos juntas al colegio, hasta los doce años. Un colegio de monjas francesas horrible —hizo una mueca espantosa—. Siempre fue tan perfecta, tan educada, tan modosita, tan… aburrida.
—Digamos que no es de las que toman la iniciativa.
—¡Cuenta, cuenta! —Frank puso cara de sorpresa y tiró de mi manga.
—Es algo… pasiva. No se parece a su madre en nada, no. —Sonreí.
—O sea que su madre también…
—Su madre es mucho mejor, sí, definitivamente —declaré riéndome y recordando el polvo en la cocina de la señora Sinclair con la señora Sinclair.
Frank me dio una colleja exclamando con sorpresa y se echó a reír para susurrarme después al oído.
—¿Y yo, Mark? ¿Cómo soy en la cama, mejor que Poppy y su madre? —preguntó melosa e insinuante como una gatita.
—Mejor que cualquiera —susurré mordiéndole la boca con pasión, sin poder ni querer reprimirme.
—Anda, vámonos de aquí —rio besándome.
—¿A dónde? —dije arrancando el motor.
—No tengo ni idea.
En ese momento se puso a llover a cantaros y el tráfico, ya de por si complicado en Manhattan, se volvió insufrible. De pronto nos vimos sumergidos en un atasco, sin poder avanzar, metidos en el coche bajo una cortina de agua y granizo. Frank encendió un cigarrillo y yo la radio, la nuestra, la emisora para carcamales, como decía ella.
Sonaba Wicked Game, de Chris Isaac, y pensé, «perfecto, justo en la diana». Porque Frank estaba jugando, jugaba conmigo y yo se lo permitía. Estaba claro y no me quedaba otra, ya no tenía escapatoria. No se trataba de querer o tener fuerza de voluntad, no. Ya la había probado y solo podía seguirle el juego, un juego perverso, como decía la canción.
Ella tarareó el estribillo con su voz suave y profunda.
Sentí que me lo estaba cantando a mí. No podía estar más claro. Ninguno de los dos había hablado de amor en ningún momento. Aunque yo jamás le había hecho el amor a una mujer como se lo había hecho a ella. Pero la diferencia entre ambos era que seguramente ella podía no colgarse de mí si no quería, pero yo no, nunca tuve opción. Yo solo era un pobre loco enamorado sin remedio, hasta el fondo de mis huesos.
Frank me daba de fumar de su cigarrillo y entre calada y calada comencé a besarla en los labios, suavemente, con besos rápidos y juguetones, sin otra intención que hacer tiempo para proseguir con el escaso trayecto que restaba para llegar a su casa.
Frank comenzó a ponerse traviesa con las manos, acariciando mi cuello, soltándome los botones de la camisa, enredando sus dedos en el vello de mi pecho y pasando su lengua húmeda por mi nuez.
—Frank… esto se va a poner en marcha en cualquier momento. —Sonreí, resoplando.
Yo también me iba a poner en marcha como continuase.
—¿Y? —Sonrió también con picardía.
—Que