El Afilador Vol. 2. Juanfran de la Cruz
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El Afilador Vol. 2 - Juanfran de la Cruz страница 7
Juvenil, segundo año
La cuestión es que, creí ver dopaje por primera vez en una carrera de juveniles por mi provincia a la cual mi equipo acudía con la obligación de arrasar. En la segunda de tres etapas nos encontramos con una situación de carrera muy favorable: éramos nueve tíos en cabeza y cuatro de mi equipo. Conocíamos el terreno, cada bache, cada repecho traicionero y cada curva complicada: era cuestión de atacar por turnos y marcharnos solos o con alguien a quien batir más adelante.
Entonces pasó. Delante de mí, un chaval de Albacete echó mano de su bolsillo y rápidamente se metió algo en la boca. Pegué un respingo. ¿Qué se había tomado? ¿Se habría dopado? Había leído mil veces que el ciclismo estaba infestado de dopaje; de hecho, mis colegas oxigenados me decían una y otra vez que era un deporte de drogados. Ni siquiera mis padres se sentían públicamente orgullosos de mi moderado éxito: cuando les preguntaban por mí hablaban casi siempre de mis exámenes, alguna vez de mis novias y jamás de mis carreras.
A 12 kilómetros de meta ataqué. Lo hice fenomenal: desde la penúltima posición, aprovechando un relevo un poco más flojo de dos compañeros míos que comandaban el grupo. Sin embargo, el chaval de Albacete estuvo vivo y me cazó de inmediato. Habíamos abierto 20 ó 30 metros sobre los demás, que se miraban indecisos, pero yo no me decidí a colaborar. En primer lugar, el chaval tenía fama de rápido; en segundo, yo creía que se había dopado ante mis ojos. Me abrí y traté de fulminarle con la mirada a través de las gafas.
-¿Tú te has dopado?
Él no contestó, ni siquiera sé si me escuchó: agachó la cabeza y continuó pedaleando, tan fuerte que entre mi perplejidad y su velocidad no fui capaz de coger su rueda. Le perseguí 200 metros y levanté el pie, un poco chocado. Mis compañeros vieron desde lejos cómo me descolgaba y se pusieron a relevar rápidamente para cazarnos y devolver la carrera a la situación que nos interesaba. Entonces llegó el turno de mi amigo Juan Carlos, que atacó a lo bestia en el penúltimo repecho. El tío de Albacete le cogió la rueda. Pude ver cómo le hacía un gesto para que le relevara, y cómo Juan Carlos aceptaba. Me sentí agobiado. Quisiera haberle gritado que no, que no cooperara con él, que ese tío iba dopado y le iba a ajusticiar, pero en lugar de eso sufrí un calambre en el gemelo. Me descolgué. Perdí un saco de minutos en unos pocos kilómetros.
El chaval de Albacete se pasó por la piedra a Juan Carlos en el último repecho y ganó la etapa.
Esa noche Juan Carlos durmió en mi casa porque la etapa salía al día siguiente de mi pueblo y yo le conté lo que había visto hacer al chaval de Albacete. Él me contó que probablemente fuera cafeína, «como tomarse tres cafés en forma de pastilla», y que era legal. De todas maneras, a mí me seguía pareciendo chocante. No por el qué, sino por la forma. ¿Tomarse una pastilla, así porque sí, para ir más rápido sobre la bici? No. No era lo mío. Sin embargo...
Al día siguiente le pedí a mi madre que hiciera café para Juan Carlos y para mí. Ella se extrañó, pero accedió: total, preparaba un termo entero todos los días para mi padre, qué más daba medio litro más. Sería el segundo o el tercer café de toda mi adolescencia. Las chicas se lo solían tomar cuando mi pelo oxigenado y yo quedábamos con ellas, pero a mí no me gustaba nada el sabor y solía optar por la Coca-Cola. Cafeína, al fin y al cabo.
Ese día salí sin nada que perder y muy motivado. La etapa era cortísima, ni dos horas, y pasaba dos veces por el repecho de mi pueblo. A la segunda llegamos en pelotón y, motivado por demostrarle a Martita Sánchez lo crack que era, arranqué en la puerta de su chalet de tres plantas. Una vez coronado el repecho y fuera del pueblo, miré un par de veces atrás para ver si venía alguien en mi persecución y unir fuerzas. Pero no. Estaba solo, como siempre que entrenaba entre semana, después del colegio, antes de que anocheciera, con mi plátano y un par de galletas con carne de membrillo que el director nos daba antes de las carreras en el bolsillo.
