Noli me tángere. Jose Rizal

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Noli me tángere - Jose  Rizal

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montón calaveras y huesos, que el indiferente sepulturero arroja de las fosas que va vaciando. Allí esperarán probablemente, no la resurrección de los muertos, sino la llegada de los animales, que con sus líquidos les calienten y laven aquellas frías desnudeces.—En los alrededores recientes excavaciones se notan: acá el terreno está hundido, allá forma pequeña colina. Crecen en toda su lozanía el tarambulo y el pandakakî1: el primero para pinchar las piernas con sus espinosas bayas, y el segundo para añadir su olor al del cementerio por si éste no olía bastante. Sin embargo, matizan el suelo algunas florecitas, flores que, como aquellos cráneos, son ya únicamente conocidas de su Criador: la sonrisa de sus pétalos es pálida, y su perfume es el perfume de los sepulcros. La hierba y las trepadoras cubren los rincones, se encaraman por las paredes y nichos vistiendo y hermoseando la desnuda fealdad; á veces penetran por las hendiduras que hicieran temblores y terremotos, ocultando á las miradas los venerables vacíos de la tumba.

      A la hora en que entramos, los hombres han ahuyentado á los animales; sólo alguno que otro cerdo, animal difícil de convencer, se asoma con brillantes ojitos sacando la cabeza por un gran hueco de la cerca, levanta el hocico al aire y parece decir á una mujer que reza:

      —No lo comas todo; déjame algo ¿eh?

      Dos hombres cavan una fosa cerca del muro que amenaza desplomarse: el uno, que es el sepulturero, lo hace indiferentemente: arroja vértebras y huesos, como un jardinero piedras y ramas secas; el otro está preocupado, suda, fuma y escupe á cada momento.

      —¡Oye!—dice el que fuma, en tagalo.—¿No sería mejor que cavásemos en otro sitio? Esto es muy reciente.

      —Son tan recientes unas fosas como otras.

      —¡No puedo más! Ese hueso que has partido aún sangra... ¡hum! ¿y esos cabellos?

      —Pero ¡qué delicado eres!—le reprocha el otro.—¡Ni que fueras tú escribiente del Tribunal! Si hubieses desenterrado, como yo lo he hecho, un cadáver de veinte días, por la noche, á obscuras, lloviendo... Se apagó mi linterna.

      El otro se estremeció.

      —El ataúd se desclavó, el muerto medio salió, olía... y tenerlo tú que cargar... y llovía, y estábamos ambos mojados, y...

      —¡Brrr! Y ¿por qué lo has desenterrado?

      El sepulturero le miró con extrañeza.

      —¿Por qué? ¿lo sé yo acaso? ¡Me lo han mandado!

      —¿Quién te lo mandó?

      El sepulturero medio retrocedió y examinó de pies á cabeza á su compañero.

      —¡Hombre! pareces un español; las mismas preguntas me hizo después un español, pero en secreto. Pues te voy á contestar como al otro: me lo mandó el cura grande.

      —¡Ah! y ¿qué has hecho después del cadáver?—continuó preguntando el delicado.

      —¡Diablo! si yo no te conociera y supiera que eres hombre, diría que verdaderamente eres español civil: preguntas como el otro. Pues... el cura grande me mandaba que lo enterrase en el cementerio de los chinos, pero como el ataúd era pesado y el cementerio de los chinos está lejos...

      —¡No, no! ¡yo no cavo más!—interrumpió el otro, lleno de horror, soltando la pala y saltando de la fosa;—he partido un cráneo y temo que no me deje dormir esta noche.

      El sepulturero soltó una carcajada al ver como el melindroso se alejaba haciéndose cruces.

      El cementerio se iba llenando de hombres y mujeres, vestidos de luto. Algunos buscaban algún tiempo la fosa, disputaban entre sí, y, como si no estuviesen acordes, se separaban y cada cual se arrodillaba donde le parecía mejor; otros, los que tenían nichos para sus parientes, encendían cirios y se ponían devotamente á rezar; oíanse también suspiros y sollozos que se procuraban exagerar ó reprimir. Ya se oía un run run de orápreo, orápreiss y requiemæternams.

      Un viejecito, de ojos vivos, entró descubierto. Al verle, muchos se rieron, y algunas mujeres fruncieron las cejas. El viejo parecía no hacer caso de tales demostraciones, pues se dirigió al montón de cráneos, se arrodilló y buscó algún tiempo con la mirada algo entre los huesos; después con cuidado fué apartando los cráneos uno tras otro, y como si no encontrase lo que buscaba, arrugó las cejas, movió á un lado y otro la cabeza, miró á todas partes, y finalmente se levantó y se dirigió al sepulturero.

      —¡Oye!—le dijo.

      Este levantó la cabeza.

      —¿Sabes dónde está una hermosa calavera, blanca como la carne del coco, con una completa dentadura, y que yo tenía allí al pie de la cruz, debajo de aquellas hojas?

      El sepulturero se encogió de hombros.

      —¡Mira!—añadió el viejo enseñándole una moneda de plata;—no tengo más que esto, pero te la daré si me la encuentras.

      El brillo de la moneda le hizo reflexionar, miró hacia el osario y dijo:

      —¿No está allá? ¿No? Pues entonces no lo sé.

      —¿Sabes? Cuando me paguen los que me deben te daré más,—continuó el viejo.—Era el cráneo de mi esposa; con que si me la encuentras...

      —¿No está allá? ¡Pues no lo sé! Pero si queréis, os puedo dar otro.

      —¡Eres como la tumba que cavas!—le apostrofó el viejo nerviosamente;—no sabes el valor de lo que pierdes. ¿Para quién es la fosa?

      —¿Lo sé yo acaso? ¡Para un muerto!—contestó malhumorado el otro.

      —¡Como la tumba, como la tumba!—repitió el viejo riendo secamente;—ni sabes lo que arrojas, ni lo que tragas. ¡Cava, cava!

      Y se volvió dirigiéndose á la puerta.

      El sepulturero entretanto había concluído con su tarea; dos montículos de tierra fresca y rojiza se levantaban en los bordes de la fosa. Sacó de su salakot buyo, y púsose á mascarlo, mirando con aire estúpido cuanto en su derredor pasaba.

      XIII

       Índice

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      En el momento en que el viejo salía, parábase á la entrada del sendero un coche que parecía haber hecho un largo viaje; estaba cubierto de polvo y los caballos sudaban.

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