Noli me tángere. Jose Rizal
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—Dicen que ha ido á buscar el sepulcro de su padre... El golpe debió haber sido terrible.
El filósofo se encogió de hombros.
—¿No se interesa usted por esa desgracia?—preguntó la joven señora.
—Ya sabe usted que fuí yo uno de los seis que acompañamos al cadáver; fuí yo quien me presenté al Capitán General cuando ví que aquí todo el mundo, hasta las autoridades, se callaban ante tan grande profanación, y eso que prefiero siempre honrar al hombre bueno en su vida á adorarle en su muerte.
—¿Entonces?
—Ya sabe usted, señora, que no soy partidario de la monarquía hereditaria. Por las gotas de sangre china que mi madre me ha dado, pienso un poco como los chinos: honro al padre por el hijo, pero no al hijo por el padre. Que cada uno reciba el premio ó el castigo por sus obras, pero no por las de los otros.
—¿Ha mandado usted decir una misa por su difunta esposa, como se lo aconsejaba ayer?—preguntó la mujer cambiando de conversación.
—¡No!—contestó el viejo sonriendo.
—¡Lástima!—exclamó ella con verdadero pesar;—dicen que hasta mañana, á las diez, las almas vagan libres esperando los sufragios de los vivos; que una misa en estos días equivale á cinco en otros días del año, ó á seis, como dijo el cura esta mañana.
—¡Hola! ¿es decir que tenemos un gracioso plazo que hay que aprovechar?
—¡Pero, Doray!—intervino don Filipo;—ya sabes que don Anastasio no cree en el purgatorio.
—¿Que no creo en el purgatorio?—protestó el viejo medio levantándose de su asiento.—¡Hasta sé algo de su historia!
—¡La historia del purgatorio!—exclamaron llenos de sorpresa ambos consortes.—¡A ver! ¡Cuéntenosla usted!
—¿No la saben ustedes y mandan allá misas y hablan de sus penas? ¡Bueno! ya que empieza á llover y parece que va á durar, tendremos tiempo de no aburrirnos,—contestó Tasio poniéndose un momento á meditar.
Don Filipo cerró el libro que tenía en la mano, y Doray se sentó á su lado, dispuesta á no creer en nada de lo que el viejo Tasio iba á decir. Este comenzó de la siguiente manera:
—El purgatorio existía mucho antes de que viniera al mundo N. S. Jesucristo, y debía estar en el centro de la tierra según el P. Astete, ó en las cercanías de Cluny, según el monje de que nos habla el P. Girard. El sitio aquí es lo de menos. Ahora bien; ¿quiénes se tostaban en aquellos fuegos que ardían desde el principio del mundo? Su existencia antiquísima la prueba la Filosofía cristiana, que dice que Dios no ha creado nada nuevo desde que descansó.
—Podría haber existido in potentia, pero no in actu,—objetó el teniente mayor.
—¡Muy bien! Sin embargo, os contestaré que algunos lo conocieron como existente in actu, y uno de ellos fué Zarathustra ó Zoroastro, que escribió parte del Avesta y fundó una religión, que tenía ciertos puntos de contacto con la nuestra; y Zarathustra, según los sabios, existió ochocientos años lo menos antes de Jesucristo. Digo lo menos, pues Gaffarel, después de examinar los testimonios de Platón, Xanto de Lidia, Plinio, Hermipos y Eudoxo, le cree anterior en dos mil quinientos años á nuestra era. Sea de esto lo que se quiera, es lo cierto que Zarathustra hablaba ya de una especie de purgatorio, y daba los medios para librarse de él. Los vivos pueden redimir las almas de los muertos en pecado, recitando pasajes del Avesta, haciendo buenas obras, pero con la condición de que el que ha de orar sea un pariente hasta la cuarta generación. El tiempo para esto tenía lugar cada año y duraba cinco días. Más tarde, cuando esta creencia se hubo afirmado en el pueblo, los sacerdotes de aquella religión vieron en ella un gran negocio y explotaron aquellas «cárceles profundamente oscuras en donde reinan los remordimientos,» como dice Zarathustra. Establecieron, pues, que por el precio de un derem, una moneda de poco valor según dicen, se le puede ahorrar al alma un año de torturas; pero como para aquella religión había pecados que costaban de 300 á 1000 años de sufrimiento, como la mentira, la mala fe, el no cumplir una palabra dada, etc., resultaba que los pícaros se embolsaban millones de derems. Aquí verán ustedes algo que se parece ya á nuestro purgatorio, si bien con la diferencia sobrentendida de la diferencia de religiones.
