Noli me tángere. Jose Rizal
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El único enemigo de este poder espiritual con tendencias de temporal, era, como ya dijimos, el alférez. El único, pues cuentan las mujeres que el diablo anda huyendo de él, porque un día, habiéndose atrevido á tentarle, fué cogido, atado al pie del catre, azotado con el cordón, y sólo fué puesto en libertad después de nueve días.
Como es consiguiente, el que después de esto se haga todavía enemigo de un hombre como tal, llega á tener peor fama que los mismos pobres é incautos diablos, y el alférez merecía su suerte. Su señora, una vieja filipina con muchos coloretes y pinturas, llamábase doña Consolación; el marido y otras personas la llamaban de otra manera. El alférez vengaba sus desgracias matrimoniales en su propia persona emborrachándose como una cuba, mandando á sus soldados hacer ejercicios al sol, quedándose él en la sombra, ó más á menudo, sacudiendo á su señora, que, si no era un cordero de Dios para quitar los pecados de nadie, en cambio servía para ahorrarle muchas penas del Purgatorio, si acaso iba allá, lo que ponen en duda las devotas. El y ella, como bromeando, se zurraban de lo lindo y daban espectáculos gratis á los vecinos: concierto vocal é instrumental, á cuatro manos, piano, fuerte, con pedal y todo.
Cada vez que estos escándalos llegaban á oídos del P. Salví, éste se sonreía y se persignaba, rezando después un padrenuestro; llamábanle carca, hipócrita, carlistón, avaro; el P. Salví se sonreía también y rezaba más. El alférez siempre contaba á los pocos españoles que le visitaban, la anécdota siguiente:
—¿Va usted al convento á visitar al curita Moscamuerta? ¡Ojo! Si le ofrece chocolate, ¡lo cual dudo!... pero en fin si le ofrece, ponga atención. ¿Llama al criado y dice: Fulanito, haz una jícara de chocolate, ¿eh? entonces quédese, sin temor, pero si dice: Fulanito, haz una jícara de chocolate ¿ah? entonces coja usted el sombrero y márchese corriendo.
—¿Qué? preguntaba el otro espantado ¿da jicarazo? ¡Caramba!
—¡Hombre tanto, no!
—¿Entonces?
—Chocolate ¿eh? significa espeso, y chocolate ¿ah? aguado.
Pero creemos que esto sea calumnia del alférez, pues la misma anécdota se atribuye también á muchos curas. A menos que sea cosa de la Corporación...
Para hacerle daño prohibió el militar, inspirado por su señora, que nadie paseara arriba de las nueve de la noche. Doña Consolación pretendía haber visto al cura, disfrazado con camisa de piña y salakot de nitô4, pasearse á altas horas de la noche. Fr. Salví se vengaba santamente: al ver al alférez entrar en la iglesia, mandaba disimuladamente al sacristán cerrar todas las puertas, y entonces se subía al púlpito y empezaba á predicar hasta que los santos cerraban los ojos, y le murmuraba ¡por favor! la paloma de madera sobre su cabeza, la imagen del Espíritu divino. El alférez, como todos los impenitentes, no por eso se corregía: salía jurando y tan pronto como podía pillar á un sacristán ó un criado del cura, le detenía, le zurraba, le hacía fregar el suelo del cuartel y el de su propia casa, que entonces se ponía decente. El sacristán, al ir á pagar la multa, que el cura le imponía por su ausencia, exponía los motivos. Fr. Salví le oía silencioso, guardaba el dinero, y por de pronto soltaba á sus cabras y carneros para que fuesen á pacer en el jardín del alférez, mientras buscaba un tema nuevo para otro sermón mucho más largo y edificante. Pero estas cosas no eran obstáculo ninguno, para que, si después se veían, se diesen la mano y se hablasen cortesmente.
Cuando el marido dormía el vino ó roncaba la siesta y doña Consolación no podía reñir con él, entonces acomodábase en la ventana con su puro en la boca y su camisa de franela azul. Ella, que no puede soportar á la juventud, dardea desde allí con sus ojos á las muchachas y las moteja. Estas la temen, desfilan confusas sin poder levantar sus ojos, apresurando el paso y conteniendo la respiración. Doña Consolación tenía una gran virtud: parecía no haber mirado nunca un espejo.
Estos son los soberanos del pueblo de San Diego.
1 Es una especie de enrejado de cañas. ↑
2 Venerable Orden de san Francisco. ↑
4 Filamento de un helecho que abunda en Filipinas. ↑
XII
Todos los Santos
Lo único que sin disputa distingue al hombre de los animales, es el culto que rinden á los que dejaron de ser. Y ¡cosa extraña! esta costumbre aparece tanto más profundamente arraigada cuanto menos civilizados son los pueblos.
Escriben los historiadores que los antiguos habitantes de Filipinas veneraban y deificaban á sus antepasados; ahora sucede lo contrario: los muertos tienen que encomendarse á los vivos. Cuentan también que los de Nueva Guinea guardan en cajas los huesos de sus muertos y mantienen con ellos conversación; la mayor parte de los pueblos de Asia, Africa y América les ofrecen los platos más exquisitos de sus cocinas ó los que fueron en vida su comida favorita, y dan banquetes á que suponen que asisten. Los egipcios les levantaban palacios, los musulmanes capillitas, etc., pero el pueblo maestro en esta materia y que ha conocido mejor el corazón humano es el de Dahomey. Estos negros saben que el hombre es vengativo; así, pues, dicen, para contentar al muerto no hay mejor que sacrificarle sobre la tumba á todos sus enemigos; y como el hombre es curioso y no sabrá cómo distraerse en la otra vida, le envían cada año un correo bajo la piel de un esclavo decapitado.
Nosotros nos diferenciamos de todos. Pese á las inscripciones de las tumbas, casi ninguno cree en que descansan los muertos, y menos en paz. El más optimista se imagina á sus bisabuelos tostándose aún en el Purgatorio, y, si no sale condenado, todavía podrá acompañarlos por muchos años. Y quien nos quiera contradecir, que visite las iglesias y los cementerios del país durante este día, observe y verá. Pero ya que estamos en el pueblo de San Diego, visitemos el suyo.
Hacia el oeste, en medio de los arrozales, está, no la ciudad, sino el barrio de los muertos: conduce á él una estrecha vereda, polvorosa en días de calor y navegable en días de lluvia. Una puerta de madera y un cerco mitad de piedra y mitad de caña y estacas, parecen separarle del pueblo de los hombres, pero no de las cabras del cura y algunos cerdos de la vecindad, que entran y salen para hacer exploraciones en las tumbas ó alegrar con su presencia aquella soledad.