El Afilador Vol. 2. Juanfran de la Cruz
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Sub23, primer año
Consecuente con la decisión mutua y recíproca de ignorarnos, mi director no me invitó a la barbacoa final de temporada del equipo. Tampoco recibí ayuda ninguna para encontrar hueco en la categoría sub23; sospecho incluso que habló mal de mi por ahí porque ninguno de los tres equipos buenos de la zona se dirigió a mí. Tuve suerte: Juan Carlos sacó la cara y, cuando se quedó un hueco libre en el suyo, que era vasco y filial de un conjunto profesional, me enchufó.
La atmósfera en mi casa había mejorado en aquel otoño. Mis padres acogieron con ilusión que en diciembre todavía no tuviera claro si correría al año siguiente, y su alegría fue completa cuando empecé una relación con Martita, que también iba a estudiar Arquitectura y cuyo padre podía llevarnos y traernos a la facultad porque trabajaba como profesor en un instituto cercano. Para ellos, que me comprometiera con un equipo del norte y estuviera destinado a pasar largas temporadas allí arriba viviendo y compitiendo fue un chasco.
Juan Carlos y yo no corríamos mucho; cuatro carreras aquí y allá en las que no solo no brillábamos sino que además sufríamos. El director del equipo, que se llamaba Julián y era un alma de Dios, nos tranquilizaba con rudeza y cariño. Ya tendréis tiempo, ya. Los veteranos, en cambio, eran menos amables: nos hacían notar que andábamos muy poco y nos trataban con una arrogancia a la que nosotros, chavales que salían por primera vez de su casa y se gastaban sus ahorros en la cabina telefónica hablando con madres y novias, solo sabíamos responder achantándonos. No estábamos a gusto y eso se reflejó en las carreras, en las que no acertábamos a movernos si no era siguiendo las voces de aquellos élite que nos tiranizaban.
Subimos una vez en marzo, otra en abril y otra en mayo en el Seat Ibiza del padre de Juan Carlos, que estaba dispuesto a quedarse sin coche con tal de que su hijo pudiera cumplir su sueño de ser ciclista profesional. En aquellos viajes compartimos mil conversaciones sobre todos los temas; entre ellos, el dopaje. Comentábamos sobre todo las historias que habíamos oído de los veteranos, que en cada almuerzo se quejaban amargamente de quien hubiera ganado e insinuaban que se chutaba.
-¿Tú te has dopado alguna vez?
Mi amigo me lo preguntó con un deje de ansiedad. Yo le respondí que no, que solo me había tomado el café aquel del día que gané, y le devolví la pregunta. Él se calló un par de segundos y respondió que no, solo no, un no tan seco que exudaba duda.
Cuando llegó el momento del viaje de junio me sentí desanimado. Era jueves: por la mañana había hecho (y suspendido) un examen muy complejo, y por la tarde Martita y yo nos habíamos subido al piso más alto de su caserón para gastar torpemente el tercer condón de nuestras vidas. Quizá fuera el éxtasis, o quizá el candor, pero al terminar me vine abajo y empecé a llorar. Pudiendo quedarme tumbado entre esas sábanas desmadejadas, no soportaba la idea de montarme en el coche al día siguiente para vivir dos días rodeado de capullos y corriendo carreras en las que me sentía atenazado e inútil. Mi cuerpo escuchó mis ruegos y psicosomatizó una mononucleosis. Alegre, mi padre subió la bicicleta a la buhardilla. Ya cuando te cures, me dijo, la volvemos a bajar.
El gusanillo volvió a picarme en agosto. Me di por curado y me llevé la bici a la playa, que apenas pisé aquel mes de tan centrado que estaba en entrenar y tan cansado que me quedaba después de apretar en las subidas por mero placer de sentirme fuerte. Disfruté un montón y llamé a Juan Carlos, con quien había perdido el contacto entre las vacaciones y mi dejación de funciones ciclistas, para que transmitiera al director que estaba listo para regresar. Una semana después subimos al norte. Tanto él como yo éramos ahora corredores muy distintos: seguíamos estando lejos de disputar, pero ya llegábamos competitivos más allá de la primera mitad de carrera. En la última de la temporada tuve suerte: solo acabamos veinte que nos marchamos escapados de salida y logré el primer puesto entre los diez primeros de mi etapa amateur.
Sub23, segundo año
Aquel otoño fue difícil. El reverdecimiento de mi carrera deportiva marchitó mi relación con Marta, que la noche de mi primer top10 se lió con otro chaval. Tardé un par de meses en enterarme; dos meses de disgustos y desazones que terminaron con la revelación de sus cuernos una tarde junto al contenedor que hay en la base de la cuesta de mi urbanización. Ella me pidió que la perdonara y yo rehusé; en gran parte porque tampoco me perdonaba a mí mismo por haber permitido que nuestra relación se fracturara por la maldita bicicleta.
Pasé mucho tiempo sin tocar nada: ni la bici, ni los libros, ni la vida más o menos sobria que solía tener. Fueron semanas extrañas en las que salí de fiesta compulsivamente y fumé por el gusto de hacerlo; no es que volviera a oxigenarme el pelo, pero poco me faltó. Así hasta que un día me acosté demasiado borracho en casa de un amigo y desperté decidido a ser ciclista. Volví a entrenar y volví a ser feliz. Tan fuerte iba y tan buen recuerdo había dejado en las últimas carreras del año anterior que el director me encomendó correr la Copa de España, todo un honor en un equipo tan bueno como el nuestro.
En las carreras trabajaba a fondo. Siempre había considerado al líder que teníamos aquel año un auténtico idiota, pero con el paso de las carreras se fue mostrando mucho más familiar conmigo y terminé cambiando de opinión para apreciarle genuinamente. La parte mala venía fuera de la competición. Se había instalado en mí una cierta paranoia, alimentada por las conversaciones de los mayores, y veía dopaje por todos lados. Una mañana, temprano, vi a un tío que se quedaba dormido a medio desayuno hasta estamparse una tostada de mermelada en la frente. Otro día, antes de la carrera, vi a un favorito que, acalambrado, no podía levantarse de la silla para montarse en la bicicleta. Sucesos extraños, qué sé yo, que me hacían preguntarme...
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