Paul Thomas Anderson. José Francisco Montero MartÃnez
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Con todas las salvedades que sean precisas, Embriagado de amor, por otro lado, es a la obra de Anderson lo que Tirad sobre el pianista a la de Truffaut –filme cuya secuencia inaugural, además, Anderson cita explícitamente en el momento en que Barry Egan huye de los matones que lo persiguen, reflejándose su sombra en las paredes–, realizadas tras Magnolia y Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents corps, 1959), respectivamente, dos logros artísticos por los que adquieren enorme prestigio, pero de los que se desmarcan de forma bastante inesperada. Ambas películas, en fin, asumen similares dosis de riesgo e imprevisibilidad y son recibidas con similar desconcierto por el público de su época.
Son reseñables algunos paralelismos más entre la obra de ambos cineastas –siempre teniendo en cuenta la dispar extensión de la obra del director angelino y la de Truffaut–. Boogie Nights recoge el mundo del cine desde dentro como el cineasta francés hizo en La noche americana (La nuit américaine, 1973); poco importa que la primera se centre en el del cine porno y la segunda en el más convencional del rodaje de un rancio melodrama, pues el objetivo de ambas es reflexionar sobre los solapamientos entre ficción y realidad, vida y representación –como también hizo Truffaut en la posterior El último metro (Le dernier métro, 1980), ambientada en el mundo del teatro durante el periodo de la Ocupación–.
Magnolia, por otro lado, se acerca al cine del director francés en la consabida preocupación de éste por el mundo de la infancia y la importancia de las figuras paternas –con conocidas vinculaciones biográficas en el caso del autor de La mujer de al lado– que se percibe en buena parte de la filmografía de Truffaut –Les Mistons (1958), Los cuatrocientos golpes, La piel dura (L´Argent de poche, 1976), El pequeño salvaje (L’Enfant sauvage, 1969)– y que es visible también en la película de Anderson: además de incluir a dos niños entre sus personajes principales –Stanley Spector y Dixon–, uno de los temas destacados del filme –para su director el principal– reside en la relación entre padres e hijos y, de hecho, muchos de los personajes viven encallados en su infancia debido a algún hecho traumático de la misma –unos rasgos de infantilismo que ya sufrían los anteriores protagonistas de Anderson: John en Sydney o Dirk Diggler y muchos de sus compañeros de profesión en Boogie Nights–. En Pozos de ambición, además, la difícil y progresivamente degradada relación entre un niño y su codicioso padre se constituye en uno de los núcleos temáticos más importantes del filme, relación que tiene un claro precedente en la que mantenían Stanley y su padre en Magnolia.
Jonathan Demme
A pesar de la patente influencia de cineastas como Robert Altman, Martin Scorsese y, en menor medida, François Truffaut, sorprende el cineasta por el que el director de Boogie Nights siente mayor admiración, al menos si damos crédito a algunas declaraciones suyas: «Jonathan Demme debe de ser mi héroe de todos los tiempos porque él es la combinación de esos tres»[45] ha dicho Anderson, aunque esto último sea ciertamente muy discutible, por no decir que es un juicio radicalmente erróneo.
Jonathan Demme es un director muy irregular, con algunos buenos logros –Melvin y Howard, Stop Making Sense (1984), Algo salvaje (Something Wild, 1986)–, pero con bastantes mediocridades –como El eslabón del Niágara (Last Embrance, 1979), la sobrevalorada El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, 1991) o Philadelphia (1993)–. Independientemente de admiraciones personales, la influencia del cine de Demme en el de Anderson tiene menos trascendencia que la de los directores analizados páginas atrás. No obstante, tanto para Demme como para Anderson lo más importante a la hora de realizar una película es el retrato de los personajes, ante los que muestran –en el caso de Demme, al menos en sus mayores logros– similar mirada de profundo respeto y cercanía –Melvin y Howard sería, tal vez, un buen ejemplo–, procurando menos juzgarlos –aun en su abyección o estupidez– que comprenderlos. De hecho, Anderson ha afirmado que su admiración por el director de Mujeres en pie de guerra proviene sobre todo de su humanismo, frente al esteticismo, por ejemplo, de Scorsese, opinión que, en este caso, no revela una comprensión cabal de la obra del autor de La edad de la inocencia.
En todo caso, es Sydney el filme, sobre todo en sus primeros minutos, en que la influencia de Demme es más notoria –y, en concreto, de Melvin y Howard, como el propio Anderson ha reconocido–, en especial por la relación que se establece en el primer tramo de esta cinta entre sus dos personajes principales, mientras viajan en coche hacia Las Vegas, como en la película de Anderson, y sobre todo por la idea, que éste tuvo muy presente en Sydney, de que si los dos personajes en que se centra el filme en estos minutos iniciales conquistan al espectador, éste mantendrá el interés durante el resto de la película. Además, en el debut de Anderson es palpable también la deuda, sobre todo narrativamente, de Algo salvaje, como trataré en otro apartado del libro.
David Mamet
Por último, otro cineasta cuyo trabajo es rastreable en el de Anderson es David Mamet, aunque según aquél más en su faceta de guionista que de realizador, frecuentemente simultáneas. De los guiones de David Mamet, sin embargo, al autor de Boogie Nights le ha influido más la estructura de los mismos que sus frecuentemente admirados diálogos. Según Anderson, de adolescente «creía estúpidamente que los diálogos de Mamet recogen cómo hablan realmente las personas. Ahora me doy cuenta de que Mamet había desarrollado una forma asombrosamente estilizada de plasmar la forma en que habla la gente. Muchos piensan inmediatamente en los diálogos cuando oyen el nombre de Mamet, pero creo que la fuerza de su escritura radica en la narrativa –utiliza técnicas muy sólidas, viejas y consolidadas para crear sus historias–»[46]. Tanto en el cine del autor de Las cosas cambian como en el de Anderson, el juego de las apariencias es constante; en la obra de ambos, como dice Rebecca Pidgeon en La trama (The Spanish Prisoner, David Mamet, 1998), «la gente nunca es lo que parece». Sin embargo, si en David Mamet esta característica de muchos de sus personajes forma parte, prioritariamente aunque no en exclusiva, de las estrategias narrativas de muchos de sus libretos, plagados de sorpresas y vueltas de tuerca, de inesperados giros, en definitiva, filmes que, «no obstante tener algo de tramposo y artificial, al mismo tiempo –he aquí la gran paradoja de su cine– hacen de esa misma trampa y artificio el centro de sus discursos»[47], en Anderson, en cambio, esta característica se constituye sobre todo en un elemento definitorio en la creación de los personajes: desvelar lo que hay detrás de esas apariencias coadyuva a conocerlos mejor más que a dinamizar la narración.
Paul Thomas Anderson comparte con David Mamet el hecho de construir sus películas a partir de unos guiones de estructura muy férrea; sin embargo, lo que hace a Anderson un director muy superior, a mi parecer, es que estos excelentes guiones están acompañados, y potenciados, por una muy brillante puesta en imágenes, que es la que les confiere su auténtico sentido, lo que no siempre ocurre en el director de Oleanna.
La primera película de Mamet, Casa de juegos (House of Games, 1987), se constituye en un referente importante para la a su vez primera película de Anderson. Más allá del magisterio que en ambos filmes desempeñan el personaje interpretado por Joe Mantegna y Sydney respecto a la protagonista del filme de Mamet y a John en el de Anderson –incluyendo algunas trampas de sus oficios entre sus enseñanzas–, Casa de juegos está construida, como buena parte de la obra de su autor, sobre la idea de una continua y cambiante representación, una mascarada general en la que nadie es lo que muestra a los demás, como ocurre