Matar a la Reina. Angy Skay
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Tuve que tirarlo en mi última investigación buscando a Carter para que nadie pudiera localizarme. Si su jefe se enteraba de que estaba viva, de que no morí aquel día, entonces mis bazas se reducirían de tal manera que necesitaría la seguridad de un ejército para que no acabara conmigo. No le tenía miedo a la muerte; en ocasiones, incluso deseaba que llegara. Me importaba bien poco todos los años que tardé en construir algo mío, y aunque no fuese limpio, eran mis cosas, era mi futuro. Antes de irme a Atenas dejaría un escrito con Jan ante un notario, en el que les cedería todas mis posesiones a Eli, a Ryan y a mi abuela; las tres únicas personas en el mundo con las que podía ser como quería, con la diferencia de que con Lola Bravo no podía ser sincera del todo.
—Y no puedo creer que… —Ella seguía con su reprimenda por mi falta de respeto hacia su persona—. ¿Es que no tienes mi número apuntado para llamarme con tu nuevo teléfono? —me preguntó tras su verborrea.
Intenté cambiar de tema para que dejara de pegarme la bronca del siglo, pero fue imposible. Cuando mi abuela entraba en un bucle, no había quien la sacara de allí.
Caminé hacia el final de la planta baja, donde tenía un diminuto estudio en el que me permitía el lujo de dejar de ser quien era para poder convertirme en la persona que siempre quise. Me descalcé, lanzando mis tacones a la otra punta de la habitación, y me puse unos planos que me supieron a gloria. Cogí una de las batas blancas que colgaban detrás de un perchero de madera desgastado y me la coloqué sobre mi vestido entallado. Tenía varias pintas de colores por toda la tela, pero no me importó; nunca lo hizo. Paseé mis dedos por todos los cuadros que había dibujado, notando la textura de los lienzos en las yemas, y suspiré por la espléndida sensación de tranquilidad que me otorgaban. Miré mi pared de la izquierda y examiné con añoranza uno de los diez cuadros que tenía expuestos allí. Muy poca gente sabía que me dedicaba a dibujar en mis ratos libres, cuando los tenía. Noté cómo el nudo se creaba en mi garganta, momento en el que comencé a dejar de respirar.
Pero ahí estaba mi Lola Bravo, sacándome de mis pensamientos y devolviéndome a la realidad:
—¿Estás escuchándome? —me preguntó tras cinco minutos sin dejar de hablar.
Y aguantar a tu abuela siquiera un minuto pegándote la mayor bronca del mundo era demasiado para el día que llevaba.
—Abuela, tengo que dejarte…
No me dio tiempo a continuar:
—¡Como me cuelgues el teléfono, me planto en Barcelona y te arranco la cabellera!
Tuve que reírme.
—Tengo trabajo, señora Bravo —me burlé de ella—. Solo te llamaba para decirte que quiero ir a Huelva a final de semana. Si te parece bien, estaré el sábado y el domingo. Tengo que hacer un viaje de negocios dentro de unos días y no sé cuándo volveré.
Más bien, tenía casi claro que no regresaría si alguien que no debía interceptaba mis planes antes de lo previsto, y por lo que había podido comprobar, últimamente, todo se me torcía de manera considerable.
—¿A qué viene esa pregunta tan absurda? ¿Cómo va a molestarme que mi nieta pase dos días conmigo después de llevar casi un año sin verla? —Esto último lo dijo con retintín.
—De verdad que no he podido hacerlo antes, ya sabes…
—Sí. El club, el maldito club —terminó por mí. Resoplé cuando noté que la paciencia estaba llegando a su fin, hasta que ella, como siempre, intentó remediar el enfado de ambas—: Venga, te espero en casa el sábado con la mesa puesta. Te pones a hacer croquetas conmigo y hacemos las paces mientras tanto.
Reí.
—Está bien, nos vemos el sábado. Cuídate.
—Cuídate tú, mi niña.
