Noli me tángere. Jose Rizal
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Ibarra no contestó.
—¡Allí detrás de esa cruz grande, señor!—continuó el criado, señalando hacia un rincón cuando hubieron franqueado la puerta.
Ibarra iba tan preocupado, que no notó el movimiento de asombro de algunas personas al reconocerle, quienes suspendieron el rezo y le siguieron con la vista llenas de curiosidad.
El joven caminaba con cuidado, evitando pasar por encima de las fosas que se conocían fácilmente por un hundimiento del terreno. En otro tiempo las pisaba, hoy las respetaba: su padre yacía en iguales condiciones. Detúvose al llegar al otro lado de la cruz y miró á todas partes. Su acompañante se quedó confuso y cortado; buscaba huellas en el suelo y en ninguna parte se veía cruz alguna.
—¿Es aquí?—murmuraba entre dientes:—no, es allá, pero ¡la tierra está removida!
Ibarra le miraba angustiado.
—¡Sí!—continuó,—recuerdo que había una piedra al lado; la fosa era un poco corta; el sepulturero estaba enfermo, y la tuvo que cavar un aparcero, pero preguntaremos á ése qué se ha hecho de la cruz.
Dirigiéronse al sepulturero, que les observaba con curiosidad.
Este les saludó quitándose el salakot.
—¿Podéis decirnos cuál es la fosa que allá tenía una cruz?—preguntó el criado.
El interpelado miró hacia el sitio y reflexionó.
—¿Una cruz grande?
—Sí, grande,—afirmó con alegría el viejo, mirando significativamente á Ibarra, cuya fisonomía se animó.
—¿Una cruz con labores, y atada con bejucos?—volvió á preguntar el sepulturero.
—¡Eso es, eso es, así, así!—y el criado trazó en la tierra un dibujo en forma de cruz bizantina.
—Y ¿en la tumba había flores sembradas?
—¡Adelfas, sampagas y pensamientos! ¡eso es!—añadió el criado lleno de alegría, y le ofreció un tabaco.
—Decidnos cuál es la fosa y dónde está la cruz.
El sepulturero se rascó la oreja y contestó bostezando:
—Pues la cruz... ¡yo la he quemado!
—¿Quemado? y ¿por qué la habéis quemado?
—Porque así lo mandó el cura grande.
—¿Quién es el cura grande?—preguntó Ibarra.
—¿Quién? El que pega, el padre Garrote.
Ibarra se pasó la mano por la frente.
—Pero, á lo menos, ¿podéis decirnos dónde está la fosa? la debéis recordar.
El sepulturero se sonrió.
—¡El muerto ya no está allí!—repuso tranquilamente.
—¿Qué decís?
—¡Ya!—añadió el hombre en tono de broma;—en su lugar enterré hace una semana una mujer.
—¿Estáis loco?—le preguntó el criado;—si todavía no hace un año que le hemos enterrado.
—¡Pues eso es! hace ya muchos meses que lo desenterré. El cura grande me lo mandó, para llevarlo al cementerio de los chinos. Pero como era pesado y aquella noche llovía...
El hombre no pudo seguir; retrocedió espantado al ver la actitud de Crisóstomo, que se abalanzó sobre él cogiéndole del brazo y sacudiéndole.
—Y ¿lo has hecho?—preguntó el joven con acento indescriptible.
—No os enfadéis, señor,—contestó palideciendo y temblando;—no le enterré entre los chinos. ¡Más vale ahogarse que estar entre chinos, dije para mí, y arrojé el muerto al agua!
Ibarra le puso ambos puños sobre los hombros y le miró largo tiempo con una expresión que no se puede definir.
—¡Tú no eres más que un desgraciado!—dijo, y salió precipitadamente, pisoteando huesos, fosas, cruces, como un loco.
El sepulturero se palpaba el brazo y murmuraba:
—¡Lo que dan que hacer los muertos! El Padre Grande me pegó de bastonazos por haberlo dejado enterrar estando yo enfermo; ahora éste á poco me rompe el brazo por haberlo desenterrado. ¡Lo que son estos españoles! Todavía voy á perder mi oficio.
Ibarra andaba aprisa con la mirada á lo lejos; el viejo criado le seguía llorando.
El sol estaba ya para ocultarse; gruesos nimbus entoldaban el cielo hacia el Oriente; un viento seco agitaba las copas de los árboles y hacía gemir á los cañaverales.
Ibarra iba descubierto; de sus ojos no brotaba una lágrima, de su pecho no se escapaba un suspiro. Andaba como si huyese de alguno, acaso de la sombra de su padre, acaso de la tempestad que se aproximaba. Atravesó el pueblo dirigiéndose hacia las afueras, hacia aquella antigua casa que desde hace muchos años no había vuelto á pisar. Rodeada de un muro donde crecen varios cactus, parecía que le hacía señas: las ventanas se abrían: el ilang-ilang1 se balanceaba agitando alegremente sus ramas, cargadas de flores; las palomas revoloteaban alrededor del cónico techo de su vivienda, colocada en medio del jardín.
Pero el joven no se fijaba en estas alegrías que ofrece la vuelta al antiguo hogar: tenía sus ojos clavados en la figura de un sacerdote, que avanzaba en dirección contraria. Era el cura de San Diego, aquel meditabundo franciscano que vimos, el enemigo del alférez. El aire plegaba las anchas alas de su sombrero; el hábito de guingón se aplastaba y amoldaba á sus formas, marcando unos muslos delgados y algo estevados. En la diestra llevaba un bastón de palasán2 con puño de marfil. Era la primera vez que Ibarra y él se veían.
Al encontrarse, detúvose el joven un momento y le miró de hito en hito; fray Salví esquivó la mirada y se hizo el distraído.
Sólo un segundo duró la vacilación: Ibarra se dirigió á él rápidamente, le paró dejando caer con fuerza la mano sobre el hombro y en voz apenas inteligible.
—¿Qué has hecho de mi padre?—preguntó.
Fray Salví, pálido y tembloroso al leer los sentimientos que se pintaban en el rostro del joven, no pudo contestar: sentíase como paralizado.
—¿Qué has hecho de mi padre?—le volvió á preguntar con voz ahogada.
El sacerdote, doblegado poco á poco por la mano que le oprimía, hizo un esfuerzo y contestó:
—¡Está