Un relámpago, seguido de un retumbante trueno, hizo levantarse á Doray, quien dijo santiguándose:
—¡Jesús, María y José! Los dejo á ustedes; voy á quemar palma bendita y encender candelas de perdón.
La lluvia empezó á caer á torrentes. El filósofo Tasio prosiguió, mientras miraba alejarse á la joven:
—Ahora que no está, podemos hablar de la materia más razonadamente. Doray, aunque un poco supersticiosa, es una buena católica, y no me gusta arrancar la fe del corazón: una fe pura y sencilla se distingue del fanatismo como la llama del humo, como una música de una algarabía: los imbéciles como los sordos los confunden. Entre nosotros podemos decir que la idea del Purgatorio es buena, santa y razonable; continúa la unión entre los que fueron y los que son, y obliga á una mayor pureza de vida. El mal está en el abuso que de él se hace.
Pero veamos ahora cómo pudo pasar al catolicismo esta idea que no existía ni en la Biblia ni en los Santos Evangelios. Ni Moisés ni Jesucristo hacen la más pequeña mención de él, y el único pasaje que citan de los Macabeos es insuficiente, además de que este libro fué declarado por el concilio de Laodicea apócrifo, y la Santa Iglesia Católica sólo lo ha admitido con posterioridad. La religión pagana tampoco tenía nada que se pareciese á él. El pasaje tan citado de Virgilio de Aliæ panduntur inanes1, que diera ocasión á S. Gregorio el Grande para hablar de almas ahogadas, y á Dante para otro relato en su «Divina Comedia», no puede ser el origen de esta creencia. Ni los bramines, ni los budhistas, ni los egipcios, que dieron á Grecia y Roma su Caronte y su Averno, tenían nada que se pareciese á esta idea. No hablo ya de las religiones de los pueblos del Norte de Europa: estas religiones de guerreros, bardos y cazadores, pero no de filósofos, si bien conservan aún sus creencias y hasta ritos cristianizados, no han podido acompañar á sus hordas en los saqueos de Roma ni sentarse en el Capitolio: religiones de las brumas, se disipaban al sol del mediodía.—Pues bien, los cristianos de los primeros siglos no creían en el Purgatorio: morían con esa alegre confianza de ver en breve cara á cara á Dios. Los primeros padres de la Iglesia que al parecer lo mencionaron, fueron san Clemente de Alejandría, Orígenes y san Ireneo, quizás influídos por la religión zarathustriana, que entonces florecía aún y estaba muy extendida por todo el Oriente, pues nosotros leemos á cada paso reproches al orientalismo de Orígenes. San Ireneo probaba su existencia por el hecho de haber permanecido Jesucristo «tres días en las profundidades de la tierra», tres días de Purgatorio, y sacaba de esto que cada alma debía permanecer en él hasta la resurrección de la carne, por más que en esto el Hodie mecum eris in Paradiso2 parece contradecirle. San Agustín habla también del Purgatorio, pero, si no afirma su existencia, no la cree sin embargo imposible, suponiendo que podrían continuarse en la otra vida los castigos que en ésta recibimos por nuestros pecados.
—¡Diantre con San Agustín!—exclamó don Filipo;—¡no estaba satisfecho con lo que aquí sufrimos y quería la continuación!
—Pues así andaba la cosa: unos creían y otros no. Sin