Colgué la llamada a la vez que me sentaba ante el lienzo que tenía a medias desde hacía una semana. Cogí el carboncillo y comencé a dibujar pequeños trazos de la Catedral de San Basilio, en Moscú. Cómo echaba de menos mi país, sus gentes, las costumbres y todo lo que tuviera que ver con Rusia, pero en cierto modo me veía incapaz de volver allí, de revivir los momentos más duros de mi vida.
La casa donde viví hasta los doce años continuaba intacta, cerrada y cuidada por un hombre que contraté cuando me mudé a Barcelona y empecé a ganar dinero con los negocios. No quería borrar de mi memoria los buenos momentos, pero en ese aspecto no era lo suficientemente valiente como para poner un pie en el mismo suelo en el que mi familia fue asesinada.
Me concentré en el lienzo, dibujando con ansias la fotografía que descansaba en mis muslos. Me coloqué las gafas sobre el puente de mi nariz y seguí con mi tarea. Solo las necesitaba para pintar, ya que la vista se me cansaba en exceso, y entre eso y los pensamientos que rondaban por mi cabeza, los ojos se me nublaban.
Escuché el sonido del colgador que tenía encima de la puerta de entrada. Lo compré en un mercadillo medieval en Barcelona poco antes de adquirir el pequeño local. Sin echar un vistazo hacia la puerta, la cual había olvidado cerrar, dejé que pasaran pensando que sería Eli, ya que solo dos personas más aparte de ella conocían la existencia de aquel lugar.
—¿Se te ha olvidado algo? —pregunté sin mirar.
No escuché nada por parte de la persona que entraba. Si era Eli, no tenía ganas de hablar con ella. Necesitaba estar sola, y lo necesitaba de verdad. Oí los pasos cada vez más cercanos. Elevé mi rostro hacia arriba y, debido a la impresión, mis ojos se quedaron fijos en la persona que tenía frente a mí.
Iba con unos pantalones vaqueros ajustados que marcaban sus piernas más de lo normal, llevaba una camisa informal remangada hasta sus codos, de color crema, y su porte lucía firme y terso como hacía meses, quizá un poco más marcado. No pude pronunciar una sola palabra en cuanto mi mirada se clavó en la suya, con tanta intensidad que noté cómo mi corazón galopaba con fuerza en mi pecho. Me perdí en la profundidad de sus esmeraldas. Segundos después, guie mi vista delineando cada línea de su mandíbula cuadrada, de su fuerte mentón y de ese maldito cuerpo que lo hacía parecer endiabladamente poderoso.
—Hola —murmuró.
No fui capaz de contestarle. Me levanté del asiento impulsada por mis propios pensamientos y, dando dos pasos, me coloqué delante del caballete con el lienzo. Él, por su parte, dio un par de zancadas y llegó hasta mí. Su sonrisa se pronunció, dejando ver una clara y brillante dentadura blanca bajo esa capa de barba incipiente que adornaba su rostro.
No entendí por qué sentía que el alma quería escaparse de mi cuerpo, pero sí supe que la ira comenzaba a bullir en mi interior con fuerza. Intenté eliminar todos los pensamientos pecaminosos que pasaban por mi mente sobre la última vez que nos vimos. Olvidé por un momento su cuerpo encima de mí, sus movimientos bestiales, su rudeza a la hora de besar y lo bien que sabía moverse en la pista de baile. También dejé a un lado nuestras charlas sobre temas distintos en los que ambos no estábamos de acuerdo, las risas que conseguía que mi garganta pronunciara e incluso que solo lo conocía de unos días; en concreto, de seis. Toda esa parte la había obviado con Vanessa, dado el desagrado que me producían sus constantes preguntas sobre el tema.
Me observó, queriendo traspasar mi alma, mi mente y todo mi cuerpo, sin embargo, notaba cómo mi mano derecha comenzaba a picarme. Antes de poder pensar en lo que estaba haciendo,