Así que seguí pedaleando. Hacía un calor horrible que invitaba más a la siesta que a la épica. Los kilómetros pasaban y pasaban; ya solo quedaban 15 y yo, que era un salvaje y no llevaba ni cuentakilómetros en la bici, pedaleaba y pedaleaba acompañado de un Guardia Civil y un comisario que ni me miraban. Creo que se aburrían; yo mismo me aburrí en algún momento. Entonces apareció el coche de mi equipo, con el director sentado al volante.
-¿Tú te has dopado?
Me lo espetó así, a lo bestia, a voces. Como te hayas dopado te atropello, cabrón; que nos buscas la ruina; que preferimos ser pobres, pero honrados. Yo le dije la verdad: que solo me había tomado un café desayunando hacía ya seis horas. Me cago en Dios, fue lo único que respondió mientras le daba el casco y cogía un bidón fresco. Me explicó que llevaba dos minutos y medio sobre el pelotón, que nadie tiraba pero que no podía confiarme porque ahora se agitaría el avispero. Dicho esto, aminoró la marcha y se apostó a la derecha de la carretera para esperar al pelotón. El gesto me dolió. No solo no confiaba en mí, sino que pasaba de disfrutar el momento conmigo y directamente no se lo creía. Acabé ganando y celebré la victoria con el maillot abierto porque le había visto alguna vez echarle una bronca a Juan Carlos por no cerrárselo para las fotos de meta.
Mi director no volvió a dirigirme la palabra en el mes que quedaba de temporada más allá de lo necesario. Yo a él tampoco. Por un lado estaba el orgullo resentido por cómo me había tratado y por cómo había dudado de mi triunfo; por otro lado, mis propias dudas sobre esa actuación supersónica. Mi ingenuidad, mi sentimiento de culpa y yo nos cuestionábamos: ¿tendría el café algo que ver con mi cabalgada?
Decidí comprobarlo por mí mismo, y en solitario. Algo me pedía que se lo contara a Juan Carlos, pero no quería meterle en un lío. Así que una tarde fui solo a la capital y entré a una farmacia a comprar pastillas de cafeína. Pedí también un paquete de condones, para disimular. Me sentí primero delincuente y después ridículo, especialmente cuando el farmacéutico me miró de los pies a la cabeza, desde mis tenis surferos de Rurik hasta mi anómala cresta rubia, y me preguntó si pensaba utilizar las dos cosas a la vez. Aprovechó mi confusión para marcarme un gol en forma de cajeta de 12 preservativos.
Cuando regresé a mi pueblo la conciencia me reconcomía. Según yo lo entendía, doparse era como drogarse: estaba mal, era malo para la salud y además era trampa. Yo era competitivo, sí, pero no tanto como para hacer trampas porque sí. El cuerpo me pidió tirarlas a la papelera directamente; la cabeza me decía que las probara por lo menos entrenando ya que me había gastado 2.000 dolorosas pesetas en las pastillas y otras 2.000 en unos condones que difícilmente podría gastar antes de que caducaran. Así que conservé las pastillas en mi bolsillo y, llegada la cena, le expuse la situación a mi padre.
-¿Tú te has dopado antes?
Me lo preguntó con una mirada cargada de reproche, de reprobación, de ya sabía yo que comprarle una bicicleta al niño no era buena idea. Le expliqué que no, que solo me había tomado un café aquel día y ya está. No pareció creerme hasta que mi madre terció para decir que jamás había visto nada raro en mi habitación, ni en mi ropa ni en mi mochila. No era del todo cierto: cuando estaba en 2º de ESO me quitó dos cigarros que tenía escondidos en el estuche. Pero, en lo tocante a dopaje, decía la verdad.
Mi padre me dijo lo que yo ya sabía: que doparse estaba mal porque era malo para la salud y además era trampa. Profundizó diciéndome que le decepcionaba que el ciclismo fuera un deporte tan corrupto, que se empezaba por pastillas de cafeína y se terminaba con EPO, que me olvidara de bicicletas