Un puñado de esperanzas. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas - Irene Mendoza HQÑ

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con mis manos mientras mi boca se llenaba con sus duros pezones.

      «Por supuesto que lo haré», pensé comenzando a sentir cómo empezaba a ponerme duro de nuevo.

      Después, Frank se acercó a donde guardaba mis vinilos y CDs, unas simples baldas, junto a las torres de libros y se puso a fisgonear los títulos.

      —Tienes… mucha música —dijo asintiendo—. Y buen gusto.

      No respondí. Inspiré hondo y decidí pasar a la acción. Caminé lentamente hacia ella mientras me quitaba el abrigo sin perder el contacto visual en ningún momento. Lo dejé sobre el sofá y en vez de acercarme a Frank me encaminé al frigorífico, lo abrí y saqué un zumo de arándanos, granada y limón, que es lo que suelo beber normalmente, eso, zumo de naranja, cerveza sin alcohol, Coca-Cola y té o café caliente o frío, según la época del año, nada de alcohol.

      —¿Quieres? —pregunté aprovechando que Frank se había girado hacia mí, intentando aparentar tranquilidad, demorando el momento.

      —¿Zumo? —rio—. ¿No bebes alcohol nunca?

      —No, no quiero parecerme a mi padre —susurré.

      Frank asintió en silencio, algo cohibida y se volvió hacia el equipo musical de nuevo, uno muy bueno que me había costado casi todo el sueldo de un mes en mi último trabajo. Soy un tío sibarita, me gusta lo bueno, por eso creo que desde un principio me gustó tanto ella.

      Frank cogió un vinilo y lo puso en el plato. Yo ya estaba junto a ella, con un vaso de zumo en la mano, cuando comenzó a sonar Introducing The Hardline According To Terence Trent D’Arby, un viejo álbum de 1987, de aquel cantante que a mí me gustaba tanto.

      Sus caderas se movían suavemente, al compás de la música, haciendo que su precioso culo se contonease ante mis ojos. Frank se volvió y nuestras miradas se encontraron. Pude notar cómo el ambiente se iba cargando de sensualidad, pude escuchar su respiración a la vez que el latido de mi corazón bombeando en mis oídos, todo ello unido a aquella canción perfecta que hablaba de grabar su nombre en mi corazón. Esa noche iba a hacerlo, lo haría, la metería en mi alma para siempre.

      Frank me quitó el vaso de la mano, le dio un trago apurándolo y lo dejó sobre una balda. Después tiró de mi suéter hacia arriba, desnudando mi torso sin apartar sus ojos de mí.

      Sonreí y le dejé hacer, encantado, maravillado, sin poderme creer aún la suerte que tenía.

      Con el torso desnudo, frente a Frank, observé cómo me miraba, escrutándome de pies a cabeza. La dejé, complacido de que se deleitase contemplándome, era parte de la diversión y a mí siempre me ha encantado jugar.

      Ahora era mi turno y me tocaba mover ficha, pero algo había cambiado en mí, no me apetecía entretenerme en preliminares teatrales y estudiados o en probar posturas del Kama Sutra. No quería lucirme o demostrarle a Frank lo bien que follaba, tan solo deseaba acariciarla y decirle palabras dulces y bonitas al oído. Nada de juegos, ya no era solo diversión, con ella no. A Frank tan solo quería amarla, nada más ni nada menos.

      Casi podía decirse que era mi primera vez. Sabía lo que había que hacer, la mecánica me la conocía de memoria, pero no sabía lo que debía sentir ni cómo.

      Me acerqué hasta pegar mi vientre al suyo y respiré impregnándome de su aroma, hundiendo mi nariz en su pelo.

      —Qué bien hueles… —susurré abrumado, cerrando los ojos e inspirando con fuerza.

      Frank se apretó contra mí haciendo que mi miembro creciese al instante y acarició el vello de mi pecho con su nariz, mientras sus manos se deslizaban por mi vientre.

      —Tú también. Me encanta tu olor —dijo en voz muy baja y algo ronca.

      Entonces la besé fuerte y profundo, saboreando sus labios, exigente y ávido, aferrándome a su cuerpo suave y caliente, apretando su duro trasero. Llevaba días imaginando ese culo respingón entre mis manos.

      Ella subió los brazos emitiendo un gruñido de placer que hizo que mi erección terminara por endurecerse al máximo, invitándome a desnudarla.

      Solo quería una cosa, tenerla y hundirme en ella, tan solo eso, y estaba a punto de lograrlo.

      Capítulo 10

      Slave To Love

      Le quité el suave suéter amarillo mientras ella me soltaba los pantalones y descubrí que no llevaba sujetador, solo una finísima camisola de seda roja y encaje negro que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel. Le dediqué mi mejor sonrisa y ella se mordió el labio juguetona.

      —Es Nochevieja —dijo.

      —He ganado la apuesta —sonreí.

      —¿Qué apuesta? —susurró enredando sus dedos en el vello de mi bajo vientre.

      —Imaginé… que no llevarías hoy el típico conjunto de Nochevieja, que serías más… original —susurré despacio.

      Mis ojos se quedaron prendados de la forma de sus pechos y mis manos se posaron sobre ellos para abarcarlos y acariciarlos con veneración, con deliberada lentitud, deslizando mis dedos por la forma que sus pezones endurecidos dejaban sobre la seda roja.

      Frank inspiró con fuerza cerrando los ojos un instante y después se pegó a mi cuerpo y me besó con ímpetu. Mi boca surcó sus labios, sus mejillas. Mientras besaba su cuello y mordisqueaba el lóbulo de su oreja aspiré su aroma, el olor de su piel, aturdiéndome con él. La escuché jadear y tuve que controlarme para no abalanzarme sobre ella como un salvaje.

      Ella misma se soltó los pantalones y los dejó caer sobre el suelo de linóleo mostrándome una braguita roja minúscula, a juego con la camisola. Una de mis manos se deslizó hasta su sexo para acariciarlo. Presioné, estaba blando y húmedo. La humedad mojaba la tela. Ya estaba más que dispuesta y eso me excitó aún más.

      Yo quería desnudarla, no aguantaba más y tiré de sus braguitas rojas hacia abajo, con suavidad. Su sexo quedó al descubierto, sonrosado, con tan solo una línea de suave vello que dibujaba su forma. Me entretuve en admirar aquella obra de arte de la depilación antes de surcarlo con las yemas de mis dedos.

      Frank no se quedó quieta. Se quitó la camisola roja y sus manos bajaron la cremallera de mis pantalones. Al notar mi erección la acarició haciéndome jadear de placer. Presioné mi duro miembro contra su mano gruñendo de gusto y ella respondió a mi gruñido con un glorioso jadeo que me hizo vibrar de ganas.

      Frank parecía tan dispuesta, tan receptiva… Y yo me moría de impaciencia por estar dentro ya, por hundirme profundamente en ella más y más. Nunca me había sentido tan excitado por una mujer.

      Terminé de bajarme los pantalones, que cayeron al suelo junto con mis boxers. Una vez desnudos los dos todo se precipitó. Frank se giró dejando que me adentrase entre sus muslos. La sensación era maravillosa, sus suaves muslos se bañaron con el roce de mi húmedo glande y mis caderas comenzaron a moverse presionando mi pene contra su sexo, pero sin penetrarla aún, mientras mis manos y mi boca se dedicaban a su cuerpo y a hacerla gemir.

      «¡Vamos, nena! Quiero escuchar esos eróticos sonidos de tu boca».

      Sus

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