Noli me tángere. Jose Rizal
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—¡Ah!—exclamó el joven soltándole y dándose una palmada en la frente. Y abandonando al pobre fray Salví se dirigió precipitadamente hacia su casa.
El criado llegaba entretanto y ayudaba al fraile á levantarse.
1 Cananga odorata ó Uvaria aromática, anonácea. ↑
2 Cálamus máximus, notable por su dureza. ↑
XIV
Tasio el loco ó el filósofo
El extraño viejo vagaba distraído por las calles.
Era un antiguo estudiante de filosofía, que dejó la carrera por obedecer á su anciana madre, y no fué ni por falta de medios ni de capacidad: fué precisamente porque su madre era rica, y se decía que él tenía talento. La buena mujer temía que su hijo llegase á ser un sabio y se olvidase de Dios, por lo que le dió á escoger entre ser sacerdote ó dejar el colegio de San José. El, que estaba enamorado, optó por lo último, y se casó. Viudo y huérfano en menos de un año, buscó un consuelo en los libros para librarse de su tristeza, de la gallera y de la ociosidad. Pero se aficionó de tal modo á los estudios y á la compra de libros, que descuidó completamente su fortuna y se arruinó poco á poco.
Llamábanle las personas bien educadas don Anastasio ó el filósofo Tasio, y las de mala educación, que eran la mayoría, Tasio el loco, por sus raros pensamientos y extraña manera de tratar á los hombres.
Como decíamos, la tarde amenazaba tempestad; algunos relámpagos iluminaban con pálida luz el cielo plomizo; la atmósfera era pesada y el aire sumamente bochornoso.
El filósofo Tasio parece haber olvidado ya su querida calavera: ahora sonríe mirando las obscuras nubes.
Cerca de la iglesia encontróse con un hombre, vestido de una chaqueta de alpaca, llevando en la mano más de una arroba en velas y un bastón de borlas, insignia de la autoridad.
—¿Parece que estáis alegre?—preguntóle éste en tagalo.
—En efecto, señor capitán; estoy alegre porque tengo una esperanza.
—¡Ah! ¿y qué esperanza es esa?
—¡La tempestad!
—¡La tempestad! ¿Pensáis bañaros sin duda?—preguntó el gobernadorcillo en tono burlón, mirando el modesto traje del viejo.
—Bañarme... no está mal, sobre todo cuando se tropieza con una basura,—contestó Tasio en tono igual, si bien algo despreciativo, mirando en la cara á su interlocutor;—pero espero otra cosa mejor.
—¿Qué, pues?
—¡Algunos rayos que maten personas y quemen casas!—contestó seriamente el filósofo.
—¡Pedid de una vez el diluvio!
—¡Lo merecemos todos, y vos y yo! Vos, señor gobernadorcillo, tenéis allí una arroba de velas que vienen de la tienda del chino; yo hace más de diez años que voy proponiendo á cada nuevo capitán la compra de pararrayos, y todos se me ríen, y compran bombas y cohetes, y pagan repiques de campanas. Aun más, vos mismo, al siguiente día de mi proposición, encargasteis á los fundidores chinos una esquila para Santa Bárbara, cuando la ciencia ha averiguado que es peligroso tocar las campanas en días de tempestad. Y decidme, ¿por qué el año 70 cuando cayó un rayo en Biñan, cayó precisamente en la torre y destrozó reloj y un altar? ¿Qué hacía la esquila de Santa Bárbara?
En aquel momento brilló un relámpago.
—¡Jesús, María y José! ¡Santa Bárbara bendita!—murmuró el gobernadorcillo palideciendo y santiguándose.
Tasio soltó una carcajada.
—¡Sois dignos del nombre de vuestra patrona!—dijo en castellano dándole las espaldas, y se dirigió hacia la iglesia.
Los sacristanes levantaban dentro un túmulo rodeado de cirios en candelabros de madera. Eran dos mesas grandes, puestas una encima de otra, cubiertas con lienzos negros listados de blanco; aquí y allá se veían calaveras pintadas.
—¿Es por las almas ó por las velas?—preguntó.
Y viendo á dos muchachos de diez años el uno y siete el otro aproximadamente, se dirigió á éstos sin esperar la contestación de los sacristanes.
—¿Venís conmigo, muchachos?—les preguntó.—Vuestra madre os tiene preparada una cena de curas.
—¡El sacristán mayor no nos deja salir hasta las ocho, señor!—contestó el mayorcito.—Espero cobrar mi sueldo para dárselo á nuestra madre.
—¡Ah! y ¿á dónde vais?
—A la torre, señor, para doblar por las almas.
—¿Vais á la torre? Pues ¡cuidado! no os acerquéis á las campanas durante la tempestad.
Después abandonó la iglesia no sin haber seguido antes con una mirada de compasión á los dos muchachos, que subían las escaleras para dirigirse al coro.
Tasio se frotó los ojos, miró otra vez al cielo y murmuró:
—Ahora sentiría que cayesen rayos.
Y con la cabeza baja dirigióse pensativo hacia las afueras de la población.
—¡Pase usted antes!—le dijo en español una voz desde una ventana.
El filósofo levantó la cabeza y vió á un hombre de treinta á treinta y cinco años que le sonreía.
—¿Qué lee usted ahí?—preguntó Tasio señalando hacia un libro que el hombre tenía en la mano.
—Es un libro de actualidad: ¡Las penas que sufren las benditas ánimas del Purgatorio!—contestó el otro sonriendo.
—¡Hombre, hombre, hombre!—exclamó el viejo en diferentes tonos de voz entrando en la casa;—el autor debe ser muy listo.
Al subir las escaleras fué recibido amistosamente por el dueño de la casa y su joven señora. El se llamaba don Filipo Lino y ella doña Teodora Viña. Don Filipo era el teniente mayor y el jefe de un partido casi liberal, si se le puede llamar así, y si es posible que haya